PALABRAS PARA UNA MIRADA
PALABRAS PARA UNA MIRADA
(Las miradas de Jesús)
¿Pero cómo saber, sin la mirada,
la hermosura del bosque, la grandeza del mar? (F. Brines)
¿Cómo saber sin la mirada de Jesús la hondura de su humilde grandeza? Las cristologías ahondan en los componentes más profundos de la realidad espiritual de Jesús, pero desdeñan los matices de componente antropológico. ¿Cómo saber de Jesús sin conexión con el Padre? Y ¿cómo saber de él sin mirar a sus ojos? Por suerte, los evangelios nos han transmitido muchos matices de las miradas de Jesús. De tal manera que, incluso a través de textos tan “manipulados”, podemos hacernos una idea de aquellos ojos, de aquella luz. Y la mirada será la puerta de sus sentimientos (Filp 2,6). Queremos escribir algunas palabras para aquella mirada. La pintura desvelará el fulgor de sus ojos.
1. La mirada de Dios (Jn 1,2)
Podemos decir que los ojos de Jesús desvelaban los ojos insondables del Padre. Dice el prólogo de Juan que el Logos estaba pros ton theon: vuelto a Dios (Jn 1,2). Cara a cara, aprendiéndose el uno al otro, prendándose el uno de otro, copiándose la mirada para poder mirar, ambos dos, de igual modo. Hundiéndose uno en el mar del otro.
Por eso Jesús es revelador de la mirada del Padre. Lo suyo no es traer normas, leyes religiosas, prescripciones rituales, mandatos ante los que hay que doblar, quiérase o no, la dura cerviz. Lo suyo es traer el brillo de una mirada, el color y el calor de unos ojos que abrazan, la compasión que envuelve el mirar de quien ama.
Algo de eso debió captar la gente que le seguía. Quizá lo que les envolvía no era la profundidad de sus pensamientos ni los postulados doctrinales. Percibía la gente en sus ojos la mirada del mismo Dios. Y descubría en ella el anhelo más hondo de sus corazones, aquel que decía: Dios te mira bien, Dios te acoge en su mirada.
San Pablo tiene un pensamiento profundo: cuando sueña con el abrazo del Padre en el más allá de la historia dice: veremos a Dios prosôpon pros prosôpon, “rostro frente a rostro”. Entonces reconoceremos la misma mirada que vimos en los ojos de Jesús, la mirada como un beso que apacigua. Solo el amor podría intentar reproducir en un cuadro la mirada de Dios en los ojos de Jesús.
2. Una mirada de amor perdida: el joven rico (Mc 10,21)
Se acercó a él con la mirada enfebrecida. Por eso fue corriendo y se postró. Tenía dentro un azogue que le devoraba. Se sabía bueno, cumplidor de los mandamientos pero aspiraba a entregas más hondas. Con la candidez de la verdad le dijo al maestro que había cumplido la pesada carga de los mandamientos desde joven. Emblepsas auto, se le quedó mirando entre extrañado y regocijado.
Y no solamente eso: êgapesên auton¸le mostró su amor (Mc 10,21). En aquella mirada le mostró su amor, le habló de amor con la mirada. Le vino a decir: tú eres de los que pueden ser de mi grupo, de los que me sigan. E hizo, como solía, algún gesto de amor; quizá le echara el brazo a los hombros, como lo hacía con los niños a los que “abrazaba”, con los brazos y con los ojos.
Pero aquella mirada no fue suficiente y se perdió porque el muchacho se marchó “entristecido”. Allí aprendió Jesús que su mirada hacía parte de su humilde condición de pobre y que no tenía los recursos que él hubiera deseado. Era la mirada de alguien que amaba, pero humilde y de pobres fuerzas. No fue capaz de animar a la entrega generosa. Los suyos acogieron su desaliento. ¿Con qué colores, con qué nieblas, con qué velos habría que pintar la mirada perdida de una oferta de amor que no cuajó?
3. Una mirada para un cambio de rumbo: Zaqueo (Lc 19,1-10)
¿Por qué “levantó la vista” (anablepsas)? ¿Qué vio Zaqueo, el corrupto, en aquellos ojos? Se podría haber esperado menosprecio, condena, rechazo y asco. Era un jefe de recaudadores, un supercorrupto. Por eso le hicieron jefe. Zaqueo había visto muchas veces el odio en los ojos de aquellos a quienes extorsionaba.
¿Qué había en aquella mirada? ¿Cuánto de comprensión, de verdad y de acogida? ¿Qué le hizo decir “quiero hospedarme en tu casa”? Aquella mirada le desarmó. Era la mirada de quien quiere entrar al corazón pasando por alto, si hiciere falta, las más fuertes limitaciones. Primero el corazón, luego los arreglos de cuentas.
Se puso en pie en medio de banquete y “se dirigió al Señor”. No le importaban los comentarios ajenos; siempre habían sido negativos. Pero él quería dirigirse a aquellos ojos, él quería entrar en comunión con aquella mirada. Y se dio el cambio de rumbo con una generosidad que no prescribían ni las normas legales de devolución de lo robado.
Era la mirada del que dice: tú no eres solamente tu mal, tu pecado, tu injusticia. Hay en ti algo más que eso y quiero mirar primero eso y luego hablaremos de lo otro. Hizo Jesús con él aquello que decía la vieja profecía de Miqueas: “Dios arroja nuestros pecados al fondo del mar” (Miq 7,9). Y luego, mira a los ojos de la oculta bondad, de la fuente secreta de la belleza. ¿Cómo poner color a la mirada entusiasta de Zaqueo y a la mirada de Jesús que llega a tocar el alma?
4. La mirada enamorada a lo creado: los lirios y los pájaros (Mt 6,26-28)
No vamos a hacer de la mirada de Jesús la mirada la de un ecologista de nuestros días. Pero él pertenece a una cultura agraria en la que mirar las criaturas es tarea diaria porque aún no se había separado definitivamente el camino humano de la senda de los otros seres. Por eso él creía que las hermosas criaturas pueden enseñarnos lecciones de vida. Su mirada no es solamente estética, sino también sapiencial.
Emblepsate eis ta peteina tou ouranou…katamathete ta krina: “Mira los pájaros del cielo…mirad los lirios de campo” (Mt 6,26.28). Jesús creía que la pobreza que abre las puertas del corazón encuentra un enemigo en las excesivas preocupaciones. Hay que moderar esas preocupaciones si no, la ambición terminará por devorar tus entrañas.
Y propuso aquella terapia sencilla: mirad a los pájaros, mirad a los lirios. Los lirios trabajan duramente para construir su belleza bebiendo, día a día, los nutrientes de la tierra que los hacen bellos. Pero no hilan. Los pájaros se desviven por buscar cada grano que entra en su boca. Pero no almacenan y viven. Para controlar las excesivas preocupaciones hay que mirar la belleza del lirio humilde y el arco de ballesta del pájaro. Mirar a las criaturas para aprender de ellas.
Solamente una mirada enamorada puede aceptar este tipo de argumentaciones. Una mirada de enamorado cándido, de brillo en el rostro que no ha perdido la ingenuidad. Una mirada que brota de aquel niño que no dejó de vivir en el fondo del alma.
¿No pensaba en algo de esto cuando decía Jesús “haceos como niños”? ¿Se podría plasmar en una tela la mirada cándida de Jesús a los lirios y a los gorriones? Esa mirada habría de tener el color del viento, el brillo de un rayo de sol, el sonido murmurante de la fuentecilla oculta en la maleza?
5. La mirada airada por la ausencia de compasión: el hombre del brazo atrofiado (Mc 3,1-7a)
Es verdad que Jesús había dicho “son dichosos los sometidos” (Mt 5,5); él mismo se definió como “manso de corazón” (Mt 11,29). Y había prevenido fuertemente con quien se aíra con su hermano (Mt 5,22). Pero aquello era distinto.
Se airó por la falta de compasión: epi tê pôrôsei tês kardias autôn. El corazón era duro porque el hombre del brazo atrofiado era un excluido de la sociedad, un descartado. Solo había una respuesta ante aquella dureza: una mirada de ira, una censura fuerte por razones de humanidad. Echó la mirada “en torno”, porque aquel era un círculo de inmisericordia, de exclusión, de legalismo religioso inhumano.
No es la ira del Dios iracundo, del Yahvéh sediento de sangre, de la divinidad que reclama para ella honores e inciensos. Es la ira de quien se siente herido en el fondo de su humanidad, de quien no está dispuesto a transigir con la certeza de que la persona tiene dignidad y no precio.
Por eso, nadie se opuso al destello de aquella mirada iracunda: el hombre se puso en medio, extendió el brazo y fue reconocida su dignidad mancillada, fue barrida su exclusión social. Una mirada de ira que reivindica la compasión. ¿Con qué fuego pintar el brillo de mirada airada de Jesús? ¿Qué colores habrá que mezclar para pintar esta mirada airada por la ausencia de compasión? Fuego y amor mezclados, azul y rojo entreverados.
6. La mirada conmovida: la viuda de Naín (Lc 7,13)
Cuando la vio se conmovió desde las entrañas (esplagjnisthe ep’autê), desde sus tripas (splagjma). Él sabía muy bien qué era para una mujer quedarse sola, viuda, y que su único hijo muriera. La soledad total. La misma en que se quedó su propia madre cuando se fue por los caminos. Por eso, al verla se conmovió.
Aquella mirada encerraba toda la angustia que arrastraba él por los pueblos cuando al ver a las mujeres recordaba a su madre. Quizá fue la mayor de las exigencias que le acarreó el designio del Padre. Por eso, cuando sus ojos vieron a aquella viuda de Naín sumida en el desconsuelo, la conmoción le partió por la mirad como un rayo.
Una mirada hondamente conmovida que le llevó a “tocar el ataúd”, cosa prohibida por los mandamientos de la pureza ritual. Tocando a la muerte estaba haciendo una promesa de vida. Porque la suya era una mirada que no solamente se conmovía, sino que también se movía, actuaba. Al devolverle al hijo, le devolvió a la mujer el sentido, la razón de vivir, el horizonte existencial.
Será muy difícil pintar la mirada conmovida de Jesús cuando la conmoción solamente se trasluce en la mirada porque su lugar son las tripas. Una mirada hecha de temblor, de desamparo, de lágrimas guardadas, de amor.
7. Un cruce de miradas: Pedro (Lc 22,60-62)
Las miradas de Pedro y de Jesús se han cruzado muchas veces. Pero hay una del todo particular ya que es la última y se da en una situación límite:”En aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro (eneblepsen tô Petrô), y recordó Pedro las palabras del Señor…Y, saliendo afuera, rompió a llorar amargamente” (Lc 22,60-62).
Una mirada dolorida pero nada justiciera. Jesús vivió aquello que diría Pablo años más tarde: “el amor no lleva cuentas del mal” (1 Cor 13,5). Nunca se lo tendría en cuenta. Nunca le retiraría la confianza, aquel hermoso oficio de “confortar la fe de los hermanos” (Lc 22,32). El dolor de amar en medio de las dificultades, de las debilidades y de las traiciones. El amor sin esperanza. Eso era lo que reflejaba aquella mirada. El amor más puro.
De aquella mirada renació el nuevo Pedro, más humilde, más realista, no menos amante de Jesús. Era una mirada para el llanto, pero no para la desesperanza. Por eso Pedro se mantuvo en la adhesión, en el enamoramiento de Jesús. Nunca le abandonaría.
Para pintar esta mirada de Jesús habría que mezclar el atardecer de la compasión y el amanecer de un amor nuevo. Con toda certeza aquellos colores de la compasión y de la esperanza se grabaron para siempre en la retina de Pedro.
8. La mirada de la libertad: María (Jn 19,26)
La vio al pie del patíbulo, quizá en una cierta distancia. Pero estaba allí: “viendo a la madre” (Idôn tên mêtera). A pesar de la turbiedad causada por el desgarrón del dolor, a pesar del schok producido por una muerte que arrancaba del suelo vital, la última mirada fue para ella.
No fue solamente una mirada de amor materno-filial. Fue una mirada de libertad, porque al lado estaba el discípulo predilecto, aquel que representaba a los cristianos provenientes del judaísmo. A ellos es confiada la madre, los cristianos que vienen de la vieja alianza. O sea: la comunidad de Jesús habría de estar gestionada por la novedad que viene de la secularidad, por la libertad que brota de la lejanía de los mecanismos religiosos.
Una mirada de amor y de libertad, porque el primero no puede vivir sin el segundo. No era la mirada de un enajenado por el sufrimiento. También había un hilo de lucidez para dejar como testamento el de una muerte por el amor y por la libertad, una muerte fuera del ámbito religioso para no quedar atrapados en la red de los mecanismos religiosos, como, por desgracia, sucedió.
¿Cómo mezclar en la paleta del pintor el color del amor y el color de la libertad? De tales colores estaba hecha la mirada de Jesús en la cruz antes de que la tiniebla besara sus párpados y entregara el espíritu.
9. Los ojos del resucitado: Magdalena (Jn 20,16)
No dice el texto joánico que Jesús mirara a Magdalena. Más bien dice que esta es la que se “vuelve” y, en consecuencia, mira al que la mira. Lo había reconocido más por su voz que por su mirada, por su manera de pronunciar los nombres, porque los pronunciaba con un amor que los hacía únicos. Por eso, cuando oyó su nombre, María, lo reconoció y lo miró.
¿Cómo eran los ojos de aquel que ya no tenía ojos, la mirada de aquel que no necesitaba mirar, el modo de ver de quien está instalado en el fondo del ser, en la fuente del amor? ¿Cómo aquella mirada, que no era la de un mortal, prendió en el corazón de aquella mujer hasta ir haciendo nacer la certeza de que estaba vivo?
El fuego y el amor de la vieja mirada cobraba ahora una dimensión que la hacía más honda, más verdadera, más quemante que cuando destellaba en los caminos de la Galilea. Una mirada, la del resucitado, capaz de acoger todas las miradas de los humanos con su carga de dolor, de gozo y de amor.
Los ojos del resucitado crecían en la certeza de quien ama. Ya lo diría después Flavio Josefo: “Los que lo habían amado desde el principio dijeron que estaba vivo”. El amor era el dinamismo de la resurrección. Y el amor era la fuerza de aquella mirada. Solo quien sea capaz de amar podrá ver su brillo. Y es el amor quien guiará la mano del pintor cuando trate de pintar la mirada del resucitado.
Fidel Aizpurúa
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