El esplendor oculto de lo humano
EL ESPLENDOR OCULTO DE LO HUMANO
La caridad en Francisco de Asís
Fidel Aizpurúa Donazar
Hermano Menor Capuchino (Madrid)
Introducción
Por extraño que parezca, en nuestra época secular la caridad vivida con pasión sigue atrayendo a las gentes. Cierto que el mismo término, "caridad", sufre una cierta devaluación. Pero su contenido real, la entrega generosa al débil, sigue vigente. La Iglesia católica, en su aspecto estructural, está siendo muy cuestionada. Pero cuando se demanda ayuda y colaboración con quien hace obra de solidaridad (misioneros, cooperantes, etc.), el pueblo cristiano responde con evidente generosidad. Más allá de la denominación, la caridad, la entrega, el amparo al débil, sigue teniendo un fuerte eco en nuestra sociedad. Hay algo sembrado en el fondo de la estructura humana (la vieja "filantropía" de la que hablaba Aristóteles) que sigue vivo y pujante bastándole un pequeño soplo de aire fresco para que el fuego reavive las brasas que se ocultan bajo las cenizas de la mediocridad y el egoísmo.
Francisco de Asís no ha sido ni un misionero al estilo moderno, ni un cooperante apasionado por el desarrollo, ni un entregado a proyectos de solidaridad en países empobrecidos. Un creyente humilde en una época oscura. Por eso, tal vez él mismo quedaría extrañado de verse en las páginas de una revista especializada en temas de caridad social. Sin embargo, su manera de vivir el Evangelio y su forma de mirar a las personas hacen que, a priori, pueda ser entendido como una persona de fuerte componente caritativo. Efectivamente, "el esplendor del hombre y su tragedia han debido encontrar en él a un intérprete privilegiado" (P.Lippert). El núcleo vital de Francisco está habitado por una mirada en profundidad a la realidad humana desde un encuentro directo con el Evangelio. Ahí se ha engendrado una palabra fundadora de humanidad. Desde ahí se ha redescubierto la historia de la persona como una historia de fraternidad, de solidaridad real, de amparo mutuo, de camino compartido. Quizá sin pretenderlo, Francisco ha colaborado decisivamente a desvelar el esplendor oculto de lo humano. Y con ello, ha generado un profundo movimiento de solidaridad, de caridad, de amor, de empatía que aún perdura en la historia. Despojado de todo poder, incluso entendiendo a Dios como a un Dios menor, ha engendrado un nuevo principio de interpretación social que apunta a la transformación de las estructuras sociales: una sociedad donde nadie es excluido, donde no tiene sentido que existan dominadores y dominados, donde sea creíble la soñada utopía de una fraternidad entre humanos y con la creación.
La espiritualidad de la caridad, como toda espiritualidad, necesita de unos trabajos en las raíces. La hermosura de un árbol, sus bellos frutos y su feraz follaje, demanda, todos los sabemos, la existencia de unas raíces hondas, sanas, aunque ocultas. Sin raíces no hay árbol que aguante. La espiritualidad de la caridad es hoy árbol de hermosa envergadura y de frutos ricos y variados. Tal árbol postula un trabajo continuado, humilde, en las raíces. Es trabajo oculto, no aplaudido, no pagado, pero, por eso mismo, del todo necesario, imprescindible. La vieja aventura espiritual del santo de Asís puede colaborar a tal empresa.
Dice san Francisco en una de sus máximas: "Donde hay caridad y sabiduría, no hay temor ni ignorancia" (Admoniciones 27,1). La caridad está hermanada con la sabiduría. No es la caridad una virtud "tonta", indiscernida, sin orientación, sino "sabia", con esa sabiduría que procede de la aguda lectura de la realidad y del corazón humano. Además, la caridad aleja el temor, como lo dice claramente 1 Jn 4,18. Una caridad temerosa es una contradicción; una caridad profética, arriesgada, valiente es la de quien entiende que la caridad es apuesta por el otro con todas sus consecuencias. Y, además, la caridad nos enriquece como personas, aleja la tremenda ignorancia de creerse el ombligo del mundo para enseñarnos que en la casa del otro es donde halla el corazón humano su más grato cobijo. Quiere decir Francisco que, en realidad, la persona de fuerte caridad es la primera beneficiada de su propia generosidad porque sus valores más constitutivos salen potenciados cuando ejerce la acción solidaria.
La propuesta espiritual de Francisco de Asís brota en una historia que tanto en su originalidad como en su universalidad no pudo nacer más que del encuentro del Evangelio con la historia de los hombres. De ahí surge también su espiritualidad de la caridad. Su pretensión es, pues, doble: animar al encuentro con el Jesús del Evangelio desde una decidida opción por la persona en debilidad.
I. Un hombre nuevo para una sociedad nueva
Aunque Francisco de Asís es bastante conocido, permítasenos un apunte biográfico. Nace en 1182 en Asís, una villa de la Umbría italiana que se ve envuelta en luchas internas entre "mayores" y "menores", la nobleza feudal y el pueblo llano que culmina en la proclamación de la comuna en 1200. Francisco es hijo de un próspero comerciante de tejidos, Pedro Bernardone, que extiende su negocio al amparo del nacimiento de la nueva burguesía. Conocemos algo de su familia: su madre se llamaba Pica y sabemos de un hermano suyo, Ángel, que no compartió nunca su camino evangélico.
La familia había puesto muchas ilusiones en Francisco, dotado para los negocios, ambicioso y jovial. La manera de lograr un "nombre" para la casa era embarcarse en acciones bélicas que le reportaran un blasón nobiliario. Francisco interviene en la guerra entre Asís y Perugia cayendo prisionero. Pasa un año en la cárcel hasta que su padre paga un rescate por él. Vuelve a casa quebrantado en su cuerpo y en su espíritu. La prisión le ha mostrado el lado más cruel de la persona, pero también le ha abierto una puerta a la búsqueda evangélica. No es suficiente. Al poco tiempo se embarca en una nueva aventura militar como mercenario a las órdenes del conde Gentile en su guerra contra La Pulla. Esta segunda y definitiva aventura guerrera termina a los pocos días con una extraña visión que le hace ver con toda claridad que su camino está totalmente equivocado.
Se inicia un largo proceso de cambio personal, de conversión (aunque él nunca lo denomina así) que empieza por hacer obras de caridad con los pobres y los curas rurales, incluye mucho silencio y oración en lugares apartados y hasta un peregrinaje a Roma. Pero el punto de inflexión es lo que se llama "el abrazo con el leproso". El leproso seguía siendo en la Edad Media el prototipo de marginado social sin ningún tipo de asistencia y viviendo fuera de las ciudades. Este encuentro es desencadenante de una percepción distinta de las propias estructuras personales. No es un descubrimiento de la pobreza o del dolor en sí, sino un descubrir a la persona que sufre y percibir en forma muy aguda e inmediata que la situación del leproso y la suya propia no difieren mucho en el fondo. El hermano Francisco habla en su Testamento 3 de que el trato con los leprosos, inicialmente amargo, se le convirtió en "dulzura". "La dulzura en clave evangélica está también en los leprosos, hombres que sufren en el cuerpo y en el alma una enfermedad terrible, y que sin embargo son siempre positivamente hombres" (G.G.Merlo). A esta percepción personal acompaña otra social. El hermano Francisco descubre de manera insultante el reverso de la nueva sociedad que nacía con aspiraciones de igualdad y en la que él era un privilegiado. Esta nueva sociedad, su ciudad, mantiene y crea nuevas desigualdades y muros: los que viven fuera de las murallas no son personas al verse privados de todo derecho. Por eso Asís, el mundo al que pertenece, no es el lugar humano que pretende ser y de ahí que sienta necesidad de dejarlo. Había descubierto fuera de Asís el lugar de la persona.
Esta nueva visión de la realidad personal se ve confirmada en la revelación que Francisco tiene en el diálogo con el Cristo de san Damián, una experiencia religiosa tenida ante una tabla bizantina que representa a Cristo crucificado y que se conserva hoy en el monasterio de santa Clara en Asís. El hermano Francisco ve en aquel grabado el rostro de la humanidad de Dios. Ese rostro no es semejante al de los socialmente privilegiados, ni al de los señores de la guerra o de la Iglesia; el rostro humano de Dios no es el de los "ciudadanos". Es más reconocible en el de los excluidos que muestran su sufrimiento y no logran implicar a la sociedad; está inmerso en su angustia y la ha tomado sobre sí. Incluso ve con claridad que su propia vida herida es acogida en la cruz de Cristo. La cruz de Jesús respaldaba su visión de la persona en exclusión y las decisiones concretas que de ello van a seguir: tomar el estado de penitente, dedicarse a la oración solitaria, incrementar la caridad con la venta de telas en Foliño, huir de casa temiendo las represalias paternas, terminar en los tribunales del Obispo de Asís hasta poder decir que tiene "otro padre".
Es entonces cuando comienza a traducir el evangelio en modos sociales: caminar entre la gente pobre y sufriente queriendo indicar que ellos también tienen derecho a sentarse en el banquete de la vida, revelar al Dios bueno alejando el temor y recreando el amor y fomentar la reconciliación como camino para la paz, hacer de la exclusión y la pobreza no una maldición sino un lugar de encuentro.
Esta obra de caridad social la inserta Francisco en la evidente realidad de una sociedad en fuerte cambio que tiene como horizonte la libertad y la igualdad civil. Nace el mundo de las ciudades, de la comuna libre de la tutela de los señores, de los comerciantes, de los negocios entre países, del mundo urbano. Pero la gran revolución de esta época es la entrada del dinero en el mundo de los hombres. El dinero lleva a la convicción de que la ansiada liberación de la tutela feudal se trasforma en una nueva opresión: la de las clases sociales adineradas sobre los empobrecidos de la ciudad.
Es en este marco social donde Francisco enmarca su vivencia del Evangelio y la caridad. "Salido del mundo de las comunas, Francisco comparte su ideal de libertad y de asociación. Él mismo pertenece a la clase de los comerciantes que han llevado a cabo la revolución comunal. Sin embargo, pronto descubrirá la otra cara de la nueva sociedad: el dominio del dinero, con sus conflictos y miserias; y se irá abriendo al mundo de los pobres y de los excluidos. Es justamente en ese momento cuando el evangelio revela a Francisco el camino que conduce a una auténtica fraternidad humana. El hijo del rico comerciante da entonces la espalda al dominio del dinero y a la pasión por el poder, y decide seguir el ejemplo de Cristo humilde y pobre. Al hacerlo, asume espontáneamente las aspiraciones y las esperanzas de los hombres de su tiempo, pero purificándolas y liberándolas" (E. Leclerc). El dinero tiende a cerrar de nuevo las puertas a la fraternidad; Francisco trabajará por una fraternidad abierta a todos, donde toda persona, toda realidad, es hermana. Quizá se halle aquí el secreto de la rápida difusión de la espiritualidad franciscana.
Esto es lo que le lleva a realizar un itinerario personal de honda conversión social: el desencanto que experimenta respecto a todo lo que había amado y admirado hasta entones le abre los ojos, le da una nueva mirada sobre la realidad. Desde ahí descubre algo que no había visto o que no se había atrevido a mirar de frente: la desdicha del mundo, precisamente en este mundo de las nuevas comunas tan rico en promesas, pero tan decepcionante para muchos hombres y mujeres. La nueva sociedad, donde los comerciantes y sus hijos son los reyes, esconde muchas miserias. Y al mismo tiempo que aumenta su sed de Dios, Francisco se vuelve cada vez más sensible a esa miseria. Empieza a acercarse con compasión a los más desgraciados, a aquellos a quienes la sociedad de los comerciantes rechaza o ignora: los leprosos, los mendigos, el pueblo bajo de los talleres, del subsuelo.
¿En qué fuente ha bebido Francisco la mística para alimentar esta nueva visión de la realidad? En algo que, con la espiritualidad cristiana actual podríamos llamar la "humanización" de Dios. El Dios que descubre en la cruz no se parece en nada al de los señoríos eclesiásticos; no es el Dios de las contiendas feudales ni de las guerras santas. Tampoco es el Dios de los privilegiados del nuevo orden social, el Dios de los ricos mercaderes. No tiene nada que ver con el dinero y su nuevo poder. No es un Dios dominador. Todo lo contrario: se halla en lo más bajo de la miseria del mundo; se ha sumergido en esa miseria, ha cargado con ella, desborda de ella. Cada uno de aquellos pequeños, aplastado por la sociedad de ayer y de hoy, puede reconocerse con facilidad en Él, pues es su hermano. Dice en una de sus Cartas: "Él (Jesús), que era rico sobremanera, quiso, con la bienaventurada Virgen María, escoger la pobreza". Aquel que compartía la gloria de Dios, compartió su vida con los pequeños y humillados, con los derrotados, los ahorcados y los crucificados de todos los tiempos.
Desde esta manera de ver la realidad, surge en él un imparable deseo: participar en el espíritu del Señor, seguir a su Hijo en su humanidad, en su humildad y su pobreza; renunciar a querer estar por encima de los demás para estar con ellos, para convertirse en uno de ellos, en su hermano menor sin pretensiones de nada.
Esta vía abierta tendrá un gran poder de atracción sobre sus paisanos. Francisco, que jamás pensó en fundar nada, sino en vivir simplemente el Evangelio con los pobres, se ve pronto rodeado de un grupo de amigos que se sienten tocados por ese mismo ideal de vida humilde. Esto "desconcertó" a Francisco y, más todavía, cuando unas mujeres jóvenes, con Clara al frente, decidieron ser "hermanos", vivir el mismo ideal de vida pobre y social. En realidad, había conectado con una gran convicción de toda persona: que lo importante es el corazón y que los bienes han de estar ordenados a ese corazón, es decir, a la justicia y a la solidaridad. Esto le llevó a creer que el ancho mundo podía ser su casa y que incluso el cosmos era lugar de fraternidad real. Su mirada decidida a las pobrezas fue el verdadero motor de su relación humana.
Más aún, de alguna forma, él elaboró una serie de estrategias para escapar de la presión imparable del sistema de las que resaltamos algunas agrupándolas en dos aspectos centrales: ¿qué tipo de economía soñaba? ¿Cómo entendió y vivió el honor social? De ambos planteamientos se puede colegir su manera de entender su perspectiva sobre las pobrezas y la misma caridad:
- En el apartado de la economía: propugnaba el rechazo de todo título de propiedad inmobiliaria e incluso mobiliaria, creyendo que no tener vivienda propia era una manera de vida asequible para su comunidad, como lo era en el caso de los desheredados o de quienes pagaban a un arrendatario. En cuanto al dinero, rechazo absoluto en modos exagerados que indican la enorme prevención contra los peligros que se derivan de su uso (acumulación, ostentación, poder). Prevención grande contra una concepción de la cultura entendida como instancia de superioridad y de poder y prevención también contra una actividad mercantil que exija inversiones a causa de la propiedad. En definitiva, la cuestión no parece estar en si Francisco permitía casas o no, libros o no, dinero o no, trabajos especializados o no. La originalidad estriba en tratar de vivir en modos no sistémicos las realidades en las que se apoya el sistema. Como no sabía elaborar una alternativa más precisa (quizá no era posible en la época) formula su visión diferente en los modos comunes de la prohibición, pero en el fondo palpita el anhelo de un estilo de vida libre, distinto, alternativo.
- En el apartado del honor social: La prohibición de recurrir a la Curia Pontificia en busca de documentos que avalaran su identidad y la consiguiente aprobación social (en una época donde el documento religioso es el único modo de identificación) es entendida como el deseo de ofrecer otra posibilidad de insertarse en el hecho social. La no aceptación de cargos o mayordomías no solamente marca un distanciamiento del peligro que conlleva el manejo del dinero sino el deseo de decir en qué nivel social se quiere uno situar, fuera de los mecanismos de promoción y medre. El componente no clerical del inicio, más allá de discusiones históricas, con que la primera comunidad ha estado amasada, quiere situar a la opción franciscana en ese terreno no fácilmente comprensible por una estructura eclesial a la que el clericalismo le resulta connatural. Las maneras peculiares de evangelizar (tanto con el ejemplo como "no contra los clérigos"), están queriendo dibujar un modo de oferta que se sitúa más en la benignidad y en la complicidad del corazón que en la autoridad de quien puede enseñar; la resistencia a la formulación jurídica de una Regla, como lo muestra el tortuoso proceso que culmina en la regla bulada, indica la prevención para echarse en brazos de la consagración jurídica de un estilo de vida que estaba llamado a la alternatividad.
Nunca se alejaría de esta vivencia básica, por muchas que fueron las vicisitudes de su vida. La penosa última etapa de su vida puede parecer que está centrada en la dificultad con sus hermanos para dar con una regla de vida adecuada. Pero, en realidad, como decimos, es el esfuerzo por preservar la intuición primera: que el descubrimiento de la hermandad con los débiles encaja con la amparadora humanidad de Jesús y con el designio de un Dios menor que quiere una economía de fraternidad, de igualdad y de justicia.
En realidad, Francisco fue un hombre nuevo para una sociedad nueva. Su novedad no radica en el brillo de su discurso o en la fuerza de sus obras, sino en el descubrimiento de la dignidad que anida en el corazón de toda persona y de toda realidad, singularmente de aquellos que más sufren el peso de la opresión y que cargan con las cadenas injustas de una historia de exclusión. Despojar a la espiritualidad franciscana de este componente social de fondo y situarla en un lirismo facilón es hacerle un flaco favor y privar a la vida cristiana de uno de los apoyos importantes que pueden colaborar a una nueva mística de la caridad en nuestro mundo actual.
II. El lado humano y humanizador de la caridad
No cabe duda, como lo hemos indicado, que la visión de la caridad de Francisco se engasta en su experiencia mística, creyente. Para él, como para los escritos del Nuevo Testamento, la caridad es Dios mismo ya que Él se vuelca con amor a la construcción de ese "sueño" (su voluntad) de la fraternidad igualadora. Pero queremos desvelar el lado humano y humanizador de la caridad a través de los comportamientos de Francisco que dejan ver los escritos de la época. Este lado humano puede resultar evocador para la persona de hoy:
1) La caridad política: Quizá pueda parecer excesivo aplicar a Francisco de Asís el tema de la caridad política ya que es un asunto de la moderna doctrina social de la Iglesia. Efectivamente, en varias de sus encíclicas, como Centesimus annus, pero especialmente en Sollicitudo rei socialis, Juan Pablo II se refiere a la solidaridad, en cuanto virtuosa preocupación por el bien de todos, enunciada por León XIII como "amistad" y por Pío XI como "caridad social", y que a su vez Pablo VI redefiniría como "civilización del amor", un concepto que después de varias décadas de cierto ostracismo ha sido reiteradamente recogido recientemente por el Compendio de la Doctrina social de la Iglesia, que le ha dedicado un entero y final capítulo conclusivo. Juan Pablo II ha hablado, en el mismo sentido, de "amor social".
Se puede definir al amor social o caridad social como la afirmación y reconocimiento comunitario benevolente y sacrificado, tanto de los valores existentes en los vínculos y estructuras sociales, como de la participación del bien común correspondiente a los individuos y a los grupos. Esta dimensión pública de la caridad ha sido definida con el concepto de caridad social o caridad política, igualmente utilizado en el Compendio. Veamos este componente en la espiritualidad de Francisco en el concreto aspecto de su posición ante el hondo problema de la violencia política y social:
Francisco ha sufrido en sus propias carnes la violencia del sistema en una de sus formas más puras: contribuyendo a la guerra. Efectivamente, como hemos indicado más arriba, él participó de forma activa en la batalla de Collestrada en la que el ejército de Asís fue vencido en 1202, al comienzo de una larga guerra contra Perusa. A resultas de ella estuvo prisionero casi un año y volvió a su casa enfermo del cuerpo y derrotado en el alma. No obstante ese quebranto no fue suficiente para hacerle desistir en su insensata búsqueda del triunfo. A menos de dos años de estos hechos se unió a la expedición del conde Gualterio de Brienne, el llamado "conde Gentile", en la guerra contra la Pulla. Una fuerte experiencia de desorientación vital unida a la enfermedad le hizo volver rápidamente a Asís.
A partir de ahí su vida será una apuesta concreta y activa por el camino de la paz. Intervendrá en diversos conflictos de las ciudades de su entorno: Asís, Gubio, Perusa, Siena, etc. Su mediación se asienta sobre la certeza de que el único camino para solucionar diferencias ha de ser el diálogo, el respeto y la comprensión. Cuando, por ejemplo, hable de la violencia en la ciudad de Arezzo, tratará a los contendientes de "endemoniados" y la paz será similar a la expulsión de demonios. Por otra parte, su opción por un pacifismo vital se plasmó en el saludo de Paz, firmemente recogido en la Regla y que Francisco defendió proféticamente cuando los hermanos creían que esa actitud no era salvaguarda realista contra los ataques de quienes les confundían con gente sospechosa. Todo ello está indicando su visión de un modo de vida anclado en la paz. Es proverbial y cosa conocida por todo franciscano el gesto profético que acompañó su participación en las Cruzadas cuando la toma de Damieta en febrero de 1219. Dice san Buenaventura que el consejo de Francisco a las tropas cristianas para que abandonasen el camino que les iba a llevar a la ruina no fue escuchado. El desastre fue total "de modo que el número de muertos y cautivos ascendió a seis mil". Se despreció la "sabiduría del pobre" y el resultado fue la ruina.
De estos sucintos datos se desprende que la reacción de Francisco ante la violencia del sistema, y en la que él mismo ha llegado a participar, es la que hoy denominaríamos como no violencia activa. La opción de Francisco, en efecto, no puede diluirse en un pacifismo interior que no se concreta en nada. Es cierto que quizá fuera más pacífico que pacifista, en el moderno sentido de la palabra. Como dice José A. Merino, Francisco desarrolló una especie de estrategia pacifista. Así queda mostrado en la Regla de la Tercera Orden en la que se prohíbe a los franciscanos seglares, llevar ninguna clase de armas, hacer juramentos de componente bélico y se les anima a testar para evitar el abintestato que lleve a engrosar las arcas de los señores de la guerra.
Además, las fuentes franciscanas han sido prolijas al dibujar las actitudes de Francisco en relación con las comunidades de violencia, los grupos minoritarios en el medioevo. La relación con los leprosos, como hemos dicho, constituye el núcleo de su conversión. En la solidaridad con ellos, se da en Francisco un cambio de perspectiva vital, una especie de opción de clase. La sintonía con ellos indica la dirección del sufrimiento asumido y de la solución de liberación de la marginación que se proponía. Con los fuera de la ley su posición es clara: dice en su Regla que el franciscano ha de estar contento cuando vive con gente de baja condición y despreciada, con los pobres y los débiles, y con los enfermos y leprosos, y con los mendigos de los caminos. La total solidaridad es la respuesta a los colectivos marcados por el sufrimiento que engendra la violencia social. Con la mujer, que ha sufrido en la Edad Media por el abuso de todos los instrumentos de poder, incluida la Iglesia, más allá de los documentos formales donde impera la sensibilidad opresora de la época, Francisco ha tenido un trato humanizador e igualitario. Con los herejes, ante los que Francisco ha tenido tanta prevención, no se encontrarán ni en él ni en sus compañeros (caso de san Antonio, paradójicamente canonizado como malleus hereticorum cuando en sus sermones no habla nada de ello) ninguna condena ni maltrato sino una actitud pacífica ante el hostigamiento ante el que a veces fueron objeto. Con los sarracenos, ámbito de violencia y fuerte fundamentalismo en el medioevo, más allá de la reiteración de las fuentes, tanto propias como extrañas, en afirmar el fervor misionero ante los musulmanes y el consiguiente menosprecio de su religión, lo cierto es que tanto Francisco como la tradición franciscana más pura han guardado un manifiesto nivel de tolerancia y de aprecio al mundo islámico. Con los hermanos díscolos, aunque les aplica la dura normativa vigente en sus documentos legales, en otros más fraternos, como la Carta a un Ministro, deja ver el verdadero fondo de acogida y de tolerancia con quien anda por las sendas del extravío fraterno. Francisco nunca dejará de considerar hermano a quien se aleja del grupo.
A nuestro modo de ver, todas estas actitudes tienen a la base una percepción de la persona que provoca un tratamiento novedoso: se mira al otro desde el lado de la dignidad y la igualdad. Francisco cree que, dado que la dignidad la otorga el mismo Dios, no puede perderse ni siquiera por comportamientos cuestionables morales o religiosos. Y si la igualdad es piedra sobre la que se asienta la verdad de la vida, en el fondo, todos estamos hechos con los mismos componentes y autoafirmarse poniéndose por encima del otro no deja de ser una insensatez. Esta manera de pensar es la que le posibilita a Francisco una conexión con los colectivos minoritarios en los que se ceba la violencia social y lo que le hace tratar de vivir en maneras que mantengan la utopía de la dignidad y la igualdad en esos colectivos marcados y oprimidos.
Concluimos, pues, que los parámetros en los que, según la espiritualidad franciscana, habría que encajar y vivir el sufrimiento que brota de la violencia son éstos: a) la no violencia activa que sabe conjugar la pasión por la paz y la conciencia de que siempre se puede aportar algo al logro hoy inabarcable de un horizonte de paz y de tolerancia; b) la dignidad y la igualdad como base irrenunciable en el tratamiento de los conflictos humanos para saber mirar la realidad de la persona por encima y más allá de sus comportamientos morales huyendo de una mentalidad justiciera y, a la postre, vengativa; c) la certeza de que la fraternidad es la vocación básica de la vida humana por muchos que sean los ultrajes que a nivel personal y cósmico infiramos a la familia humana y a la creación; d) la benignidad que sabe calibrar el fallo con lucidez y justeza, pero que sabe también envolver ese fallo en la dinámica del amor y darle una orientación nueva. Este camino es, lo reconocemos, una utopía que no pocos tacharán de angelismo. Pero ahí se halla justamente el desafío del franciscanismo.
2) La caridad social: No cabe duda de que Francisco tiene una visión ahondada de las pobrezas sociales. No le despista la dureza histórica y sabe leer la inalienable dignidad que anida en toda realidad humana, sobre todo en las personas en las que tal dignidad está más oscurecida. De ahí que esté convencido de que "hablar mal de los pobres es hablar mal de Jesucristo". Por eso no toleraba ninguna puya contra los débiles sociales, más allá de sus evidentes limitaciones que podían dar pie a quejas o recriminaciones.
Además, tiene una gran lucidez en su escala de valores, ocupando el primer lugar la dura realidad de los empobrecidos, por encima de cualquier imperativo religioso. Es elocuente aquel pasaje en que, para ser fieles a la pobreza, lugar de encuentro con los pobres, y antes de acumular dinero, es preferible vender los manteles del altar. O aquel otro, todavía más sorprendente, en que se da a la madre pobre de dos religiosos el libro de los Evangelios para que lo venda y remedie así su necesidad: "Creo firmemente que agradará más al Señor que demos el Nuevo Testamento que el que leamos en él". Pone aquí Francisco el acento sobre lo esencial, que es la dignidad de la persona, por encima del culto y de la misma Palabra.
Hay en las antiguas fuentes franciscanas un relato ingenuo, pero profundo y aleccionador, que puede iluminar lo que decimos. Había, en tiempos de Francisco, una pequeña comunidad en la localidad de Borgo san Sepolcro. A ella solían venir con frecuencia unos ladrones de poco éxito a pedir comida, tan grande era su hambre. Los hermanos estaban divididos: unos decían que no había que darles de comer porque eran unos criminales; otros decían que sí había que darles, ya que pasaban mucha hambre y también eran personas. Un día que san Francisco vino a visitar aquella fraternidad, los hermanos le plantearon la cuestión. Francisco diseñó esta llamativa estrategia:
- - Primera fase: hay que ir donde viven los ladrones, al bosque, no esperar a que ellos vengan azuzados por su necesidad. Tomáis una cesta, ponéis en ella un mantel, buen pan y buen vino. Vais al monte, extendéis el mantel como si fuera una mesa de "señores" (los frailes de la época jamás comían con mantel), les servís con rostro alegre y cuando hayan comido les pedís una cosa: que, aunque sigan robando, respeten, por favor, la vida de las gentes. Ellos, dice Francisco, por la humildad y afecto con que les habéis servido seguro que os harán caso.
- - Segunda fase: al tiempo, sin que ellos hayan venido, volvéis a tomar la cesta, poniendo el mantel, pan vino y, enriqueciendo el menú, huevos y queso. Extendéis el mantel, les servís la comida con buena cara y, cuando hayan comido bien, les hacéis una segunda petición: que dejen esa vida inhumana que además no les renta nada, que crean de verdad que también para ellos hay una segunda oportunidad. Ellos, dice Francisco, os harán caso por el amor con que los habéis tratado.
La florecilla es ingenua y termina diciendo que aquellos temibles bandidos no solo abandonaron su mala vida, sino que algunos ayudaron al convento llevándoles, de vez en cuando, unas cargas de leña. Más aún, dice que alguno de aquellos truhanes entró en la Orden. Por encima de la anécdota se dibuja en todo este relato una forma de comportamiento con los empobrecidos que puede sernos útil a nosotros: Hay que encontrarse en su terreno, no estar siempre aguardando que vengan a nosotros. Hay que frecuentar sus inquietudes, sus valores. No es de recibo la actitud de quien piensa que son ellos quienes tienen que "volver al redil". Es preciso ser generosos con ellos no tanto en cosas materiales cuanto en actitudes interiores. Es necesario comprenderlas como personas absolutamente dignas en todo, completas, aunque no crean en Dios, con cualidades morales muy valiosas y útiles para nosotros los creyentes. El verdadero valor de la persona no es la religión a la que pertenece sino la humanidad de su corazón. Es preciso relacionarse con ellos en modos alegres, sin acritud, sin ningún tipo de recriminación, con palabras amables y, por supuesto, sin ninguna clase de superioridad. Quizá incluso, debido a que, en otras épocas, la religión ha sido una instancia opresora, será necesario también aguantar un poco las bromas a veces hirientes que nos dirigen percibiendo que es una justa reacción a un comportamiento, el nuestro, poco evangélico y por ello injusto. No hemos de abrumarles con sermones y tendremos que coincidir con ellos no tanto en el ámbito religioso cuanto en el de la humanización de la vida.
3) La caridad cósmica: Puede ser que haya a quien esto de la "caridad cósmica" le suene a una especie de secta. Y no andará totalmente equivocado. Eugenio Siracusa fue un siciliano que fundó la "Fratellanza Cosmica", un movimiento cuyo lema era "non siamo soli" (no estamos solos), haciendo alusión a la relación de la persona con todo el universo. Pero nosotros queremos hablar de la espiritualidad franciscana. Efectivamente, se podría sintetizar el pensamiento de san Francisco diciendo que él pretendía construir la caridad cósmica, la integración de todos los elementos del coro de lo creado. El franciscano E.Leclerc ha escrito un comentario al Cántico de las Criaturas donde dice: "Rehusar la fraternidad con la naturaleza es también, en definitiva, hacernos incapaces de fraternizar entre humanos". Así, un hombre capaz de experimentar vitalmente esa fraternidad cósmica es un ser reconciliado, consigo mismo, con sus raíces y con los demás hombres: ¿Acaso fraternizar con todas las criaturas no es optar por una visión del mundo en la cual la conciliación triunfe sobre el enfrentamiento? ¿No es abrirse por encima de todas las separaciones y las soledades, a un universo de comunión, en un gran hálito de perdón y paz? El mundo pasa, de este modo, de ser un objeto a dominar y poseer, a conformarse como una realidad maravillosa en la que el hombre es admitido para vivir y cooperar en la creación con todo lo que vive. Cuando al depuesto y carismático obispo J.Gaillot le preguntaban cuáles eran sus sueños, respondía: "Sueño con ver a la fraternidad abarcando a todos los vivientes de la naturaleza. Porque somos habitantes de la tierra. Pertenecemos al cosmos. Fraternidad humana y fraternidad cósmica están ligadas".
L.Boff ha escrito profundas reflexiones sobre la evidencia de nuestro ser tierra, una nueva manera de enfocar nuestra pertenencia a la tierra. Él dice que esa nueva manera no podrá surgir sin tener una experiencia eco-espiritual: "Vivir en la globalidad del ser, en el sentimiento que se estremece, en la inteligencia que se ensancha infinitamente, en el corazón que queda inundado de conmoción y ternura: eso es hacer una experiencia eco-espiritual". No se trata de sentimentalismos superficiales. Esta actitud lleva implícita un gran cambio: "Durante siglos hemos pensado acerca de la Tierra. Nosotros éramos el sujeto de pensamiento y la Tierra su objeto y contenido. Después de todo cuanto hemos aprendido de la nueva cosmología, es importante que pensemos en cuanto Tierra, que sintamos como Tierra y que amemos como Tierra. La Tierra es el gran sujeto vivo que siente, que ama, que piensa y que sabe que piensa, que ama y siente por nosotros y a través de nosotros". Esta honda experiencia espiritual es necesaria para avanzar en el camino de fraternidad cósmica.
No nos cabe ninguna duda de que Francisco de Asís ha sido persona eximia y hasta pionera en esta manera de vivir en la globalidad del ser. Vamos a destacar algunos textos que nos iluminan:
- Francisco, dicen sus fuentes, "se sentía arrastrado por el amor a las criaturas". Es una atracción irresistible. Sin grandes argumentos ni científicos ni teológicos, por vía de la intuición y del simple amor, Francisco ha descubierto la maravilla de pertenecer al conjunto de lo creado. Ha tenido una visión global, holística, de la creación. Y la ha vivido en formas simples, cotidianas, ingenuas incluso, pero profundamente experienciales. Por eso, a muchas personas no les ha producido estupor o risa una manera de vivir tal, sino que, por el contrario, ha generado en ellas una admiración y atracción capaz de reproducir en su propia vida aquel amor sencillo y hondo de Francisco por la creación y el gozo de hacer parte de esta aventura.
- Como era propio de la espiritualidad medieval, los autores franciscanos quieren presentarnos la figura de un Francisco que "desprecia" al mundo, cuando en realidad era para él la evidencia del amor de Dios a la persona. En las mismas expresiones de menosprecio aparece esa experiencia admirativa y agradecida por la creación: "Este feliz viador, que anhelaba salir de este mundo, como lugar de destierro y purificación, se servía, y no poco por cierto, de las cosas que hay en él", dice su biógrafo Tomás de Celano. De modo que Francisco se servía de las cosas porque él sabía que el camino de las cosas es camino al secreto del amor del Padre. Si no hubiera creído eso habría abandonado la senda y el mismo uso de la creación. Por eso mismo, su utilización de las cosas fue moderado, respetuoso, amable y agradecido, como quien usa la ayuda que le ofrece la persona amada.
- Cuando Francisco ensalzaba el valor de lo creado afirma taxativamente: "Debemos alabar especialmente al Creador por el don de las criaturas de las que nos servimos todos los días", afirma en cierto lugar. Las criaturas entran así en el coro de la alabanza. Es, por nuestra parte, como un pago, una gratificación agradecida, por el uso que hacemos de ellas. Y no solamente por eso, las criaturas son camino de alabanza a Dios, instancia de conexión con el Padre, certeza de que su amor se sigue derramando en nuestra existencia. Son ayuda para la experiencia creyente.
- Animaba Francisco a que el hortelano de la casa cultivara también flores porque, aunque haya quien las crea inservibles, dicen con el lenguaje de su belleza, una verdad grande: "Toda criatura pregona y clama: ¡‘Dios me ha creado por amor tuyo, oh hombre!'". Francisco ve que la causa de tanta belleza es, justamente, el amor de Dios a la persona. Al descubrir esto, cualquier criatura, por inservible que se crea, es lenguaje de Dios para la persona.
Sabemos que el paso de la especie humana por la tierra tuvo un comienzo y que, con toda probabilidad, tendrá un fin. La creación estaba ya antes y quizá se quede sin nosotros en el futuro cuando nuestro ciclo vital se acabe. Pero lo cierto es que la orientación de la creación hacia su plenitud depende en gran parte de nuestras buenas relaciones con ella. Ojalá podamos vivir lo que Francisco nos enseña: que la tierra es nuestra casa, que ha puesto a nuestro servicio todo su potencial para que vivamos con ella en modos fraternos y respetuosos. Más aún, tal vez comprendamos un día que, junto con Jesús, la tierra ha sido la gran pedagoga de nuestra fe: nos ha enseñado que el amor del Padre se derramaba día a día, minuto a minuto, sobre nuestra vida.
III. Derivaciones
Vamos a terminar tratando de hacer algunas derivaciones que puedan ayudar al lector de hoy a animar en su vida las tareas de caridad solidaria. Mucho del bienestar humano y material de la vida de los débiles sociales depende del grado de sensibilización que en materia de justicia y solidaridad vayamos adquiriendo. Son, como hemos dicho, trabajos en las raíces que, a su tiempo, pueden dar hermosos frutos.
- Un lenguaje curativo: "Si las palabras curan, que hablen...", dice M. Rosell. Porque las palabras, cuando van llenas de verdad y de amor, tienen un gran valor terapéutico. Los caminos de la violencia y del hondo sufrimiento necesitan palabras ajustadas, verdaderas, amables, perdonadoras, curativas. Muchos de los conflictos humanos tienen en su origen la realidad de palabras duras e hirientes que activan el problema y desencadenan una ola de sufrimientos que amenaza con anegar el todo de la vida.
- Una presencia participativa: Porque el daño solamente puede repararse allí donde se sufre ese daño, los cristianos no habrían de temer insertarse en esos lugares del mal necesitados de curación. La profecía solamente puede ejercerse desde los lugares de periferia en los que se instala la necesidad y en donde se descubren las posibilidades ocultas. Esa presencia colaboradora habría de apuntar, en principio, a todos los campos de la realidad social, incluido el político, cuya peligrosidad sería preciso desmitificar.
- Con los crucificados de la historia: La espiritualidad cristiana y sobre todo la acción social dan resultados completamente distintos si se hace desde el afán por bajar de su cruz a las personas y pueblos que una historia injusta ha colocado en ese patíbulo. Las bienaventuranzas, el programa de Jesús, no pueden ser un narcótico para las situaciones de injusticia social, sino una bomba en la línea de flotación de un sistema que genera náufragos. Abandonar esta orilla es arriesgarse a que la propuesta de Jesús pierda su sentido y se diluya en una espiritualidad sin consecuencias que llegue a ser religión del sistema, justificadora de sus excesos. Como dice E. Schillebeeckx la pregunta decisiva es "¿qué lado eliges entre el bien y el mal, entre los oprimidos y los opresores?".
- Desde una vida apasionada: A las grandes violencias no se les ataja con argumentos mediocres; los sufrimientos de hondo calado no se curan con rutinas. Por eso mismo, la pasión ha de animar todo el trabajo solidario de los cristianos. Por eso, mientras no abramos la cabeza, el corazón y nuestros planes de vida a esta espiritualidad, lo que podamos decir serán poco menos que palabras al aire. Aquí la pasión es la medida de nuestro verdadero interés y sin ella todo esto queda desleído.
- La fuerza política del amor: Ninguna formación política incluirá en su propaganda el amor como eje central de su manera de ver la vida. Sería impopular y no produciría ningún voto. Y, sin embargo, el amor tiene una fuerza imparable y, de hecho, lo más válido del mundo se mueve gracias a él, aunque los opresores crean que es la fuerza y el dominio quienes controlan las vidas. El seguidor de Jesús habría de creer, como lo hicieron Gandhi y otros "políticos del amor", que amar no es solamente un acto de virtud sino de política. Es decir, activar el amor lleva a elaborar planes concretos de actuación capaces de perforar la coraza de la violencia y de limitarla disminuyendo así su capacidad destructora.
- No temer la humanización de Dios: Ante la actual secularidad, hay una reacción típica entre creyentes: salir en defensa de la divinidad de Dios y de Jesús, como si eso dependiera de nosotros. Da la impresión de que la humanización de Dios es una traición a la espiritualidad cuando no es otra cosa que reafirmar el misterio de la encarnación de Jesús. Pero, para el trabajo social desde el lado creyente, la cuestión es decisiva. Así es, no percibir con agudeza la total apuesta por lo humano que Dios ha hecho en Jesús, su inmersión en los sótanos de la vida, su poner su tienda en las bases de la historia (Jn 14,23) es arriesgarse a pensar que la acción social es un derivado de las exigencias religiosas, cuando en realidad es el núcleo de la opción del mismo Dios por la historia. Nos parece que este cambio de paradigma resulta imprescindible para elaborar una nueva espiritualidad social desde el lado cristiano.
- Ecumenismo social: Es otra forma de decir la fraternidad universal que constituye el sueño último de Jesús (lo que él llamaba "reinado de Dios") y de personas evangélicas como Francisco de Asís. Un tal ecumenismo es la actitud profunda de quien se siente bien siendo creatura y humano y eso le lleva, sin mediaciones, a considerar a las personas y a las creaturas como miembros reales de su familia contra quienes jamás estará permitido usar de ningún tipo de violencia. Mientras este sentimiento y perspectiva de fraternidad no llegue a adueñarse del creyente, las dificultades para colaborar con quienes se hallan más en los márgenes surgirán por doquier. Pero si uno se siente a gusto en la casa de lo creado, si tiene por una suerte la aventura humana, si desvela que todo corazón puede ser casa propia, es entonces cuando puede brotar una acción social humanizadora. Aparece nítido el esplendor oculto de lo humano y eso hace de motor principal de la acción social.
- La lucha por la dignidad: Larga de siglos, llena de peripecias, de no muchos logros, pero siempre necesaria y más cuando el perfil de la dignidad humana corre el riesgo de desaparecer por causa de la inhumana violencia ejercida contra los pobres. Es entonces cuando resulta necesario reafirmar la certeza de que si se pierde la conciencia de dignidad (ya que la dignidad como tal no se pierde en ningún caso) el abismo se abre a los pies del hombre. Por el contrario, cuando la dignidad está presente, como ocurre en el caso del mismo Jesús, se puede hacer frente a cualquier opresión, incluso a aquellas que vienen consagradas por el sistema.
- Profesión de amor a la tierra: Una "profesión de fe" que nos resulta tan necesaria o más que las que hacen referencia a cualquier credo religioso. ¿Cómo vamos a ser solidarios con quienes habitan una tierra a la que no amamos? ¿Cómo vamos a derramar afecto, ternura, y amparo si la pertenencia a la historia nos desata en nosotros el agradecimiento más hondo? Mucho vinagre se ha vertido sobre la tierra y sus heridas, agrandando con ello su dolor. Es hora de derramar bálsamo, comprensión, solidaridad y agradecimiento. En esta clase de "raíces" puede hallarse el secreto de ulteriores acciones sociales de nuevo signo.
- Creadores/as de utopía: Hace tiempo que los augures del neoliberalismo vaticinaron la muerte de las ideologías y de las utopías. Pero lo cierto es que las utopías mantienen en vida este pobre cuerpo de la historia tan maltratado. Cierto que las utopías sin caminos concretos de vida serían un engaño y provocarían todavía un desaliento mayor. Pero la vida sin utopías está expuesta a las mayores opresiones. Por eso, quienes aprecian la espiritualidad franciscna, herederos de un legado, aquella "sabiduría del pobre" que tampoco en tiempos de Francisco tuvo mucho éxito, habrían de trabajar por el mantenimiento y puesta en práctica de cualquier utopía que lleve al hermoso logro de la erradicación de la violencia y a la extinción del sufrimiento.
Mirando a Francisco y Clara de Asís vamos entendiendo que el verdadero núcleo de su espiritualidad no es ni la pobreza, ni la contemplación, ni la alegría, etc., con ser estos valores centrales de su carisma. Es en el anhelo de la fraternidad universal donde se halla la cota más alta de su mensaje. La certeza, verdadera fe, en que las personas podrían ser hermanas entre sí e incluso con la creación es lo que ha alimentado el sueño más íntimo de la vida evangélica de los hermanos primeros. Así lo han experimentado muchas personas sacudidas fuertemente por la duda de la imposibilidad de ese logro. "Este hombre luminoso, escribe el franciscano E. Leclerc que convivió con la muerte en largos años de prisión en los campos de concentración nazis, puso en mi corazón el sol y, junto con el sol, toda la creación. Yo me he vuelto hacia él y le he preguntado por el secreto de la verdadera fraternidad humana". Quizá ese secreto no sea otro sino aquel que cree en la enorme verdad del valor innegociable de toda persona dotada de dignidad por el amor del Padre.
Desde ahí quizá sea posible mantener vivo el sueño increíble, y más increíble cuanto más se sufre, de una sociedad sin violencia y sin sufrimiento, sin llanto ni dolor, como dice y sueña Ap 21,4. Francisco y Clara de Asís nos empujan hoy en esa dirección. Y si queremos ir construyendo una acción solidaria de nuevo cuño, quizá haya que adentrarse más en la senda de la inagotable fraternidad que los santos de Asís anduvieron con una decisión que todavía nos estremece.
Conclusiones
Hay personajes históricos que, desde diversos lados, han sido pioneros de la fraternidad y de la humana solidaridad con quienes son excluidos del justo banquete de la vida. Francisco de Asís, quizá sin pretenderlo explícitamente, ha sido uno de ellos elaborando una hermosa espiritualidad social por vía de una fe humanizadora. Así es, su mirada honda de fe y su percepción de las estructuras elementales de lo humano han tenido como consecuencia un indestructible pacto de familiaridad, amparo y decidida lucha a favor de quien está en condiciones sociales de desventaja. Este es el valor que hoy habría de poner en pie quien se siente admirador del pobre de Asís. Él mismo lo advertía con una agudeza que todavía nos admira cuando decía: "es grandemente vergonzoso para nosotros los siervos de Dios que los santos hicieron las obras, y nosotros, con narrarlas, queremos recibir gloria y honor". Este tipo de mística social no necesita tanto admiradores cuanto seguidores.
Una espiritualidad como la descrita es muy útil para este "tiempo de torbellinos" en el que nos hallamos metidos. El peligro del torbellino es que uno quede absorbido por él. Pero la solidaridad que se basa en la dignidad y que la percibe con viveza en los lados ocultos de lo humano puede hacer frente al vértigo de cualquier torbellino. Le ampara la certeza de que esto ha funcionado en personas como Jesús, Francisco de Asís y tantos otros. Y tal certeza se ve reforzada por la evidencia de que el nivel de humanidad se eleva cuando la suerte de los pobres está más cerca de la justicia a la que es acreedora.
El hermano de Asís es hermano de todos. Nadie tiene el privilegio de acapararlo. Es de todos porque se inscribe en el movimiento histórico de liberación que acompaña el caminar humano y cósmico desde sus orígenes. Es de todos porque apropiarse de él, como quien se apropia del amor, es arriesgarse a perderlo. Al ser de toda persona, los valores de la gran fraternidad humana y cósmica pueden ser lugar de encuentro para toda persona que se sienta atraída y enamorada por el simple hecho de ser creatura. Es entonces cuando el esplendor oculto en lo humano nos deslumbrará, hasta el punto de que tal resplandor nos llevará directos a aquella otra luz que da brillo al rostro del resucitado, Jesús de Nazaret.
Bibliografía de referencia:
- F. AIZPURÚA, Una luz entre la niebla. Respuestas franciscanas para preguntas de hoy, Ed. Aránzazu, Oñati 2005; Retos del franciscanismo para el siglo XXI, Ed. Tenácitas, Salamanca 2010.
- L. BOFF, Ecología. Grito de la tierra, grito de los pobres, Ed. Trotta, Madrid 1996.
- J.M.CASTILLO, La humanización de Dios. Ensayo de cristología, Ed. Trotta, Madrid 2009.
- E. LECLERC, Francisco de Asís. Un hombre nuevo para una sociedad nueva, Ed. Sígueme, Salamanca 2006.
- A: TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la realización del hombre, Ed. Cristiandad, Madrid 1987.
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