Blogia
FIAIZ

CAMINAR COMO AQUEL CAMINÓ

 “CAMINAR COMO AQUEL CAMINÓ” (1 Jn 2,6b) 

Notas para una semana de reflexión

 

         La edad nos va enseñando que la tarea de los humanos es caminar, crecer, acumular experiencias, sumar ocasiones de amor. La misma es la tarea de la fe. Por eso, quien quiera vivirla ha de caminar siempre, estar dispuesto al cambio, al enriquecimiento, a sumar vivencias.

         Esta tarea habrá que hacerla mirando siempre al que es  modelo de caminante en la fe: Jesús de Nazaret. Por eso tomamos como lema de estas jornadas: “Quien quiera permanecer en él tiene que caminar como aquel caminó” (1 Jn 2,6b). Es, y no otra, es nuestra intención.

         Sin renunciar a un cierto nivel formativo, queremos hacer este trabajo de manera vivencial, como quien se sitúa bajo la mirada de Jesús. No queremos ni creemos en un cristianismo sin alma. Por eso, a través de nuestra reflexión, nunca perderos de vista la mirada de Jesús.

         Hacer esta clase de trabajos de fe en grupo, en comunidad es tener garantizado el éxito de los mismos porque la se vive y se engendra en la comunidad. En eso creemos.

 

1

HERRAMIENTAS DE TRABAJO

 

  1. 1.    Una lectura social del Nuevo Testamento, Ed. Verbo Divino, Estella 2019.

 

Una lectura social es aquella que mira a la realidad y desde la realidad con el texto bíblico en la mano. Más que de un método se trata de una sensibilidad que intuye que la mezcla de la Palabra ahondada con la realidad social discernida puede ser altamente provechosa. Es cuestión, así mismo, del logro de una perspectiva que conecte con facilidad el imaginario del texto leído con el del mundo que vive el agente lector; sin esta conexión, el texto arriesga la infecundidad. Es, en fin, un anhelo, aquel que pretende hacer que el texto llegue a lo más profundo de la intimidad personal y ese pueda ser el cauce para una vivencia recreada del Mensaje.

         ¿Cuáles serían los contenidos de una lectura social del NT? Dado que, como hemos dicho, se trata, ante todo, de una sensibilidad y una perspectiva, a una lectura social le antecede cualquier método de análisis textual, siempre que éste sea compatible con los postulados y las exigencias de una conexión viva con la realidad de hoy. Se trata de hacer una obra de doble ahondamiento tanto en el texto como en el ámbito y porqué del hecho social. Incluso este trabajo ha de manejar como uno de sus presupuestos globales que el texto bíblico, sobre todo el del NT, no es tanto un texto orientado a creyentes sino a cualquiera que conecte con la oferta de Jesús. Más aún, como lo muestra la dinámica de la primitiva misión cristiana en la narración de la obra de Lucas, el objetivo del Evangelio es, de algún modo, el paganismo a quien va dirigida la oferta. Pero también este trabajo tiene su utilidad para los creyentes, ya que siempre habrá que hacer un esfuerzo integrador de lo cristiano en la vida para que el trabajo de la fe no termine siendo una superestructura.

 

  1. 2.    Aún es tiempo. En búsqueda de caminos nuevos para la fe, Ed. Feadulta, Madrid

 

La fe necesita ser pensada si se la quiere viva. La fe languidece cuando se esclerotiza su pensamiento, cuando se menosprecia lo pensado y al pensante. Podría argumentarse, nada más iniciar este camino, que los evangelios no son un libro de pensamiento, un tratado de filosofía, sino una sencilla propuesta de vida. Y eso es cierto. Pero tal propuesta, por sencilla que se la conciba, está anclada en un sólido pensamiento espiritual. Se arguye diciendo: “el evangelio es para sencillos; los biblistas y teólogos lo complican”. Puede que sea esto cierto en parte. Pero quizá haya que decir que el evangelio es para personas que piensan, que profundizan, que ahondan. La superficialidad, el mayor enemigo de la vida, es también el mayor enemigo de la fe. Quien no  sabe de la profundidad, no puede saber de Dios.

         Para pensar la fe de una manera viva es preciso sacudirse el peso del no-pensamiento, esa manera frecuente de los creyentes, incluso entre los cultos, que no incluyen entre sus trabajos de fe el de  pensar lo que se cree. Se vive la fe con buena intención, pero sin necesidad de ser pensada. El empobrecimiento que de aquí se deriva es incalculable y también incalculado, por lo que es más peligroso. ¿Cómo sacudirse de encima el hábito de no pensar la fe? ¿Cómo escapar a la pereza de no pensar, aunque esta conlleve una malcreencia evidente: se predican, se escriben, se dicen, se rezan cosas en las que en el fuero interno no se cree? ¿Cómo desbloquear la idea de que pensar la fe lleva al ateísmo y no a una experiencia creyente más acendrada?

         No es fácil explicarlo, pero el pensamiento más que doctrina ha de generar horizonte. Una doctrina sin horizonte termina convirtiéndose en un código normativo que tiene el peligro de ser algo sin alma. El horizonte es lo que crea respiro, luz, ánimo para el diario caminar. No es una quimera tras la que se corre al abismo, sino una luz que alumbra las zonas oscuras y un brazo que sostiene en los titubeos. Se trata de inventar mares y lejanías que no maten los sueños y posibiliten las utopías. Si el pensamiento carece de esta mística, terminará, como decimos, por volver a la trillada senda de las normas, al cansino repetir lo sabido y, peor todavía, a hacer de ello norma principal de comportamiento. Por eso, este libro pretende ser algo que sugiera, no tanto algo que sostenga la normativa que ya poseemos.

 

 

 

  1. 3.    Crees como hablas. En busca de un lenguaje nuevo para la fe cristiana (sin publicar).

 

Una de las dificultades mayores para hablar de espiritualidad es irse desligando del discurso religioso. Ese discurso es una realidad tan compacta, tan invasiva, que genera en nosotros la certeza de que, para hablar de asuntos espirituales, es preciso emplear necesariamente un discurso así, que no hay otro camino que el lenguaje oficializado. Es la pretensión de querer controlar la ideología controlando el lenguaje. No resulta fácil transitar por caminos nuevos. Pero quizá todo comienza por pensar que es posible otros modos expresivos. No se trata de condenar esos lenguajes, sino de percibir que nos han llevado a la irrelevancia por su desconexión social. Tiene que haber otros caminos para la expresión de la fe.

         Tal vez el peligro está en cerrarse al lenguaje secular, creer que no es posible mezclarlo al lenguaje de la espiritualidad. Puede que mantenerse dentro de los parámetros del lenguaje secular y hablar desde ahí insufle al lenguaje espiritual un aire fresco que lo haga más audible para la persona de hoy. ¿Cómo articular discursos para una era posindustrial, para la época del metaverso? ¿Cómo creer que el lenguaje laico es útil para la expresión espiritual y no es necesario crear códigos lingüísticos específicos para hablar de Dios?

         Una de las  dificultades que derivan en un lenguaje oficialista es el empobrecimiento lector de muchos cristianos. Se lee poco, incluso si se es trabajador de la enseñanza o párroco o profesor de teología. Se lee poco ensayo, poca novela, casi nada poesía. Pensar en un lenguaje nuevo sin el bagaje de un lenguaje literario elaborado es muy difícil. Muchos creen que la lectura es tiempo perdido y no la echan en falta. Cuando elaboran el discurso de la espiritualidad, al no tener armas expresivas, terminan en el espacio literario de siempre, cansino, alejado, desconectado. ¿Cuántos nombres de escritores, de poetas, podría citar de memoria un pastoralista? ¿Qué uso se hace en pastoral de los textos de los grandes cantantes de hoy, texto que escuchan y cantan miles de jóvenes?

         Otra dificultad, sutil pero muy real, es calibrar qué contienen realmente las muchas expresiones del lenguaje teológico que se dan por admitidas sin más.  ¿Qué hay detrás de expresiones como que la autoridad en la comunidad cristiana es «el servicio mismo ejecutado por obra del Espíritu» (H. Küng)? ¿Qué arraigo teológico contienen estas frases? ¿Cómo evitar caer en el “manicomio de la teología”, en expresión de Feuerbach? El lenguaje tiene un papel preponderante en ello. Si pierde el arraigo antropológico se desliza por la pendiente del desvarío.

         Como ya hemos insinuado, el casi total alejamiento de la razón poética puede ser una causa de empobrecimiento lingüístico. Pervive en el imaginario la idea de que la poesía es un divertimento para desocupados. Pero, como dice J. M. Esquirol, «Poeta es quien sabe curvar la acción sobre la herida infinita. Es quien, de la herida infinita, extrae la pasión para crear más vida, más mundo y más sentido. Poeta es quien, en el surco de la herida y en la palma de la mano, mantiene y junta tanto cuanto puede».

        

Preguntas para los grupos:

 

  1. 1.    ¿Por qué nos cuesta hacer lecturas sociales del Evangelio?
  2. 2.    ¿Pensamos suficientemente nuestra fe?
  3. 3.    ¿Qué hay detrás de expresiones litúrgicas como “Palabra de Dios. Te alabamos, Señor”?

 

 

 

 

 

 

 

 

2

RECREAR LA PROPUESTA DE JESÚS

 

AÚN ES TIEMPO…

de recrear la propuesta de Jesús

 

         Posiblemente, gran parte de las religiones incluyan, de una u otra manera, una cierta espiritualidad en torno a la misión y con ella un cierto nivel de proselitismo más o menos activo. No hay que recurrir a la historia lejana. Basta asomarse a la calle para toparse con la realidad de los predicadores ambulantes que buscan adeptos. Esta misión en directo es, para algunos, una exigencia de su fe religiosa y la ejercen con un énfasis digno de mejor causa. Ese énfasis está alimentado por dos certezas peligrosas: si mi religión es la verdadera, las otras son falsas; y si es verdadera para mí lo es también para los demás, lo que de alguna manera me autoriza a imponerla. Esto ha sido un leitmotiv en la historia de las religiones.

         En lo que concierne a la Iglesia católica uno de los logros más sonados del Vat.II fue, en medio de un ambiente conservador, elaborar las bases de una idea nueva de misión. Recuperando planteamientos ya existentes, como los de las Semina Verbi de Justino, se dio un paso de gigante en la adecuación de la espiritualidad misionera a un tiempo de globalización. De ahí vino todo el esfuerzo de inculturación, de diálogo con las religiones, de oferta que no se impone sino que se ofrece, de colaboración con las iglesias locales, etc. Los peligros sempiternos de la misión, la creencia en la bondad única del mensaje cristiano y de ahí su imposición universal, quedaban en parte frenados y reorientados.

         Pero quizá su logro más modesto pero más interesante fue el hacer ver al pueblo cristiano que la misión es inherente al hecho de creer y que, por ello, todo cristiano es misionero. Se elaboró con vigor la espiritualidad de la misión en la vida cotidiana, aun con el peligro de querer meter ahora toda actividad religiosa en el rango de misión. Esto llevó a descubrir que lo que uno hace en su dimensión evangelizadora es ámbito de fe y, por lo mismo, realidad susceptible de sumarse a cualquier otro elemento en la construcción del edificio de la experiencia cristiana. Se estaba hablando de otra misión donde la propuesta de una fe vivida tenía más peso que la de una ideología religiosa que se quisiera difundir.

         Podrá argüirse que los textos evangélicos hablan de “misión” (Mt 28,19-20). Pero incluso más allá de la elaboración evangélica, la idea de misión tal como la hemos entendido nosotros no aparece clara en los evangelios. Entendemos que algo que ha tenido un fuerte enraizamiento eclesial lleve a una determinada lectura de los textos. Pero es preciso serenarse y tratar de deslindar lo vivido en la historia por la comunidad creyente de los textos primitivos. Habrá, además, que leer estos textos desde una renuncia explícita a ideologías que han conformado la espiritualidad cristiana habitual. Creemos que esa lectura no ha de redundar en perjuicio de una comprensión mejor de los evangelios y, por ello, de un enriquecimiento de la espiritualidad cristiana.

         Aunque el término “misión” no es neotestamentario, el tema del envío y de los enviados es muy importante en los textos evangélicos. El verbo “enviar” es propio de los evangelios y sobre todo de los Hechos. El sustantivo “enviado” es antes que nada lucano y después, en menor medida, paulino. Esto quiere decir que el grueso de este vocabulario y la consiguiente espiritualidad es básicamente posterior a la primitiva misión cristiana con lo que, sea cual sea su alcance, quizá se halla lejos de una misión en sentido estricto. Que hubiere un anuncio del reino en las aldeas y lugares de marginación, parece que sí. Que ese anuncio conllevara en algunos casos una propuesta de seguimiento, puede que también. Pero que detrás de eso estuviera una ideología de misión, un plan de cristianización eso queda más lejos. Por eso mismo, aunque resulte imposible incluso en la mayor parte de las explicaciones exegéticas de los evangelios, quizá sería interesante desvincular del anuncio del reino y de la propuesta de seguimiento el vocablo y la idea de misión.

         Además, también habría que separar de los textos de oferta la idea de misión religiosa. A un Jesús, judío piadoso, no se le podía pasar por la cabeza la idea de ofrecer una nueva religión, teniendo como tenía la suya y amándola, como buen judío que parece ser. Es otra la propuesta de Jesús y no entra para nada en colisión con el judaísmo, de no ser en aquellos aspectos en que la norma religiosa choca con el valor de la persona. Pero los textos en que da instrucciones para la “misión” (Mt 10,5-15; Lc 10,1ss) no incluyen ningún componente religioso teniendo como núcleo el anuncio de la paz y la proximidad del reinado de Dios.

         ¿Cuál es, pues, el contenido general de la propuesta de Jesús? Es, por grandilocuente que suene, la propuesta de una humanidad nueva, renacida, recreada. Jesús es de los  humildes utópicos que siguen creyendo en las posibilidades de la bondad del corazón humano, capaz de producir frutos buenos. No se vislumbra en él la decepción de quien piensa que las personas y la sociedad vamos al abismo. Es una propuesta de honda confianza. Es también una propuesta de fraternidad social, no partidista ni religiosa. Él cree, contra las evidencias cotidianas, que los humanos podremos vivir con hermanos. La propuesta de Jesús es la que considera imprescindible llegar a una economía igualitaria que entienda y ponga en pie el mecanismo del compartir sobre la base del todo no siendo obstáculo la pobreza. No es una propuesta en el aire, sino bien enraizada en los mecanismos sociales. Es una propuesta que se hace en base a la dignidad de la persona más allá de su condición moral, algo que aleja el juicio, la utilización y la imposición de condiciones a quien es débil. Es una propuesta de relaciones de entrega porque se tiene la certeza de que las entregas siempre rentan en beneficio común. Es, en definitiva, ir en la dirección del viejo sueño de Dios sobre lo humano que estaba ya escrito en las páginas del AT y en el caminar humano desde sus inicios.

         La propuesta de Jesús apunta a nuevo horizonte humano, a una sociedad alternativa. A muchos cristianos esto les parece poco. Creen que si no entra en la propuesta de Jesús el tema de la salvación eterna la cosa está coja. Pero, en realidad, lo dicho es, justamente, la senda de toda salvación. Además, se aduce como argumento en contra que muchos filósofos, pensadores, filántropos, personas lúcidas han tenido y tienen sueños similares. ¿Es argumento en contra o a favor? Jesús se suma, se encarna, en la gran corriente del caminar humano hacia su plenitud. No se diferencia de las grandes personas de la historia por lo que le distingue de ellas, sino por lo que le une a ellas. Su asumir el fondo de lo humano lo une a la gran fraternidad de las personas en su lado más humanizador. No es Hijo por su diferencia con lo humano, sino por su hondísima comunión con ello. Y tampoco se puede aducir que una manera tal de entender la propuesta de Jesús sea algo carente de fe. No, es una propuesta de honda fe en los planes de Dios sobre lo humano, aunque no pide, de inmediato, como respuesta los modos religiosos. Quizá por estas sendas se podría superar algo el descrédito social que sufre la realidad de Dios.

         Se percibe que la propuesta de Jesús es una oferta porque, incluso a través del testimonio de los evangelios, las palabras de Jesús son, en general, sin amenazas, sin maldiciones, sin condenas. El mismo despecho profético de textos como Mc 4,12 significan justamente lo contrario de lo que dicen: Jesús anhela que la propuesta del reino sea acogida. En las escenas evangélicas Jesús no demanda como requisito la conversión, ni siquiera el cambio de vida al que, a veces, anima; si lo hay, él se alegra; y si no lo hay, espera.

Es el evangelio de Juan, de alta elaboración, el que habla más de vida “definitiva”, algo no solamente permanente en el tiempo sino de calidad distinta (Jn 3,14s). La propuesta de Jesús tiene aspiraciones de plenitud, por modesta que se quiera en el contexto social en el que se ha movido. Saberlo es útil para sumarse a un dinamismo que se expande en la misma dirección que el cosmos. Esa plenitud es compatible con un acabar pleno, por paradójico que resulte.

         ¿Cómo la propuesta se ha transformado en misión? El proceso ha sido enormemente complejo. Ya desde el inicio, desde el mismo Pablo, se observan motivos por los que la espiritualidad de la misión comienza a brotar: el temor a que lo cristiano, ya de por sí un movimiento marginal, termine esfumándose en la total marginalidad; el echarse en brazos del mecanismo religioso, lugar común para todo movimiento espiritual; la sed de presencia social y el natural deseo de influir en el devenir ciudadano; la mística martirial que elabora una espiritualidad no de derrota, sino de triunfo, etc. Misionar para sobrevivir, quizá ese fuera el denominador común de no pocos de los movimientos eclesiales de los siglos primeros.

         Todos sabemos que esos planteamientos iniciales tomaron un rumbo definitivamente nuevo con el cambio de política imperial romana cuando la religión cristiana entra en la corriente general del Estado. Para generar un marco adecuado a la misión se destruyó sistemáticamente el mundo clásico; esta época de penumbra no ha sido considerada.  Solo se han tenido en cuenta los avances positivos de la difusión del cristianismo, que también los hubo. Pero la misión se amasó en la imposición y hasta en la violencia. La lejanía de la propuesta de Jesús era inmensa.

         Todo el resto, hasta la recreación del concepto y modos de misión del Vat.II puede ser englobado como la era del descontrol misionero. Nadie duda de la buena voluntad y del bien hacer de muchos misioneros durante siglos. Pero tanto la ideología, como la mística, como los procedimientos conllevaron tal cantidad de abusos que el modo de sanar todo eso se hace inimaginable. Es cierto que hubo creyentes lúcidos que cuestionaron y se apartaron de tales modos. Pero fueron minoría, aunque fueran auténticos profetas. La gran corriente eclesial seguía por los cauces de una misión de europeos y de vencedores. Poco de este enorme movimiento es conectable con la propuesta de humanización de Jesús. Las secuelas de este desconcierto evangélico todavía se hacen sentir en el cuerpo eclesial.

         Esta mística misionera sufrió un fuerte cambio con el Vat.II en el documento Ad Gentes. En todas las culturas ha depositado Dios el sentido del bien, de la dignidad y la justicia. La espiritualidad es un bien repartido, no puede ser privatizado. Por ello, se precisa abandonar el localismo secular que hace de la propia cultura la cultura y de la propia creencia la creencia. Las puertas de entrada al misterio son muchas y el río que fluye en el subsuelo de la vida alimenta de muchos modos el camino humano. En consecuencia, no se puede entender la relación con otras culturas en modos de diferencia y menos aún de litigio. La identidad nos viene por la comunión humana, no por aquello que nos separa. Por eso mismo, ya no se puede hablar de misiones, sino de iglesias locales, por humildes y fronterizas que estas sean. Eso quiere decir que el viejo planteamiento misionero ha de quedar suplantado por el afán de colaborar con las iglesias locales en los modos y búsquedas de las mismas.

Toda esta mística se va abriendo paso con avances y retrocesos. Quedan muchos vestigios de la vieja espiritualidad, ya que esta no desaparece por la publicación de un documento pontificio. Resta el viejo imaginario de la misión que entiende la propagación de la religión como un deber del cristiano (apoyándose en 1 Cor 9,16). Quedan vestigios en las campañas misioneras que se siguen celebrando aunque hayamos cambiado de siglo, por más que, a veces, se les cambien los nombres. Permanecen resabios en los viejos misioneros que no han evolucionado y en los jóvenes misioneros que han sido formados en una idea clásica y conservadora de misión. Hay también que considerar que, aunque  en centros especializados haya entrado el nuevo imaginario de misión, muchas facultades de teología y no pocos predicadores siguen moviéndose en parámetros anteriores al Vat. II por más que se cite el decreto Ad Gentes. No resulta fácil el tema con el peso histórico que soporta la estructura eclesiástica.

 

Preguntas para los grupos:

 

  1. 1.    ¿Cómo hacer la propuesta de Jesús en modos razonables?
  2. 2.    ¿Hay que llevar la fe a todos los pueblos?
  3. 3.    ¿Pueden entrar en la propuesta de Jesús los que no tienen fe?

 

 

CUÁNDO FUNCIONA LA PROPUESTA

(Mt 25,31-46)

 

Todos los autores, aun proponiendo estructuras diversas del Evangelio de Mateo, coinciden en que la sección 24,1-25,46 es un bloque de componente apocalíptico que quiere presentar al lector del Evangelio, por medio de la catequesis a los discípulos, el horizonte al que tiende la propuesta de Jesús, el horizonte del reino. “No se trata, como en Marcos, de una enseñanza esotérica reservada sólo a algunos discípulos, sino que se dirige a todos ellos y, a través de ellos, a los lectores del evangelio”. Este gran bloque tiene tres partes: los signos precedentes a la venida del Hijo del hombre (Mt 24,1-31); las tres parábolas de personajes que esperan a alguien que se retasa (Mt 24,32-25,30); la escena final sobre el alborear del reino (Mt 25,31-46).

Esta escena final es una composición propia de Mateo y secularmente soporta la denominación de “juicio final”. Sin embargo nosotros creemos que, aunque el autor no cuestione para nada el imaginario del juicio final que le viene muy bien para desarrollar su construcción literaria, yendo más al fondo, se trata de una “profecía ética”: “Mateo evoca aquí la venida del Hijo del hombre para señalar la importancia ‘última’ de los actos de amor, es decir, de la ayuda prestada a los más pequeños”. La ética pone a su servicio la cristología y la escatología por lo que “la presencia de Jesús en cada ser humano es la clave de la ética de Mateo”.

En consonancia con la línea de esta reflexión, nosotros veremos en esta narración singular el alborear del reino, el momento en que, si se dan las condiciones de amparo necesarias, el reino comienza a funcionar. Adelantando lo que diremos en las derivaciones de este texto podemos decir que tiene que ver con temas relativos a la misericordia económica, a los comportamientos relativos a la solidaridad, a los planteamientos socializadores de los bienes que se tenga. Esta perspectiva económica, en sentido amplio, es decisiva para la correcta comprensión de un texto de componente ético. De lo contrario, tal ética se vacía de contenido.

La nota inicial de que en la escena se ven concernidas “todas la naciones” (Panta ta ethnê: Mt 25,32) está indicando la amplitud del planteamiento que supera las fronteras de lo religioso. La ética económica de la compasión no es algo privativo de tal o cual religión, sino que afecta a toda persona y de toda persona se espera. Es decir, el alborear del reino no es una cuestión religiosa, sino social.

La figura del rey que habla de “heredar el reino preparado” (Klêronomêsate ten hêtoimasmenên hymin basileian: Mt 25,34) está indicando que se alude a la finalidad del Evangelio: ¿cómo se hereda el reino? ¿Cuándo la herencia del reino comienza a ser efectiva? La respuesta es clara: cuando funcionan los mecanismos de amparo económico humano. Efectivamente, el paradigma “hambre…comer/ sed…beber/ forastero…acogida/ desnudez…vestido/ enfermedad…visita/ cárcel…visita” dibuja un mapa donde se ordenan las necesidades físicas  (hambre, sed, desnudez,) y las sociales (extranjería, cárcel). Hay que decir que la doble serie (física, física, social) pone el acento sobre la social: extranjería, cárcel. Quizá se esté apuntando al necesario cambio de estructuras sociales para que el reino alboree.

         Un dato sorprendente que sugiere una cristología al servicio de la ética es que los agentes de humanidad no lo han hecho por razones religiosas. No han “visto” en el socorrido a Jesús ni a Dios, sino que han visto, simplemente, a la persona necesitada. De ahí su extrañeza y su pregunta: “¿Cuándo te vimos?” (Pote se eidomen: Mt 25,37). La razón de la actuación ética es, únicamente, la persona. Por eso, el rey tiene que desvelar el misterio de lo humano: tras toda actuación humanitaria el “beneficiario” no es solamente la persona en necesidad, sino que, de alguna manera, se socorre al mismo Dios, o a Jesús que asume aquí la representación de lo divino. Esto es decisivo para configurar una ética económica humanizadora.

         El desvelamiento del misterio del socorro al débil es el desvelamiento del misterio del reino: hacer el bien a los hermanos “insignificantes” (Tôn elajistôn: Mt 25,40) es hacerlo al Dios que promueve la nueva sociedad del reino. Es decir, contribuir a que los “insignificantes” signifiquen algo es hacer que el reino alboree. Este comienza a funcionar cuando se ponen en pie mecanismos de amparo social y económico que lleven a que toda persona, por razones de dignidad, tenga un sitio justo e igualitario en el banquete de la vida. Esto no va a venir por su pie, sino que es preciso construir estilos de vida económicos y sociales que posibiliten este logro inmenso. Se trata de descubrir algo que pertenece al querer de Dios y que es una conquista de lo humano: la evidencia de que la vida da derecho a la dicha histórica, por muchas que sean las limitaciones con las que tenga que luchar.

         La repetición en la cara negativa del relato con los de “izquierda” contribuye a ayudar a la comprensión pedagógica del relato y a mantenerlo en la memoria con más facilidad (vv.41-46). La pedagogía negativa que manejan, sobre todo en el v.46, ha de ser traducida hoy por una decidida catequesis en favor de la opción por las pobrezas, dejando de lado el tradicional hincapié que se ha hecho en el tema del juicio como herramienta de conversión por vía del temor.

 

 

         Derivación: Hacia unas estructuras económicas de  amparo

 

         Posiblemente nunca hayan existido arcadias felices donde cualquier persona, por el hecho de serlo, sea considerada en su dignidad. Lo más probable es que el logro de la igualdad, por consideración de la dignidad, sea un constructo social. Con lo que se quiere decir que, si se anhela tal consideración para toda persona, hay que trabajar afanosamente para que, al final, se pueda ir llegando a ese nivel de relación humana. El Evangelio, desde la perspectiva de Jesús, quiere aportar su parte a tal logro. Por eso, cuando decimos que en el texto bíblico la escatología y aun la cristología se supeditan a la ética no las estamos rebajando sino haciéndolas motor del trabajo ético.

         Trabajar los mecanismos sociales de amparo tiene el riesgo de que tales mecanismos se conviertan en un fin en sí mismos. Eso pasa, con frecuencia, con los planteamientos religiosos. Es fácil que a una actitud así acompañe un paternalismo que  impide el amparo real que se pretende. Al estar lejana la espiritualidad de la dignidad y al poner como centro las exigencias religiosas, el amparo se transforma en algo que complace a quien lo obra y no dignifica a quien lo recibe. A pesar de tales riesgos, la necesidad de amparo social sigue acompañando el camino humano.

         Otro riesgo que hay que sortear es aquel que considera el amparo económico como una realidad menor o incompleta respecto al amparo espiritual. Es lo que glosan ciertos autores descontextualizando textos papales como EG 200 donde se dice que “la opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria”. Con ser esto cierto, la aporía de la aporofobia no se trabaja en modos estancos sino globales, considerando el todo de la existencia y, desde ahí, la necesidad mejora de las estructuras económicas de las que depende la vida humana.

         Para conjurar ese personalismo es por lo que habrá que ampliar la lectura de esta clase de textos con el componente social y económico que, quizá, no está en primera línea de preocupación del texto mateano que glosamos. Esta ampliación no desvirtúa el sentido del texto sino que lo subraya y lo amplía acentuando su valor.

         Las nuevas teorías económicas (la economía del bien común, la de la sobriedad feliz, la del decrecimiento, etc.) pueden ser herramientas de amparo que den solidez a los anhelos mateanos. La certeza de que son teorías que se cumplen, aunque sea en niveles aún pequeños, ha de confirmar que los anhelos de amparo social a los que apunta la utopía de Jesús son realidades alcanzables para el trabajo humano.

 

Preguntas para los grupos:

 

  1. 1.    ¿Por qué se sigue leyendo este testo principalmente como una escena de juicio?
  2. 2.    ¿Son correctas las estructuras económicas de amparo de la Iglesia (Cáritas, Manos Unidas, etc.)?
  3. 3.    ¿Cómo hacer un sitio en la espiritualidad cristiana a las nuevas economías?

 

 

UNA PROPUESTA DE CAMBIO DE IMAGINARIO

“Tú no eres ‘otro’ de mí”

 

«Tuve que comprender, y esta vez fue más difícil, que, mientras me acercara a ti con anhelos y deseos, no podría entender jamás que tú no eres “otro” de mí, ni yo “otro” de ti».

(M. Corbí)

 

 

         Aunque llevamos décadas machacando sobre el mismo clavo, el imaginario parece seguir intacto. Pero es la secularidad, no la teología, la que está metiendo variantes en esto. Nos referimos a la idea de un Dios omnipotente. Décadas diciendo que Dios no está fuera sino dentro, que solamente es poderoso para amar, que no puede ser entendido como un tapagujeros, que no es un rey mago que da dones a quien le apetece, etc. Y el imaginario sobre Dios se sigue pensando, orando, pidiendo, como si fuera omnipotente. Por supuesto, las oraciones del misal siguen abriéndose frecuentemente con esa apelación al Dios omnipotente. Se sigue sembrando el imaginario, irreal, del Dios de la filosofía.

         Este Dios que alimenta la teología es omnipotente por pura oposición al ser creatural. Pero ese no es el Dios de Jesús. Ni el Dios de la Palabra. Éste, al relacionarse con la historia, acepta como suya esta limitación. Por lo que se puede decir que pierde la cualidad de omnipotencia al abrazar, por amor, nuestra impotencia. Suele citarse como una máxima evangélica a favor de la omnipotencia el texto de Mc 10,27 que ha de entenderse como “con Dios todo es posible” subrayando «las posibilidades que se abren al hombre cuando este se apoya en Dios» (J.Mateos), no tanto su posible omnipotencia.

         La vaciedad de una idea de Dios omnipotente queda de manifiesto en la evidencia de que por ese camino no se ha llegado a ver que la causa de los pobres es la causa de Dios porque ambos se mueven en los torbellinos de la pobreza. Quienes analizan la relación entre estas dos causas a través de la historia llegan a un balance descorazonador: «Ello nos plantea a todos una cuestión ineludible: la de si el cristianismo no ha cometido en este tema tan central (la relación entre la causa de los pobres y la de Dios) una gran infidelidad a su Señor; y qué influjo ha tenido esa infidelidad en la aparición del ateísmo moderno y en la infame configuración del mundo actual. Dicho en forma de un latigazo simplificador pero fácil de retener: o no hay Dios o el cristianismo le ha sido infiel» (Cristianismo y justicia). El recurso a la omnipotencia no ha servido a la causa de los pobres. Quizá el recurso a la pobreza de Dios pueda dar otro resultado.

         Todo esto demuestra que no estamos hablando de bagatelas de vocabulario para pasar el tiempo. Por eso mismo, el vocabulario teológico y, sobre todo, litúrgico que hace referencia a la omnipotencia de Dios habría de ser reelaborado, cuando no lisa y llanamente desechado. No se puede hacer creer a los cristiano lo que no es. Ya lo decía Sócrates: “El mal uso del lenguaje introduce el mal en el alma”. Hacer este desmonte lingüístico es una tarea casi imposible. Pero los intentos abren horizontes nuevos.

         Basados en textos tan taxativos como 1 Jn 4,8 decimos con facilidad que Dios es amor y que ama a todos los seres. Eso no nos lleva a elaborar vocabulario. No nos suena la expresión “Dios todoamoroso” o, menos forzadamente, “Dios de amor”. Ninguna de las oraciones litúrgicas comienza así. Hay teólogos que lo enuncian sin tapujos: «Además de nunca más decir Dios te castigahay que aprender a decir en lugar de todopoderoso un Dios, Todoamoroso» (Fray Marcos). Probablemente queda desechado de salida porque la expresión, tan cándida, conlleva graves problemas añadidos: ¿cómo amar a quien hace el mal? ¿Cómo amar desde una experiencia de mal?

         Porque, en el fondo, ese es el gran escollo: ¿cómo amar desde la experiencia del mal, desde la herida humana, desde una historia marcada por la culpa? El evangelio dice que, aun siendo malos, damos cosas buenas a nuestros hijos. «¡Cuánto más el Padre dará el Espíritu» (Lc 11,13). En ese “cuánto más” está el asunto. Si nuestros limitados mecanismos de amor son capaces de envolver el mal en amor, y eso, a veces, lo hacemos, ¿no podrá haber en Dios un mecanismo de envolvimiento de amor donde, cumpliendo con la justicia, se resuelva en los parámetros del amor? Es complicado el pensarlo; es pretencioso el darlo por hecho. Pero decir que Dios es “todoamoroso” no es una fruslería meliflua; es un artículo de fe de más calado que cualquier otro componente del credo.

         Por eso no es inconveniente la herida, la limitación, el pecado en sus múltiples variantes, para que ese amor brote pujante. Va por otro camino. Más aún: en la herida está situada la salud. Es la paradoja del poeta: “La gracia está en el fondo de la pena y la salud brotando de la herida” (Himno “Crux fidelis”). O como lo dicen autores de hoy: «Estas heridas no piden ser cicatrizadas, sino acompañadas….De tal manera que la cura, paradójicamente, no va en la dirección de suturar y taponar, sino de moverse acompañado creando» (J. M. Esquirol).

         Podría parecer que todo esto es una espiritualidad sin terreno real, sin arraigo antropológico. Hay quien ha sabido concretarlo: «Siempre, desde mi juventud, he querido decir al ciudadano de hoy que Dios es amor y solamente amor. Y he sabido que eso se logra construyendo comunidades buenas de corazón y de vida simple» (Hno. Roger).

         Pudiera parecer que la bondad sea uno de la lista de “valores negados” de nuestra sociedad. Pero no es así. Por oculta que se halle, la bondad está ahí y sigue siendo apreciada. Sigue siendo verdad que el verdadero misterio del mundo es de dónde proceden, a pesar de todo, el bien y la dulzura. Trasladar esto al imaginario de lo religioso puede darle una gran hondura.

         Efectivamente, aplicar a Dios el calificativo de “todobondadoso” conlleva, en primer lugar, un formidable desmonte, incluso desde el punto de vista bíblico, del Dios castigador que ha sido elemento componente de primer orden en la idea de Dios de muchas religiones. De tal manera esto resulta difícil que, si se hace, no solamente se tambalea el perfil del Dios, sino que entran en danza elementos que todavía tienen sitio en el mosaico de las verdades religiosas: el Dios remunerador, el infierno como topos religioso del castigo divino, la interpretación de situaciones de dificultad personal o social como represalias de un Dios airado. Y lo que es más complicado, algo a lo que hemos aludido, como lo es la compatibilidad entre justicia y misericordia. De tal manera, que funcionar con el presupuesto de un Dios exclusivamente bondadoso parece propio de creyentes cándidos o de pretender vivir con aprioris imposibles.

         Sin embargo, si a nivel de lenguaje se quiere llegar a alguna certeza, se requiere el uso continuado de un término. ¿Cómo se ha llegado a la convicción de un Dios omnipotente? Con un lenguaje continuado de siglos. ¿Cómo lograr un cambio? Con largos tiempos de uso lingüístico. No entramos a valorar si los contenidos son verdaderos o no; esa es la segunda parte.  Estamos hablando del uso. Pero el uso lleva al contenido diferente. De lo contrario, no lo temería tanto el sistema.

         Dice P. Casaldáliga que una comprensión nueva de la Iglesia y de la misma sociedad requiere un cambio de Dios, un cambio en los cimientos. También se requiere, como herramienta hermenéutica, la construcción de un vocabulario distinto, Por eso mismo, la manera de hablar de Dios más que una opción lingüística es, en el fondo, una opción de fe.

         Entre los calificativos aplicados a Dios que no han tenido éxito está el de “Dios acompañante”. Podrían aducirse muchos textos bíblicos, desde Gen 3,8 y Sal 15 hasta Ap 3,20, pasando por textos evangélicos sobre el Jesús que acompasa su paso al de la persona en el relato de Lc 24,13-35. A veces se han pretendido acompañamientos “forzados” (Sal 60,10; 108,11). El caso es que el creyente de a pie no ha llegado a percibir a Dios como acompañante, no lo ha imaginado ni nombrado como vecino del barrio.  Dios en su ámbito celestial; nosotros en el terrenal.

         Con ese acompañamiento es cómo la persona es concreadora con Dios, no mera creatura suya. Quizá sea necesario superar la dialéctica creador-creatura, no porque no sea cierta, sino porque vela la condición de mediadores necesarios en el hecho creacional, siquiera en el mínimo exponente de la historia humana. Esa concreación es la certeza del mutuo acompañamiento entre Dios y la persona que, según la Palabra, cobra rostro para nosotros en el simple socorro humano. «Dios nunca ‘acontece’ tan honda, intensa y puramente como cundo un hombre o una mujer acuden en ayuda de otro hombre o de otra mujer. No podía ser de otro modo, dado que ‘Dios es amor’, y en las personas culmina su movimiento creador» (A. Torres Queiruga). En las personas y, no olvidemos, con ellas.

         Desde esta espiritualidad se puede entender que el Dios acompañante no retira su acompañamiento ni siquiera en días de desvarío y lejanías. El suyo es un amor sin esperanzas. Por eso, no es que espere siempre, sino que no se va nunca. Porque el suyo es un acompañamiento sin pretensiones. Eso lo libera de cualquier “ambición” que pudiera anidar en él.  Acompañante por encima de lejanías, olvidos y menosprecios. Sabe tragarse su “orgullo” de Dios por causa de un amor loco necesario para ser él en nosotros.

 

Preguntas para los grupos

 

  1. 1.    ¿Cómo ayudarnos a modificar nuestro imaginario religioso?
  2. 2.    ¿Cómo hablar de Dios en modos poco religiosos?
  3. 3.    ¿Cómo proponer la fe en un lenguaje de calle?

 

 

2

RECREAR EL ESPÍRITU INCLUSIVO DE JESÚS

 

EL ESPÍRITU INCLUSIVO DE JESÚS

 

Una de las cosas que más cuesta entender es cómo Jesús pudo tener un cierto nivel de mentalidad incluyente en una sociedad como la suya tan exclusora. Así es, los esclavos, los jornaleros, los que trabajaban en oficios despreciados (pastor, buhonero, médico, usurero, recaudador, publicano, barbero, etc.), los israelitas ilegítimos, las mujeres bajo sospecha, los extranjeros pobres, los niños incluso. Una legión de colectivos que no solo no gozaba de ciudadanía, sino que prácticamente no contaba en el devenir social. Y todo ello, con frecuencia, amparándose en leyes, como la de la pureza ritual, que pesaban sobre todo sobre los hombros de los frágiles sociales, en las mujeres. No dejarse aprisionar por una coraza de hierro tal y mirar por la inclusión de los más postergados es algo que resulta sorprendente.

         ¿Dónde aprendió Jesús lo necesario para hacer este giro en su comprensión del mundo? Creemos que en el aprendizaje social de la elaboración de su propia situación de pobre. Y desde ahí lo iría trasladando a sus experiencias humanas y espirituales. Es cierto que el AT está tachonado de afirmaciones que dicen que Dios es de los pobres y sencillos. Pero la manipulación religiosa de Dios en la religión judía, como en las demás, tiende a obviar esa manera de ver y nos sitúa en el Dios del brillo, del poder y de los vencedores. Sería mucho decir, quizá, que hay en Jesús una especie de opción de clase al estilo de la filosofía marxista. Pero Jesús no fue una excepción en el duro aprendizaje de la pobreza que, a la fuerza, han de hacer los empobrecidos. Aunque los evangelios no subrayen esto porque un Mesías pobre sigue siendo algo difícil de asimilar, su vida, desde sus pobres orígenes hasta su desastroso final, está enmarcada en la experiencia de la pobreza.

         El trato de Jesús con los excluidos tiene un componente de militancia que raramente se subraya. Relatos como el de la curación del hombre con el brazo atrofiado en Mc 3,1-7a son más relatos de inserción social que de curación: el excluido ha de ocupar su lugar natural que no es otro sino el del centro de la comunidad humana (“ponte en medio”). En el pasaje de la curación de un leproso en Lc 5,12-16 se percibe con claridad la militancia de Jesús en contra de la exclusión: se ordena al leproso ofrecer lo que prescribió Moisés “como prueba contra ellos”, contra los sacerdotes que han legislado mal al declarar como ley la exclusión de leproso. Tendría que haber sido al revés: el enfermo dentro de la comunidad, dentro del campamento, acogido por el amor social. Incluso en relatos como el de la multiplicación de los panes, en Mc 6,32-44, se percibe el afán militante de Jesús de establecer mecanismos económicos distintos a los de uso social corriente: se quiere decir que compartiendo llega para todos, no siendo obstáculo la pobreza. Hablar de exclusión sin una militancia en el terreno práctico es casi hablar en el vacío.

         ¿Cómo  ha sido el trato de Jesús con los excluidos? De los relatos evangélicos se deduce que Jesús no ha juzgado a quien la sociedad excluye; ha tenido otro tipo de valoración; ha sabido superar con normalidad el muro de la debilidad moral; y, por lo mismo, no han salido de su boca las palabras de condena que la sociedad emplea para valorar-juzgar-condenar a quien ya lleva encima su propia condena. Además, no ha sacado beneficio de la exclusión, no ha funcionado con una mentalidad paternalista que, a la postre, persigue la gloria del donante más que el beneficio del receptor. No ha funcionado con el presupuesto de la condicionalidad y, por lo mismo, no ha puesto requisitos para ser acogido y aceptado. Ni siquiera, por ello, ha exigido ninguna conversión o cambio de vida: si se cambia, mejor; si no, se aguarda. Nunca se ha puesto Jesús como referente moral ante los excluidos: él ha empatizado con ellos porque, de algún modo, pertenecía a su ámbito.

         Posiblemente no todo fue fácil. Hubo aspectos de la relación con la exclusión muy costosos para Jesús. Por ejemplo, la aceptación de la dignidad básica de los extranjeros. Parece que la presencia de extranjeros en Jerusalén era conocida. Pero Jesús era un hombre de aldea donde las modas ciudadanas, y más en aquella época de menos movilidad, casi no llegaban. Ya hemos hablado de que su trabajo por convencer a su grupo que también había que ir “al otro lado” (Mc 4,35), a la Decápolis, fue un caballo de batalla. Y el desasosiego que muestra la frase de Mt 15,26 indica el tremendo esfuerzo realizado por valorar de otra manera al extranjero. Leer en las fuerzas de ocupación romana la posibilidad de que hubiera personas creyentes, era algo incomprensible (Mt 8,10). Tuvo que ser complicado ver desde esta perspectiva a los corruptos recaudadores y a los adinerados opresores de los pobres.

         Así llegó a ir completando el perfil de un Dios de excluidos que no excluye. Porque ahí está el problema: es lógico que quien se siente excluido ponga en funcionamiento recíprocamente un mecanismo de exclusión con quien le rechaza. Jesús se ha empeñado en hacer ver que, aunque su Dios es parcial, Dios de pobres, no excluye a nadie si es capaz de, en la medida de sus fuerzas, desplazarse hacia los valores del reino. De ahí su oferta de desplazamiento a ricos: “vete y vende” (Mc 10,21), puedes entrar en los dinamismos del reino si te desplazas. Responder a la exclusión con otra exclusión habría sido entrar en un bucle sin salida.

         ¿Cómo sería, pues, la inclusión en la perspectiva de la propuesta de Jesús? Deriva, en primer lugar, de la centralidad del pobre. En los evangelios de Jesús el pobre hace parte del núcleo de la propuesta, no es una mera consecuencia de la misma. Por eso, desplazar al pobre es salirse de la propuesta. Además los excluidos encuentran sentido en el excluido Jesús, el crucificado. Ese sentido no es sobre todo martirial, sino liberador. De ahí se deriva la gran tarea de bajar a los crucificados de la cruz para unirlos a su triunfo. Finalmente, la consecuencia para la comunidad de seguidores es clara: cuanto más cerca se esté de una Iglesia orientada a las pobrezas, tanto más próxima estará a la propuesta de Jesús.

         Ahondando en la reflexión, ¿cuáles serían los principios evangélicos de inclusión? ¿Con qué mecanismos se elabora la espiritualidad de la inclusión? Por más que el término “dignidad”, como tal, no aparezca en los evangelios, el concepto de dignidad común es esencial. De no ser así, ¿en base a qué va A hacerse la propuesta a gente marcada? En el grupo de Jesús hay personas ambiciosas, violentas, corruptas, desconfiadas, capaces de traicionar, etc. Si a ellas se les propone la oferta es que Jesús salta el muro de la debilidad moral y conecta con la dignidad de fondo que hay en toda persona. Por eso, toda persona, por el mero hecho de serlo, es candidata al programa. No hay una teoría evangélica explícita sobre la dignidad. Pero su siembra es en ese campo lo que da una idea de cómo Jesús pudo forjar un hermoso mecanismo de inclusión.

         Ya hemos indicado que esta propuesta basada en la dignidad ha saltado el muro de la moralidad. Al evangelio, lógicamente, le interesa subrayar el valor del buen comportamiento moral. Pero eso no impide que la oferta del programa se haga a personas de dudosa vida moral o directamente inmoral. El evangelio no es para buenos, sino para gente animosa. El tratamiento de lo moral vendrá después. Saltar ese muro ha tenido que ser un gran esfuerzo espiritual para Jesús, perteneciente a una cultura de fuerte componente moralista. De hecho, en los evangelios siempre persigue a Jesús un cierto menosprecio por su supuesta laxitud en temas de moral, lo que le hace granjearse fama de “comilón y borracho, amigo de pecadores” (Mt 11,19). El hecho religioso refuerza el moralismo; saltarse éste era saltarse aquel. Con esta clase de mecanismos se hacía posible la inclusión de los rechazados por cualquier normativa moral. De lo contrario, el muro siempre estaría ahí.

         Otro principio evangélico de inclusión podría ser la mirada distinta. No es fácil expresarlo, pero sabemos que en la manera de mirar que tenemos los humanos se encierra toda una declaración de intenciones. La mirada puede quedar atrapada en las apariencias y, generalmente, queda envuelta en engaños si no se desprende de tales apariencias. La realidad profunda de las personas y las cosas ha de ser vista con una mirada igualmente profunda. El evangelio habla a veces de miradas profundas en una fuerte intensificación de los verbos: le vio al borde del camino (Lc 18,40), se fijó estando en la camilla (Jn 5,6), lo vio bajo la higuera (Jn 1,48), le miró con amor (Mc 10,21), etc. Sin esa otra mirada que la persona percibe, la propuesta no prende. Por eso mismo, para incluir hay que desarrollar al máximo la capacidad de mirar al fondo, sin detenerse en superficialidades.

         Un elemento más que nos parece necesario para desarrollar principios evangélicos de inclusión es haber participado de las alegrías de los humildes. No son muy expresivos los relatos evangélicos en este asunto. Pero hay pequeños rasgos que desvelan la certeza de que Jesús disfrutara de las alegrías de los excluidos: sus comidas (Mc 2,16), sus fiestas (Jn 2,1), sus conversaciones (Jn 3,1ss), sus hospedajes (Lc 19,1ss), su fe (Mt 15,28), sus cantos (Mc 14,26). La vida de los humildes tiene pequeñas grietas de luz y breves treguas de dicha. Jesús compartió y conectó con esas alegrías. Desde ahí hizo la propuesta de dicha y de gozo que era la suya. ¿Cómo decir que la fiesta era también para ellos sin disfrutar del breve margen de dicha que también está en el camino de los desventurados? La alegría compartida influye más que muchos programas ideológicos.

         La certeza de un Dios parcial, a la que hemos aludido algunas veces, constituyó también un mecanismo de inclusión. Si la propuesta hubiera hablado de un Dios de todos y de nadie quizá no habría sido un dinamismo útil. Israel también había desarrollado una teoría espiritual de un Dios parcial: Dios es Dios de Israel, “nuestro Dios”, bondad para nosotros y furor para los que le abandonan (Esd 8,22), y no de los otros pueblos porque Israel es pueblo elegido. La novedad de Jesús estriba en que la parcialidad de Dios no está asentada sobre conceptos como el de elección, tan excluyentes, sino sobre un amor inclusivo pero desde la perspectiva de las pobrezas: si se quiere conectar con el Dios de Jesús es necesario el desplazamiento hacia las pobrezas porque ese es el objetivo de la propuesta. Este desplazamiento necesario lo pueden hacer todas las personas. Es, pues, un principio incluyente, pero en una determinada dirección.

 

LA IGUALDAD QUE INCLUYE

(Mc 10,1-12)

No cabe duda de que el marco narrativo de este pasaje es el de una cierta casuística matrimonial, a la que el judaísmo del tiempo de Jesús era muy aficionado. Las relaciones humanas siempre han sido complejas, tanto a nivel personal como jurídico y social. Y esto queda reflejado ya desde las culturas antiguas.

         Sin embargo, para construir una lectura social habrá que desviarse un poco de tal casuística y de las supuestas derivaciones morales que han pivotado sobre textos como éste, tales como la indisolubilidad del matrimonio. Este ha sido un pilar de la moral cristiana, pero no lo es en el contexto social del NT, ya que el judaísmo permite el divorcio, a veces por cosas que hoy nos parecen nimias, como dejarse quemar la comida. Por lo tanto, cuesta pensar en el caso de Jesús en una mentalidad de indisolubilidad. Hay que intentar otra salida. Es preciso buscar un marco de comprensión más general.

         Ese marco no es otro que la relación de géneros. La cuestión del v.2, “Si está permitido al marido repudiar a su mujer” (Ei exestin andri gynaika apolysai), no es, en el fondo una cuestión de casuística matrimonial, sino de relación de géneros: quién debe mandar en la sociedad, cómo solucionar la dialéctica del poder entre los géneros. O más crudamente: cómo el hombre, verdadero y único gestor social, ha de seguir conservando el poder patriarcal que se le atribuye desde siempre. Es preciso leer en el sustrato de las preguntas.

         La referencia a Moisés en Dt 24,1-4 queda desactivada. Se ha acomodado a lo ya existente. La Ley no ha sabido mantener la profecía de la igualdad ya que ese camino era inviable en una sociedad donde quienes legislan e interpretan lo legislado son hombres. Esa “obstinación” social, verdadera esclerosis del corazón, (Pros tên sklêrokardian hymôn: Mc 10,5) es la que ha condicionado el texto de la Ley. Por lo tanto, y en este caso, la Ley no puede ser referencia de comportamiento. Jesús recupera la profecía por encima de la misma Ley, del mismo Moisés. Su visión de la sociedad fraterna e igualitaria pasa por encima de condicionamientos sociales que la misma Ley consagra. Es preciso recurrir a otro modelo.

         Ese modelo que puede encajar en la propuesta de Jesús no es otro que el de la igualdad: varón y hembra en igualdad social por encima de diferencias biológicas. Defender la igualdad como parte del programa de Jesús ha de conducir a planteamientos tan elementales como estos: hombre y mujer son socialmente iguales. Y si no lo son, eso choca con la propuesta de Jesús. Esto es así “desde el principio” (Apo de arkhês: Mc 10,6), desde el querer santo del Dios volcado a la historia, desde el alma de Dios, desde el inicio del camino humano. Y si no lo es, hay que volver a ese principio.

         Jesús propone un camino para recuperar ese “principio”: “que el hombre deje a su padre y a su madre” (Heneken toutou kataleipsei anthrôpos ton patera autou kai tên mêtera: Mc 10,7). Es decir, es el hombre quien debe abandonar su posición de privilegio social, el lugar, la familia, el clan, donde se hace fuerte e iniciar un desplazamiento hacia el lugar de la mujer, porque socialmente es el lugar de la debilidad. Si no se da tal desplazamiento, hablar de igualdad resulta imposible.

         Por eso “lo que Dios ha emparejado, no lo despareje un hombre” (Ho oun ho Theos synezeuxen anthrôpos mê khôrizetô: Mc 10,9). La metáfora es antigua y algo tosca para nuestro gusto: uncidos al mismo “yugo” (Zeugos), el de la igualdad social, no deben ser separados y, con ello, desigualados. Si uno de los “bueyes” se erige en amo, se ha destruido la igualdad de la pareja.

         Esto lo reafirma el aserto sobre el repudio: repudie quien repudie, sin el consentimiento del otro, incurre en desigualdad. Lo malo del adulterio no es, pues, su connotación moral negativa, sino, más a la base, la desigualdad que genera toda una serie de lacras sociales, entre ellas, el derecho a repudiar con el que se arroga una de las partes, sea quien sea. Atentar contra la igualdad es rechazar la propuesta de Jesús asentada sobre ella. Quien tal hiciere se sitúa fuera de la propuesta del Reino.

 

         Derivación social: Una creciente y cuidadosa mentalidad de género

 

         El tema del género, y sobre todo la ideología de género, es un gran fantasma para muchas personas y entidades: Creen ver en ello la disolución de la sociedad, la modificación inaceptable de los planes del Creador y la perversión de la juventud en todos sus niveles. Si se despoja el tema de cargas ideológicas previas, quizá la cosa no sea tan grave y derive hacia algo de corte fantasmal. Se trataría de crear un equilibrio social entre dos realidades que, desde el neolítico, parecen haber estado desequilibradas: los géneros. Volvemos a decirlo: no se trata de una lucha por la supremacía, sino por el equilibrio. El Evangelio, en textos como Mc 10,1ss, parece sumarse a tal movimiento.

         El primer ámbito, el más básico, es lograr una igualdad mutua entre géneros desde el lado social: lo que es de todos, ha de ser participado igualmente por todos. La imposibilidad de ciertas culturas y de ciertas mentes para percibir los géneros en una igualdad esencial es proverbial y sigue verdeante. Mientras este paso renquee, hablar de otros es una fantasía. Esta no es la panacea de todos los males sociales, pero abre la puerta a la posibilidad de crecer en igualdad de géneros.

         Pero es preciso dar un paso más: se necesita una actitud de cuidado también esencial ya que los dos géneros están amasados en fragilidad y no hay otra instancia de cuidado ajeno a ellos. Cuidar no es un mero acto puntual, es una actitud, una forma de comportamiento continuado, un camino que se va andando. Los géneros necesitan ser cuidados en sus elementos comunes y en su peculiaridad, con todas las variantes. El cuidado allana muchas dificultades que se han instalado en el caminar histórico de las personas.

         Puede parecer algo previo que va de sí, pero la vivencia bien relacionada de géneros demanda una dosis continuada de respeto a la diversidad, tanto en orientación sexual, como en opciones de vida. Si hay leyes, normas o costumbres que no incluyen de modo efectivo tal respeto, quedan contradichas por este elemento esencial. El respeto, correctamente situado y discernido, sabe que su valor se mide por su índice de humanidad. Si este indicador no aparece, el respeto puede convertirse en una trampa de desigualdad y de inhumanidad. El respeto mira a la conjunción con el otro, no a su distanciamiento.

         Por lo que hace a la comunidad cristiana, sigue vigente el trabajo por salir de “un pecado de injusticia continuada” en el tema de la relación de géneros que aún no se ha sabido asimilar. Esto tiene que llevar a que la mujer entre en la relación de géneros no solamente con la entrada del pensamiento o en órganos de gestión sino en el todo del entramado eclesial.

 

IGUALDAD DESDE LA FRAGILIDAD

 

"La fragilidad humana,

en lugar de ser lo que se debería vencer, e incluso eliminar,

puede convertirse en la grieta o en la gracia que la transfigura". 

 

J. L. CHRÉTIEN

 

 

         Puede que suene fuerte, pero los cristianos, desde antiguo, han estado atenazados por el pecado. No solamente la ideología, sino la misma experiencia de fe ha sobrellevado, muchas veces a duras penas, la dura carga del pecado. Detallar esta situación no nos llevaría a nada. Cada creyente lleva en su historial de fe la huella, muchas veces pesada y tóxica, de su relación con el pecado. La liberación de la “confesión de boca” en las celebraciones comunitarias de la penitencia es signo y lenguaje elocuente del anhelo de escapar de algo que resulta pesado y de difícil digestión para muchos creyentes de hoy.

         De ahí la comprensible pervivencia del tema en la normativa eclesiástica, en los textos orantes, en la predicación y en la catequesis. Hay que entenderlo: no se puede desembarazar uno de algo tan compacto, con tanto peso histórico, religioso y existencial. Muchos creen que es insuperable y hay también quien colabora, por más que consideremos eso como batalla perdida, a que todo siga como siempre. Cerrados a cualquier cambio, metidos deliberadamente en la burbuja religiosa, imponen su ley a quien entra en contacto con ellos. Su pertinacia es el lenguaje de las batallas perdidas.

         Es sobre todo en el tema de la moral sexual donde se ha experimentado mayor liberación, ya que era ahí donde la opresión había resultado más densa. El cristiano de a pie ha llegado a entender que el gestor de su sexualidad es él mismo sin injerencias clericales, tan habituales en el asunto. Ha visto que el evangelio no estaba reñido con el disfrute y el gozo que provienen de las relaciones sexuales humanizadoras. Ha comprendido que este, como todos los caminos humanos, ha de ser andado, corregido y experimentado desde las propias vivencias personales. Ha entendido que la estructura eclesiástica camine en esta materia a otro ritmo y, con ello, se ha lanzado a búsquedas que van más allá de la normativa eclesial.

         La pandemia de Covid-19 ha recordado al mundo de forma dramática que somos vulnerables. La vulnerabilidad se lee e interpreta siempre como un déficit de la existencia, como un desvalor. El mundo y la persona heridos son reflejo de la honda vulnerabilidad de la existencia histórica. Herido mientras te llega la muerte. Sin embargo, hay pensadores que muestran que la “herida infinita” que alberga el ser humano es su más honda posibilidad porque muestra su necesidad y posibilidad de apertura. Todo esto contribuye a mirar la vulnerabilidad no con los ojos rechazadores de quien lee en ella la realidad del pecado, sino con la mirada benigna y esperanzada de quien percibe una enorme posibilidad de vida.

         Entre los cristianos ha constituido un valor tener una fe “sólida”, de convicciones firmes, asentada sobre la roca de Pedro, se solía decir. La fe dubitativa, perpleja, zarandeada era un contravalor. Sin embargo hemos visto a grandes creyentes caminar en la duda y a fanáticos simples hacer gala de una fe rocosa. Nuestra fe no está asentada sobre certezas indiscutibles, sino sobre la adhesión del corazón. Y este se ve, a veces, zarandeado y perplejo. Sobrenadar el mar de la incertidumbre puede hacernos más fuertes y consigue una fe resiliente y flexible.

         El lenguaje de la vulnerabilidad es el de la in-certidumbre, no porque no se tengan convicciones, sino porque no se las entienden como universales y prestas para la imposición a todos. Es también lenguaje de in-firmeza, de “enfermedad”, para saber que no tiene terreno asignado como propio, sino que su tierra es el mundo compartido en el sobresalto y lo imprevisible que acarrea la carencia de salud. Es, además, lenguaje de in-seguridad, teniendo a raya la acumulación de bienes o de ideas que nos puede llevar a creernos invulnerables, siendo así que amanecemos cada día asomados al precipicio de la existencia.

         Para entender correctamente la fragilidad hay poner en marcha el principio de benignidad crítica. No es un principio exculpatorio, sino de componente empático. Se trata de, siendo honrados con lo real, leer la realidad y los caminos humanos desde la perspectiva de la comprensión, la empatía y la mirada bondadosa. Anida en ese principio el afán de establecer sintonías de amor, más que el interés explícito por una mejoría del comportamiento moral. La benignidad crítica está animada por el amor fraterno y no desespera de la bondad de la persona, por notables que sean sus fallos morales. Y desde ahí cuestiona lo incuestionable, creyendo en su posible reorientación.

         De lo que se desprende que, necesariamente, la fragilidad ha de ser acompañada. Así como el pecado deja en desamparo al pecador, la vivencia de las limitaciones como fragilidad apunta al acompañamiento como remedio único para ellas. No nos referimos tanto a un acompañamiento técnico, cuanto a la actitud personal de estar siempre al lado del hermano y no a su margen. Acompañar como actitud es haber logrado vivir fuera de la coraza de hierro que es la autorreferencialidad.

         De todo esto se desprende que nosotros optamos por el abandono paulatino del término pecado sustituyéndolo por el de fragilidad. Posiblemente este cambio no ofenderá a nadie y ayudará a posibilitar otra lectura de la debilidad humana distendiendo las nocivas nociones de la culpa y del temor que acompañan a la espiritualidad del pecado. Generará, además, prácticas de perdón que no conllevarán las exigencias incumplibles de una praxis pastoral montada sobre el pecado, para dar paso a otra asentada sobre la gracia.

         El barro cocido se vuelve fuerte. Todavía lo usamos en vajillas y utensilios de cocina, aunque haya otros materiales, el plástico sobre todo. La fragilidad pasada por la prueba se vuelve resistente y útil para el servicio. Una vida zarandeada puede terminar en naufragio, pero también puede salir fortalecida. De ahí que la fragilidad pueda ser entendida como una posibilidad. El pecado imposibilita, bloquea, desalienta. La fragilidad descubre nuevas fuerzas, termina dando con nuevos horizontes, suscita alegrías impensables. No es solo cuestión de distinto vocabulario, sino también de perspectiva vital diferente

         Podría pensarse que se excluye de todo esto la lucha contra la fragilidad. En modo alguno. Esa lucha es parte de sus posibilidades. Pero ya no es la lucha muchas veces estéril contra el pecado, sino el trabajo por superar lo superable desde una visión empática de la fragilidad. Es otra manera de encarar la limitación, más eficiente, más fraterna, más benigna.

         Esta perspectiva es la que va unida a la espiritualidad del cuidado. «En una sociedad sorda a los abrazos, el cuidado se convierte en una reivindicación permanente. Laas relaciones no se fundan en una historia de dominio, sino de respeto y de conciencia de cuidado, mostrarse conscientes de que en la vulnerabilidad hay que saber ser, al tiempo, cuidado y cuidarse», afirma L. García Montero.

         Así como la espiritualidad basada en el pecado destila una indudable hosquedad, la de la fragilidad es compatible con una indudable amabilidad. Envolver la fragilidad en amabilidad es disponerla a ser acogida y valorada de una manera humana. Más aún: la amabilidad es puerta de acceso al corazón frágil puesto que desencadena la confianza necesaria para que, por dentro, se abra la puerta del corazón. Se accede así al misterio de lo frágil, materia de la que está hecho el fondo de la persona.

 

Preguntas para los grupos:

 

  1. 1.    ¿Perviven los síntomas de exclusión en las comunidades cristianas?
  2. 2.    ¿Qué pasos posibles de igualdad se pueden dar en la Iglesia?
  3. 3.    ¿Cómo crecer sencillamente en la igualdad de género?

 

 

3

RECREAR LAS BÚSQUEDAS DE JESÚS

 

RECREAR LA FE BUSCADORA DE JESÚS

 

Puede parecer que, de salida, se atribuyen a las búsquedas de Jesús un horizonte excesivamente humano, cuando la teología le ha atribuido horizontes de otro calado (la salvación, la reconciliación de todo, la vida eterna, etc.). Un horizonte humano expandido (en la forma en que el caos que se autoorganiza llegue a determinar) puede ser, a priori, un horizonte para la búsqueda de Jesús y para las del grupo que le da adhesión. No es esto rebajar los componentes divinos o mesiánicos de Jesús, sino ponerlos en otro escenario. De este modo las búsquedas de Jesús y las del creyente no se desgajan de la historia ni se las sitúa en terrenos que conllevan una carga excesiva de inverificabilidad.

         Efectivamente, las búsquedas de Jesús entran en conexión con los anhelos humanos y no solamente no pierden sentido, sino que se insertan en el subsuelo de la vida para colaborar en el logro de su sentido pleno. Así es: la intemporalidad atribuida a la persona de Jesús ha llegado a oscurecer sus búsquedas. De ahí que atribuir a Jesús el papel de “buscador” resulta un tanto extraño, máxime cuando el exagerado proceso de divinización lo ha considerado como sabedor de todo y, por lo mismo, ajeno a la necesidad de buscar. Sin embargo, como diremos, él ha trabajado fuertes búsquedas posiblemente porque su vida se ha movido en un fuerte pathos espiritual, social y ético.

         Las búsquedas de Jesús se han amasado en los silencios y en las vivencias sociales. Son el componente místico y político de toda gran búsqueda humana. En el primer elemento se encontraría la oración de noche, el recurso a la Ley como lugar de encuentro con Dios, la misma celebración sinagogal, el retiro como técnica de ahondamiento. Y en el segundo elemento entrarían ahí los caminos, los dolores ajenos, las situaciones de injusticia, la lectura del momento social en que vivió. Todo mezclado, mística y política, habría sido escenario propicio para una búsqueda que apuntaba a lo nuevo más como anhelo de verdad que como interés por desmarcarse de lo establecido. Esto fue consecuencia de su  buscar la verdad, el sentido, el secreto de los días, la razón de vivir de una determinada forma social.

         ¿Se vieron cumplidas sus búsquedas? En la medida en que pueden ser, quizá sí. Pero eso no significa iluminar toda la zona de sombras. Sus logros fueron históricos, es decir mezclados a la limitación personal y social de él y su momento. Pero pueden ser paradigmáticos para quienes quieran ser de su grupo no tanto por los logros, como por la mística que subyace al trabajo de buscar: tendría sentido apuntarse a una tarea buscadora porque eso nos aproxima a la verdad de lo que somos, aquello que anida en los pliegues del alma y que da sentido a nuestros pasos. Ese impulso es la traducción del amor de Dios volcado, mezclado, unido a la historia desde dentro y que lleva a superar la negativización de la historia propiciando la reconciliación con ella.

         La mayoría de los grandes tratados sobre el Jesús histórico de los que hoy disponemos no dedican un solo apartado a la fe de Jesús. Hablar de aquel a quien se considera Hijo de Dios como de un creyente se considera obvio, superfluo o, mejor incluso, inapropiado. Aplicar a Jesús los trabajos, esfuerzos y dudas del creer no parece lo más adecuado. Sin embargo, dejar de lado este aspecto no es solamente negar de alguna manera el camino humano de Jesús, su ser persona histórica, sino que es despojarle de su más profundo itinerario interior. Así es: Jesús no es solo creyente para otros, sino también creyente para sí mismo; no solamente ofrece el mensaje a otros sino que él elabora mensaje para su propia necesidad espiritual. Comprender a Jesús como un creyente no  es solo afirmar lo evidente, sino que es asomarse y valorar maravillados los trabajos de fe de quien es revelador de la relación con Dios. 

         Aunque parezca una obviedad, hay que tener en cuenta que el Jesús histórico no es cristiano en sus elaboraciones de fe, sino judío. Por lo tanto, su camino creyente está enmarcado en la espiritualidad judía. Jesús amaba su religión; nunca renegó de ella; hubiera sido una impiedad inconcebible. Si la cuestiona en determinados puntos, algunos importantes, no fue porque no la amase sino porque, a su juicio, no funcionaba en los parámetros humanizadores de la espiritualidad de la alianza. Pero su búsqueda espiritual, por muy novedosa que se la quiera, habrá de ser compatible con el fondo mismo de la Ley, quizá no tanto con las formas que es donde se sitúa el litigio con el sistema religioso. Otra cosa es la visión que, posteriormente, nos brindan los evangelios tras la caída de Jerusalén y la época de un judaísmo en diáspora y un cristianismo en expansión. La búsqueda creyente de Jesús, como no podía ser de otro modo, se enmarca en el judaísmo muy anterior a Yamnia vivido con amor y cuestionado con sentido crítico. La novedad espiritual de Jesús tiene que ver sobre todo con la profundidad, con planteamientos de fondo.

         Algo con lo que los evangelios han tenido que lidiar es con todo el tema del mesianismo porque quizá el mismo Jesús y su entorno han tenido mucho que ver con él. ¿Cómo entender su búsqueda espiritual desde esa perspectiva? Las respuestas son muchas y puede que sean bastantes las que contengan elementos de verdad. Pero creemos que Jesús ha elaborado su fe en el trabajo por configurar, en su corazón y en sus caminos, un mesianismo pobre. Ahí está el quid: para la tradición mesiánica judía, el mesianismo se resuelve en el poder y la gloria ya que ser mesías desde la pobreza es una contradicción en los términos. Algo de eso pasa con la atribución mesiánica de los títulos cristológicos cristianos: se entiende y se celebra a Jesús como mesías de la humanidad desde el brillo y poder religioso, desde el anhelo de reconocimiento por todos los pueblos de la tierra. Si fuera esto así, ¿cómo Jesús habría logrado unir, en su corazón y en su vida, mesianismo y pobreza? Solo se nos ocurre una respuesta: en su convivencia directa con la pobreza, en su opción por escapar de algo que atosiga tanto, hasta entender que en un Dios de pobres y en el fondo último de las pobrezas anida un sueño inagotable de justicia que da sentido a la utopía de los pobres: la sociedad distinta.

         Además, es un rasgo del trabajo creyente hacer, de mil maneras, la pregunta sobre Dios, de lanzar, desde todos los ángulos, preguntas a Dios, cuestiones que casi nunca tienen respuesta. Los trabajos de fe de Jesús han sustituido las preguntas por la certeza, simple pero sosegante, de que Dios hacía camino con él en cualquier vicisitud por la que pasara su vida. O, al menos, así lo ha comprendido la tradición evangélica cuando, a su manera, nos ha querido abrir un poco la puerta del alma de Jesús. Quizá se dé esta situación porque preguntar a Dios de modo directo, y más si se hace exigentemente, puede parecer una impiedad. Pero la tradición veterotestamentaria está llena de preguntas, a veces duras, a Dios. Da la impresión, incluso en la posterioridad de los evangelios, que Jesús acoge a Dios lejos de las preguntas, con la fe de quien ama sin preguntas y sin esperanzas interesadas. Un Dios que se acoge en un amor que se entiende bueno y liberador, todo bien.

         Cuando se analizan los trabajos de fe de Jesús, y extrañamente a la realidad social y religiosa de la época, se percibe un estilo de fe que podríamos decir secular, poco religioso. Es verdad que, según los evangelios, Jesús ora, aparece por la sinagoga y el templo, respeta la normativa religiosa y las tradiciones aunque cuestione, a veces, su inhumanidad, etc. Pero no se respira un ambiente religioso, sino más bien laico. No se percibe a Jesús como un recitador de salmos o un inventor de oraciones. Sus experiencias primigenias, como la del bautismo, no son propiamente religiosas, sino de contenidos sociales. Sorprende este componente de laicidad que haría parte de la primera experiencia, aunque luego tomará otros derroteros.

         La fe de Jesús apunta a la verdad de la persona, a lo que es uno realmente ante Dios, no a lo que su vida tiene de representación en el escenario social. Por eso, con su manera de creer, hizo ver a quienes eran tenidos por descreídos que su no-fe era algo de más calidad que la pretendida fe de quien se situaba en el sistema. Su manera de creer abrió una puerta a la supuesta increencia de los excluidos del sistema. Hizo ver que la mística, el amor que anhela, no es patrimonio de la religión, sino que pertenece al tesoro de la vida, por muy herida que esta se halle. Esta increíble novedad abre un camino a los comportamientos del grupo de Jesús en una sociedad como la nuestra.

 

EL ICONO DE LA BÚSQUEDA INAPAGABLE

DE LA JUSTICIA

(Lc 18,1-8)

 

         El relato corrientemente denominado “parábola de la viuda y el juez” se inserta, como los anteriores, en el largo viaje lucano de Jesús hacia Jerusalén. En tal viaje hay lugar para instrucciones sobre temas diversos, incluido el de la oración. Pero el contexto de tal viaje imprime una perspectiva nueva a este clásico tema de la piedad religiosa.

         Efectivamente, más que el tema de la oración como tal, lo que se quiere subrayar es el anhelo de la justicia esencial. Así es, el texto que antecede (Lc 17,20-37) habla de la expectación sobre el día de la llegada del reino y el que sigue (Lc 18,9-14) más que de dos modelos de oración de lo que habla en el fondo es de dos maneras de situarse ante la promesa del reino. Es en este marco de anhelo del reino donde se plantea el tema de la justicia esencial. Ésta, la justicia, es el dinamismo de fondo de la realidad del reino.

         Desde esta perspectiva ideológica es preciso entender la relación dialéctica entre el juez injusto “que ni temía a Dios ni le importaban los hombres” (Ton theon mê phoboumenos kai anthrôpon mê entrepomenos: Lc 18,2) y la viuda tenaz que pide justicia “frente a su adversario” (Apo tou antidikou mou: Lc 18,3). El primero, lógicamente, no puede ser tipo de la justicia de Dios. Así es, la justicia del juez es lenta (“por bastante tiempo”: Meta de tauta: Lc 18,4), comodona (“me está amargando la vida”: Dia ge to parejein moi kopon tên khêran tautên: Lc 18,5), deseosa de acabar de una vez para que se le deje en paz (“que venga continuamente a darme esta paliza”: Hina mê… hypôpiazê me: Lc 18,5). Es una justicia podrida en su fondo porque no escucha los anhelos de justicia que brotan de las situaciones de pobreza.

         Por eso, el antitipo de este juez venal  es un Dios que responde a los anhelos de quien hambrea un mundo de justicia: a) Dios “reivindicará a sus elegidos” (Ou mê poiêsei tên ekdikêsin tôn eklektôn autou: Lc 18,7), se pondrá de su parte, un Dios parcial; b) “no les dará largas” (Kai makrothymôn ep’autois: Lc 18,7) porque hacer esperar al anhelante de justicia es aumentar el nivel de injusticia; c) escuchará a los que le “gritan día y noche” (Tôn boôntôn pros auton hêmeras kai nyktos: Lc 18,7), porque, desde antiguo, es una Dios que escucha los gritos de los sojuzgados.

La “reivindicación sin tardanza” (Hoti poiêsei tên ekdikêsin autôn en tajei: Lc 18,8) es sello del anhelo de la justicia del reino. No es algo que se pueda posponer sine die. Ahora bien, la gran pregunta queda en el aire: “Cuando llegue el hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar en esa fe en la tierra?” (Ho huios tou anthrôpou elthôn ara eurêsei tên pistin epi tês gês: Lc 18,8). Es decir, ¿van a ser capaces los seguidores de Jesús que hacen camino con él de mantener vivo el anhelo de la justicia a pesar del bombardeo de la injusticia y de todas las técnicas disuasorias de una sociedad anclada y asentada en la injusticia?

 

Derivación: Una ética para la justicia esencial

 

En nuestra sociedad da casi vergüenza hablar de justicia. Es como si éste valor sustancial produjera malestar al ciudadano de a pie. Hablar de justicia, demandarla, gritar en su nombre resulta trasnochado, como si uno estuviera anclado en mayo del 68. Quizá sea esto así porque lo individual ha copado el todo del ámbito humano moderno y la justicia tiene que ver, sobre todo, con planteamientos colectivos. “La necesidad de equilibrar lo individual con lo colectivo es uno de los grandes dilemas de la ética. El valor de la autonomía y de la libertad individual ha sido lo más desarrollado, y a medida que eso evoluciona resulta más difícil hacer al individuo partícipe de lo colectivo, que piense en los demás, pero no cabe duda de que hay que tender a esa armonía y a un concepto de justicia que viene de los griegos. Al fin y al cabo, la ética busca lo universal. El relativismo absoluto, aunque suene a contradicción, es opuesto a la ética”. Este anhelo de lo universal justo es un elemento insustituible de la experiencia de fraternidad social.

         La justicia es  el componente “político” del seguimiento, su participación en el devenir social desde una honda compasión histórica. Este componente es insustituible y, de alguna manera, da sentido al componente “místico”  ya que lo hace visible y, por ello, verdadero. De ahí que una experiencia espiritual que no parta y no aboque al anhelo de la justicia se pierde en el marasmo de lo religioso.

         Por lo mismo, hasta la tarea orante ha de nacer y llevar al logro de la justicia esencial. J. Chittister muestra en páginas muy luminosas el cambio que supone en una comunidad contemplativa poner el horizonte de la justicia como algo tomado en serio. “La oración cambió para incluir una nueva conciencia sobre la política nuclear y sus amenazas”. Son cosas, aparentemente, incompatibles. Pero no. El camino de inocular la preocupación y el compromiso con la justicia puede que sea la “salvación” de la oración y de la misma liturgia para que éstas no queden atrapadas en la rutina, en el rito. El cristianismo en general tiene que andar todavía un gran trecho si anhela este horizonte. Y sin embargo, como decimos, existe en ello una gran oportunidad de revitalización. Las palabras del profeta D. Bonhöffer siguen sonando veraces: “Nuestra iglesia que durante años solo ha luchado por su existencia, como si esta fuera una finalidad absoluta, es incapaz de erigirse ahora en portadora de la Palabra que ha de redimir y reconciliar a todos los hombres y al mundo… Por esta razón, las palabras antiguas han de marchitarse y enmudecer y nuestra existencia de cristianos solo tendrá, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres». La oración mezclada a la justicia, ambas realidades unidas.

         Estos son los caminos de la justicia esencial. Ésta no consiste, inicialmente, en meras estrategias, políticas o económicas, para el logro de la justicia. Se trata de una actitud que anida en los trasfondos de lo humano, en la base de lo que somos. Es más, pues, algo que hace relación a la espiritualidad. En ese dominio es donde emparenta con la oración. Una oración por la justicia no es una mera actividad religiosa sino una manera de leer e interpretar los anhelos profundos de la historia, un transitar la búsqueda del sentido. No deja de ser algo que se escapa de nuestras manos. Por eso resulta pertinente la pregunta del texto lucano: “Cuando llegue el Hombre, ¿qué?, ¿va a encontrar esa fe en la tierra?” (Lc 18,8). Se refiere a la fe en las posibilidades de la justicia para revertir la órbita de la historia.

 

LA BÚSQUEDA DE LA LUZ

 

«Estoy siempre persiguiendo la luz.

La luz convierte en mágico lo ordinario»

 

Trent Parke

 

 

         El discurso teológico suele hablar de Dios con contundencia, diciendo qué es y qué no es, qué quiere y qué no quiere. En realidad, habla de algo que se escapa al discurso humano y, cuanto más se le encasilla, menos probablemente se atina. Por eso hay quien postula el cambio mismo del vocablo “Dios”, por patriarcal y reaccionario. No hay que olvidar que los vocablos los creamos los humanos. Y, por ello, son susceptibles de cambio, siempre que tal variante deje más claro lo que queremos decir. No hay que temer tocar el vocablo “Dios”.

         Efectivamente, queremos hablar de algo que se esconde y huye. Y queremos hacerlo con los argumentos de una pretendida ciencia que encasilla todo en beneficio de una supuesta claridad y comprensión. Por más que las bibliotecas de teología y espiritualidad sean inmensas, eso no aumenta el conocimiento del misterio de Dios que escapa en la metáfora de un “ciervo” huidizo, según san Juan de la Cruz. Solo la mística ha caminado anhelante tras un Dios que no se deja atrapar.

         No renegamos del lenguaje teológico, sino de su increíble inmodestia.  Si hubiera sido elaborado con la levadura de quien duda, de quien tantea y sugiere, en lugar de quien dictamina, define y condena, tal vez habría hecho un beneficio mayor a la fe. Que haya quien vigila el lenguaje, quien acumula dosieres inculpatorios, quien excluye y condena por la inadecuación de un concepto, indica el abismo en el que hemos caído. Pero siempre se podrá salir de ahí no tanto por el camino de la discusión dialéctica, sino por la ofrenda de las propias experiencias de búsqueda espiritual. Se pueden compartir los derroteros que van tras el misterio, incluso los extraviados.

         En esta línea, se podría nombrar la realidad de Dios como “el misterio”. Por de pronto, la indeterminación de la expresión es compatible con la libertad de un Dios que no puede ser encasillado. Además, el vocablo sugiere una hondura que no se puede alcanzar por métodos absolutamente racionales, aunque la razón no quede desterrada en este camino hacia lo que huye. Incluso el vocablo “misterio” deja abierta la puerta a la posibilidad de compartirlo, ya que eso no se consigue por vía académica, sino por los incomprensibles vericuetos del amor.

         El Jesús evangélico tiene que ver con el misterio más que con el discurso teológico explícito. Da la impresión de ser alguien que, usando los moldes sencillos de su propia religión, ha entrado en el misterio que envuelve la vida y lo ha sabido plasmar en actitudes y comportamientos que abrían a una realidad nueva. Algo de eso parece que han sentido las gentes que, sobre todo al principio de sus andanzas por Galilea, han entrevisto. Superando las constricciones culturales y religiosas parece que ha percibido de manera bastante nítida la conexión del misterio con la vida. Y da la impresión de que el camino usado para lograr tal conexión no ha sido el mecanismo religioso, algo externo, sino una experiencia de tipo personal que tiene que ver con lo profundo, con la simple verdad de lo que uno es.

         El creyente en Jesús se ve arrastrado con él al misterio. Igual que él, también intuye que la realidad de Dios se le escapa. Pero, a la vez, percibe, más allá de los años y de una historia muchas veces alejada del evangelio, que Jesús le muestra y le entreabre las puertas del misterio. Ya no se exclusiviza la experiencia creyente en planteamientos ideológicos, sino que la vivencia se abre paso y el horizonte que se dibuja es el de la novedad de un amanecer. No es fácil construir un lenguaje nuevo, pero hay balbuceos.

         Aunque más mitigada que en épocas pasadas, sigue abierta la polémica sobre la conciencia mesiánica de Jesús. Nosotros no entramos en ese terreno. Si nos parece difícil entendernos en nuestra propia entidad, mucho más arduo es pretender entrar en la conciencia de Jesús a través de unos textos tan mediatizados como los evangelios. Ante nosotros no pierde nada el perfil revelador de Jesús porque él se entienda de una manera u otra y porque nosotros lo sepamos o no. Gran parte de nuestra vida y de nuestra experiencia cristiana la vivimos desde el no saber lo que somos. Sigue vigente el viejo consejo de los sabios griegos “conócete a ti mismo”, aun sabiendo que nuestros limites son muchos.

         Nuestra mirada a Jesús percibe sus trabajos por revelar un nuevo perfil de Dios como condición necesaria para acoger su propuesta de vida nueva. Efectivamente, sus esfuerzos han querido revelar, desvelar, rasgar los velos, prejuicios, tópicos consagrados, encubrimientos interesados, temores infundados, ideas esclerotizadas, con los que se ha envuelto y ocultado el perfil de Dios. Y ha logrado hacerlo en maneras de comportamiento pegadas a la vida como, por ejemplo, comiendo con pecadores. Dice J. A, Pagola: «Lo que más escandaliza de Jesús no es verle en compañía de gente pecadora, sino observar que se sienta con ellos a la mesa. Estas comidas con “pecadores” son uno de los rasgos más sorprendentes y originales de Jesús, quizá el que más le diferencia de todos sus contemporáneos y de todos los profetas y rabinos del pasado». Estos trabajos de desvelamiento constituyen su conciencia-para-nosotros, su saberse llamado a lo nuestro. Somos nosotros quienes lo percibimos así: revelador, desvelador.

         Por eso mismo, los cristianos no creemos en Dios en general, sino en la manera precisa del Dios revelado por Jesús. Viendo los comportamientos cotidianos de Jesús deducimos el perfil de su Dios: Jesús acoge a pecadores, el Dios de Jesús acoge a pecadores; Jesús elogia la generosidad, el Dios de Jesús es generoso; Jesús ofrece segundas oportunidades, el Dios de Jesús abre la posibilidad de una nueva oportunidad; Jesús sueña con el fin de las penas de los pobres, el Dios parcial de Jesús empuja en la dirección del señorío de los pobres. Y así sucesivamente. En esta traslación de las actitudes de Jesús al perfil de Dios se palpa el carácter revelatorio de la persona de Jesús,

         Muchos cristianos creen que esto no es suficiente para creer con fe “sólida” (¿quién y cómo se mide la solidez de la fe?). Pero ¿no es suficiente para generar adhesión a Jesús, para amarle, para enamorarse de él, para seguir con él? ¿No es justamente en esa adhesión donde el evangelio pone su interés? Desde ahí puede entenderse que el ámbito de lo humano y el de la revelación confluyan: el Dios de Jesús se nos revela para ahondar en humanidad. Así el objetivo de la revelación no es una creencia, sino una hermandad en lo humano. ¿Por qué un planteamiento tal decepciona y no entusiasma? ¿Qué espera realmente el cristiano de Jesús?

     

Si, con lo que antecede, se propone irse alejando del lenguaje de Jesús como Hijo de Dios y sustituirla por la de revelador del Padre, no es porque se niegue aquella, sino porque se elige un modo lingüístico que se considera más concorde con la espiritualidad evangélica. Efectivamente, consideramos que la frase “Jesús es hijo de Dios” pertenece más al ámbito del pensamiento griego, mientras que la de “Jesús es el revelador del amor de Padre” es más compatible con el pensamiento bíblico. Sabemos que una opción de lenguaje, por más que sea algo provisional, es importante para conformar la fe.

         Entender y adherirse a Jesús como revelador del amor del Padre es reconocer su papel de mediador en el camino de la fe. Cuando los evangelios acuñan la frase “tu fe te ha salvado”, se refieren a la fe en Dios, necesaria para transformar un suceso de vida en signo de fe. Él es quien activa, con palabras y hechos, la fe necesaria para acceder al misterio. Si los evangelios demandan una cierta fe en Jesús es como cauce de acceso al Padre, como senda que se orienta hacia lo incognoscible, hacia lo divino. Él es camino porque es verdad y vida su valiosa mediación.

Toda la realidad de Jesús apunta al misterio.  Él es uno que persigue la luz para sí mismo y para los demás. El objetivo es entrever la luz y llegar a ella. Esa mediación revelatoria es el decisivo papel de Jesús en el proceso de la experiencia cristiana. No es, pues, extraño que se tome ese derrotero lingüístico aunque no esté perfilado del todo. No rebaja para nada el valor espiritual de la persona de Jesús y realza su capacidad de revelador de un perfil de Dios que envuelva y “deslumbre” al creyente para generar una feviva.

Según la expresión primojoánica, la revelación ha de tener lugar “en la carne”, en la historia. Fuera de ese ámbito, lo revelatorio pierde sentido. De manera que si lo histórico no cobra una dimensión nueva, más luminosa, en su relación con Jesús, no ha cumplido su función. Iluminar la vida, ser lámpara para nuestros titubeantes pasos, norte para nuestros extravíos, ésa es la tarea asignada al revelador del amor del Padre. Algo que va más lejos que la mera asignación de un título cristológico.

 

 

Preguntas para los grupos:

 

  1. 1.    ¿Qué sería hoy una “fe buscadora”?
  2. 2.    ¿Cómo buscar la justicia en nuestro contexto social?
  3. 3.    ¿Cómo habría que revelar el amor del Padre al ciudadano/a de hoy?

 

 

4

RECREAR EL SUEÑO DE JESÚS

 

EL COMPONENTE ECONÓMICO DEL SUEÑO DE JESÚS

 

¿Vieron a Jesús como un soñador aquellos que compartieron su marcante experiencia itinerante? Probablemente no. Más aún, se observa en el NT una cierta desconfianza hacia los sueños. De ahí que hablar de Jesús como soñador es demasiado. Cualquier otro apelativo le iría mejor. Además podría aducirse que el nivel social en el que Jesús pareció moverse no es propicio para muchos sueños. Bastante se tiene con sobrevivir día tras día. Todo ello tiene sentido, pero los desplazados sociales albergan sueños, los que sean, en su dura trayectoria histórica. Otra cosa es que afloren, que alguien los haga aflorar, o no.

         No habrá gran dificultad en admitir que Jesús hizo soñar a los pobres con su programa de dicha para ellos y su tenacidad en recordarles su invitación al banquete de la vida. Más aún, les hizo soñar con la certeza de que ellos son los únicos que tienen un sitio de “privilegio” en la sociedad nueva no porque sean mejores que otros, sino porque son pobres. Nunca se termina de responder a la cuestión de por qué los más bajos en la pirámide social seguían a Jesús, al menos en la primera época de la predicación en Galilea. ¿No podría ser una respuesta que la propuesta de Jesús y los sueños de los pobres, humildes, ocultos y casi enterrados, conectaron con ella y volvieron a resurgir? ¿No habrá que volver a la cuestión de la centralidad del pobre como esencial a la hora de recrear el sueño y la propuesta de Jesús?

         Podríamos decir, si no pareciera exagerado, que, además de a los pobres, Jesús hizo soñar al mismo Dios. Éste, según la Palabra muchas veces reiterada, tiene un sueño: que la historia se plenifique en el amor y, para ello, el signo histórico para las personas  es llegar a la fraternidad igualitaria, a la economía del cuidado, a la lógica del reino opuesta a la lógica neoliberal. Aquí se ancla su sueño de vivir en este mundo como se vivirá en el mundo pleno. Para ello, hay que desplazarse del sistema neoliberal hacia un sistema de hermandad, de la economía del lucro que mata  a la de la fraternidad que engendra vida.

No importa que el fracaso de Jesús y de tantos otros empeñados en causa similar se esgrima como razón para el abandono de este hermoso sueño. También puede esgrimirse como semilla de esperanza. Y los sueños sembrados terminan por germinar, aunque sea en tiempos futuros. Por eso, podría ocurrir que el sueño de la sociedad nueva urdido en el alma Jesús haya sido postergado, incluso en ocasiones abandonado. Puede volver a resurgir con fuerza, ya que la semilla se echó en el surco con vocación de futuro. Por eso, la fidelidad a Jesús no se medirá por el vigor de comportamientos religiosos o morales sino, más bien, por la fe en su sueño. El seguidor de Jesús persigue, en el fondo, un sueño.

         Tradicionalmente el evangelio ha sido situado en terrenos ajenos a la economía. Se ha entendido que, por más que los evangelios hablen de comportamientos “económicos”, lo relativo al dinero y lo concerniente a Jesús iban por caminos distintos. Sin embargo, es cosa asumida desde hace tiempo entre los católicos que el evangelio ha de entrar en la economía. Quizá cuesta un poco más percibir que el mismo evangelio, el sueño de Jesús, comporta un “sueño de economía fraterna”. No se trata de establecer distintas economías. No hay más que una, aquella que se urde en las relaciones humanas. Lo que interesa es si esa economía puede alcanzar cotas de humanidad y, por ello, pueda considerarse que hace parte del sueño hermoso de Jesús. De cualquier manera, si la economía no hiciera parte del sueño de Jesús, éste  correría el riesgo de ser una fantasía.

         No conocemos bien los modos de vida económica del mismo Jesús. El calificativo de tekton (el obrero en trabajos con madera) tiene en la historia del cristianismo primitivo un cierto matiz de menosprecio: trabajar con las manos no es una buena carta de presentación de quien pretende hacer la oferta de un sueño que seduzca. En los evangelios no se aprecia ese matiz denigratorio. Quizá esa perspectiva de un trabajador manual unida a la de un cierto componente “aldeano”, de baja ruralidad, ha dado una orientación a la visión económica de los evangelios: una economía desde la vertiente de las pobrezas apoyada en la certeza de un Dios que está del lado de los pobres. Por eso mismo, se observa una cierta acidez en la manera de ver la relación de las diferentes clases económicas: el evangelio sería para los pobres con un cierto matiz de exclusividad.

         De ahí que la propuesta económica de Jesús tenga esos matices que vienen de la experiencia de marginación económica: desencanto hacia las posiciones económicas de los poderosos, desestimación de la acumulación, solidaridad que logra que llegue para todos no siendo obstáculo la pobreza, reordenamiento del hecho social desde la centralidad del valor peculiar de las pobrezas. Jesús propone una economía desde la perspectiva de la reversión de las pobrezas históricas para llegar al logro de una economía de igualdad o, mejor, de equidad. Sin perderse en los matices, siempre valiosos, lo importante es percibir este desasosiego económico, ese sentimiento de rebelión, que late en la propuesta económica de Jesús porque tal sentimiento puede ser engendrador hoy de una resistencia lúcida ante un sistema financiero que sofoca los anhelos de vida de grandes masas del planeta. Ese desasosiego puede ser determinante para mantener vivo un sueño que, hoy más que nunca (por el simple crecimiento poblacional), sigue planteado con todo su vigor.

         Desde aquí se puede medir la dificultad del grupo de seguidores para entender una propuesta de seguimiento tras un sueño motivado por un desasosiego de desigualdad. Mezclado el sueño de poseer a la idea del mesianismo da como resultado el disgusto que se percibe cuando el soñado mesías no cumple las expectativas económicas: ¿qué se puede esperar de un mesías que lava pies, que habla de entrega y de servir, que hace de la desacumulación uno de los principios de cambio económico, que cree en el extraño mesianismo del compartir? ¿Qué beneficios se pueden obtener de un mesías antieconómico, desestabilizador, desprendido y no sujeto a los modos de patronazgo de la época?

         Los evangelios podrían haber sido para los creyentes en Jesús una herramienta de cambio económico y social. Pero, todo lo contrario, han sido entendidos como un apaciguador de propuestas económicas reivindicativas. Por eso hoy, el sueño económico de Jesús experimenta la cercanía a todas las teorías económicas que nos ofrece la sociedad y no tienen el ánimo de lucro como primer objetivo: la economía del bien común, de la sobriedad feliz, del decrecimiento, de la economía colaborativa, etc. Son movimientos sociales que se aproximan más al sueño económico del evangelio que los modos neoliberales que aún se mantienen, en la práctica, en maneras consagradas por las leyes y la misma moral religiosa.

         Este componente económico del sueño de Jesús descrito de esta manera es tachado, con frecuencia, de una enorme ingenuidad cuando no de una absoluta ignorancia. En su desacreditación está su fuerza porque nadie se empeña en el descrédito si no teme algo. El valor del sueño de Jesús no está en sus argumentos técnicos, que siempre serán necesarios, sino en una mística, aquella que sigue soñando, más allá de connotaciones históricas, en un mundo donde es posible una economía de igualdad y de equidad. Es el sueño que, según la Palabra, alberga el mismo Dios.

 

EL SIGNO DE LO ALTERNATIVO

(Jn 2,1-12)

 

         De salida, es preciso superar dos perspectivas de lectura: la historicista y la sacramentalista. La primera trata el texto como una historia ocurrida a Jesús y su familia. Más allá de cualquier posibilidad, esa lectura es estrecha e improductiva de cara al Mensaje. La segunda es un evidente anacronismo difícil de sustentar. Hay que intentar alguna otra variable de sentido.

         El marco esponsal , es apropiado para hablar de cambios de una alternatividad que proviene de la adhesión, del amor. Efectivamente, el amor será el motor para tomar una postura alternativa. No se plantea esto por razones ideológicas, sino por los ignotos caminos del corazón. La invitación a la boda a Jesús y a sus discípulos genera el mejor marco posible para la alternatividad (“Hubo una boda en Caná de Galilea”: Gamos egeneto en Kana tês Galilaias: Jn 2,1).

         La primera parte del diálogo entre “la madre” (Hê mêtêr) y Jesús desvela la dificultad inicial para situarse en planos de comprensión equivalente. El modismo “¿Quién te mete a ti en esto, mujer?” (Ti emoi kai soi gynai: Jn 2,4) está indicando la diferencia de plano de los actantes: la mujer entiende desde el mesianismo potente, Jesús desde la entrega del reino que es un camino de alternatividad.

La madre y lo que representa, el Israel fiel que quiere dar un paso hacia la nueva comunidad, tiene hartas dificultades para entender los mecanismos del reino como cambio de adhesión, como alternatividad. Lo entiende en los modos mesianistas de la potencia, modos que afianzan la vieja adhesión pero que no abren a otras posibilidades. De ahí que la propuesta de la mujer “a los sirvientes” (Tois diakonois), cae en el vacío como apuntando a otra expectativa.

El paso a lo alternativo ha de darse cayendo en la cuenta de qué es aquello que se quiere abandonar, la vieja adhesión. En ese sentido, el v.6 es paradigmático: encierra en un verso “tallado” todo lo que para el cuarto Evangelio supone la vieja adhesión, la alianza primera desde la que es preciso desplazarse hacia la nueva comunidad.

Efectivamente, la metáfora de las tinajas vacías refleja esa realidad que ha quedado superada por la propuesta del reino. Se trata de una realidad fija, estática, inamovible, incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos: “Estaban allí colocadas”, clavadas, estáticas, inamovibles (Êsan de ekei). Eran tinajas “de piedra” (Lithinai), que tienen que ver, idiomáticamente incluso, con las realidades expresadas en una Ley inscrita en las “losas de piedra”. Es una realidad destinada “a la purificación de los Judíos” (Kata ton katharismon tôn ioudaiôn). Lo bueno de la purificación es, sin duda, el acercarse a Dios en condiciones de máxima pureza ritual. Pero la debilidad histórica demuestra que la persona es falible y debe recurrir constantemente al rito de purificación. Es decir, las tinajas pueden purificar, pero no solucionan la situación de la conexión con lo divino de raíz. O sea, purifican, pero no salvan. Además, la purificación está en manos de los Judíos, de los dirigentes; ellos controlan y manipulan la realidad religiosa. Dios ha perdido el “control” sobre los mecanismos religiosos. Estos, se apropian de Dios. Por otra parte, la enorme capacidad de las tinajas (Metrêtas duo ê treis cada una: unos seiscientos litros en total) está sugiriendo, con una cierta ironía, la ineficacia del viejo dinamismo: demasiada agua para un rito purificatorio que no consigue nada. Y además, como se deduce del v.7, están vacías. Estatismo, vieja alianza, ineficacia, manipulación, inutilidad,  vacío, etc…, estos son los ingredientes que mezcla la comprensión que de la vieja adhesión tiene el cuarto Evangelio. No solamente por razones históricas, sino incluso literarias, se extrema la situación que se quiere abandonar para llenar de más sentido la nueva propuesta que se propone.

Esa nueva perspectiva viene depara por “el vino de calidad guardado hasta ahora” (Ton kalon oinon heôs arti: Jn 2,10). El vino tiene una importancia decisiva como referente microcósmico en la antropología bíblica: simboliza la amistad compartida, el gozo participado, la alegría multiplicada. Y de ahí, la realidad de lo nuevo, el horizonte inesperado, la novedad que surge imparable, la utopía tocada con las puntas de los dedos. Todo eso está encarnado en el vino que es Jesús, Mesías guardado hasta ahora. Por eso la alternativa a las “tinajas”, a la alianza primera, es “el vino”, la realidad del Jesús que suscita vida, alegría y esperanza.

Tres personajes comienzan el itinerario nuevo de adhesión: los sirvientes que “habían sacado el agua” (Hoi êntlêkotes to hydôr: Jn 2,9), el maestresala que testifica ente “llamando al novio” (Phônei to nymphion: Jn 2,9) y los discípulos que “le dieron su adhesión” (Episteusan eis auton hoi mathêtai autou: Jn 2,11). El verdadero signo no es el agua cambiada en vino sino el cambio de adhesión que abre las posibilidades de una época nueva de la historia. Es el milagro de la posibilidad de un cambio de adhesión, una alternatividad que abre a la esperanza, un situarse ante la realidad con el lenguaje de lo nuevo.

 

Derivación: Las pobrezas como alternativa

 

         Aún persiste la maldición de la pobreza y acompañará al devenir humano por mucho tiempo. No es fácil reorientar el curso de la historia. Es imposible hablar de alternatividad a quien sufre la dentellada de la pobreza severa. De ahí que se lea como una maldición y no como un posible lugar de encuentro, mucho menos como una alternativa a otra manera de entender el hecho social.

         Y, sin embargo, el pensamiento moderno va elaborando “teorías”, paradigmas de novedad, que tratan de integrar a las pobrezas en el pensamiento humanista actual no solamente como una parte del mismo sino como un dinamismo que puede tener una cierta decisividad. Planteamientos como los de la civilización de la pobreza, la economía del bien común, la sobriedad feliz, el decrecimiento, etc., tienen a la base el anhelo de integrar el mundo de las pobrezas en la economía real, creyendo que todo ciudadano ha de tener el derecho a una vida digna. Es lo que el Papa Francisco llama la economía de inclusión.  Son profecías sociales que confluyen con el fondo mismo del Evangelio.

         A veces se dice que el cristianismo es propio de una sociedad de pobres que no ha sabido elaborar una mística compatible con una sociedad del bienestar. Quizá por eso haya que intentar una lectura de los textos bíblicos conectada a esta sociedad del llamado bienestar. En ese caso se podría intentar, al filo de textos como Jn 2,1-11, una lectura del bienestar desde la justicia debida a los empobrecidos. Y ello no solamente para censurar los indudables desmanes de tal bienestar, sino también para percibir la parte que se adeuda a los empobrecidos por razones de equidad, de justicia o de mera reparación histórica.

         Desde ahí podría entenderse el mundo de las pobrezas como un mundo positivamente alternativo: cuando las pobrezas entran en la dinámica de la economía real las posibilidades de un mundo humano se acrecientan; cuando los empobrecidos van ocupando el sitio que les corresponde en las estructuras económicas se genera un horizonte de más luz para lo humano. Así las pobrezas pueden ser alternativa social y económica saludable, no solamente un peso para una economía de mercado que, a la postre, se sacude la desagradable carga de los pobres.

         ¿Puede la sociedad encontrar salida por la aportación de las pobrezas? Sin duda, ya que su colaboración al horizonte de la justicia, a la utopía de lo humano, al sueño de la fraternidad social puede ser decisivo. Ese es, quizá, el “vino guardado hasta ahora”, el dinamismo en el cual no se termina de creer, el potencial menospreciado que espera a ser puesto en marcha, a ser considerado como una posibilidad para que la historia humana tome otros derroteros. Matar estos sueños, considerarlos “oxidados”, pasados de moda, inservibles, no puede ser sino una ceguera propia de personas que quieren ceder su secular parcela de poder.

 

EL SUEÑO DE MANTENER ACTIVADA LA PALABRA

 

         La Palabra es una realidad viva. Y, dependiendo del uso que se le dé, puede ser un dinamismo de vida puede ser una realidad muerta, desactivada.  La forma más habitual de desactivación es la banalización, el tratamiento superficial de la misma. Se escucha, se saben los relatos por fuera, se los trivializa, se hacen bromas y chistes con ella. Signo de ello es la proclamación litúrgica: sale un lector/a que no ha preparado la lectura, la lee con frecuencia sin tender lo que dice, la asamblea escucha estoicamente y se termina con el sello de “Palabra de Dios”. La lluvia de la Palabra no ha tocado la verdad de la persona.

         El mayor problema en la presentación y comprensión de la Palabra es el historicismo: se da peso a los relatos, se los valora, se cree en su contenido en la medida en que se piensa que son históricos. Esta  opción, vigente a tope, es la peor a la hora de valorar la Palabra no tanto porque no se crea que muchos de ellos  puedan tener un sustrato histórico, sino porque esa no puede ser la intención del relato bíblico. Son textos que contienen experiencias espirituales, no demostraciones de su veracidad histórica tal como entendemos hoy la historia. Esta orientación es demoledora y resulta casi imposible de superar. Solamente una formación bíblica continua puede llevar a derrotar ese obstáculo, un verdadero pre-juicio, que lo invade todo. La imposibilidad de mantener esta postura con un mínimo de racionalidad lleva a la desactivación del mensaje espiritual del texto.

         Otra manera de desactivar la Palabra que, además, se une a la autoridad religiosa es hacer de ella la “esclava del sistema religioso”. En lugar de activar, depurar, interpelar, reorientar el sistema, se toma a la Palabra como elemento de confirmación sacral de ese sistema. Esto se hace en virtud de la creencia de que la autoridad consagrada está por encima de la Palabra y se tiene la evidencia de que se puede definir, y manipular, su sentido. La Palabra queda desactivada en beneficio de una entidad que, con frecuencia, desvela la lejanía del evangelio. Es complicado devolver a la Palabra su componente profético y  cuestionar el uso fraudulento que de ella hace el sistema religioso. Quien lo haga, sabe que ha de aprestarse a consecuencias graves.

         Un modo de evidente desactivación de la Palabra se da en el uso que no pocos políticos hacen de la Biblia. Resulta inaceptable el enarbolamiento de la Biblia, como símbolo de la fe, para presentarse como aliado de la divinidad que apoya una concreta opción política. Se trata, en el fondo, de una manipulación burda de lo divino que, por lo visto, da pingües resultados electorales. El Dios manipulado, preso de maniobras políticas, nada tiene que ver con el Dios de Jesús y ni siquiera con el del AT. Coartar la libertad de Dios es máxima expresión de increencia. Quien enarbola la Biblia es, por ese motivo, un alejado de la fe bíblica. El poder que se aferra a la Biblia como símbolo a su favor sufre, en realidad, una constante y fuerte crítica a su gestión política. La palabra que juzga, lo hace en primera instancia a quien la manipula.

         Lo contrario a la Palabra desactivada podría denominarse, tomando la expresión de Francisco de Asís, como “palabras perfumadas”. El perfume es camino de amor hacia la persona querida, ensancha el ánimo y dinamiza la adhesión. A algo de eso apunta la experiencia creyente con la Palabra: la creación de un horizonte de amor donde quien ama se sabe amado. Eso da un sentido nuevo a su existencia. Palabras para vivir de otro modo.

         La rutina, con su tremenda capacidad de dilución, puede hacer que la Palabra pierda no solamente sus contornos, sino su poder de atracción, de tal manera que nada de ella nos resulte luminoso. ¿Cómo devolver a la Palabra su brillo, su fuerza atractiva, su capacidad de embelesar? ¿Cómo generar mecanismos de activación para palabras desactivadas? Quizás resida una posibilidad en lo que llamaríamos “lectura social” de la Palabra. ¿De qué se trata?

         Las maneras habituales de leer la Palabra son la moral y la espiritual. Leemos un pasaje de la Biblia y sacamos unas consecuencias morales (a veces moralistas) o espirituales (a veces espiritualistas). Son modos de leer que, hechos con una cierta profundidad, siguen siendo útiles y es preciso contar con ellos. Se podría leer la Palabra desde una perspectiva social. Una lectura social es aquella que mira a la realidad y desde la realidad con el texto bíblico en la mano. Más que de un método se trata de una sensibilidad que intuye que la mezcla de la Palabra ahondada con la realidad social discernida puede ser altamente provechosa. Es cuestión, así mismo, del logro de una perspectiva que conecte con facilidad el imaginario del texto leído con el del mundo que vive el agente lector; sin esta conexión, el texto arriesga la infecundidad. Es, en fin, un anhelo, aquel que pretende hacer que el texto llegue a lo más profundo de la intimidad personal y ese pueda ser el cauce para una vivencia recreada del Mensaje.

         ¿Cuáles serían los contenidos de una lectura social de la Palabra? Dado que como hemos dicho, se trata, ante todo, de una sensibilidad y una perspectiva, a una lectura social le antecede cualquier método de análisis textual, siempre que éste sea compatible con los postulados y las exigencias de una conexión viva con la realidad de hoy. Se trata de hacer una obra de doble ahondamiento tanto en el texto como en el ámbito y porqué del hecho social. Incluso este trabajo ha de manejar como uno de sus presupuestos globales que el texto bíblico no es tanto un texto orientado a creyentes sino a cualquiera que conecte con la oferta de Jesús.

         Por eso, la lectura social de la Palabra posibilita el diálogo con la postsecularidad y evita que el hecho creyente se fosilice y se sectarice. El hecho bíblico está muy desprestigiado. Para devolverle su capacidad de plataforma de diálogo con la persona de hoy es preciso encontrar un modo de lectura adecuado. Esa puede ser la chance de la lectura social. Inicialmente requerirá un evidente esfuerzo; pero, poco a poco, el hábito de leer desde perspectivas sociales se afianzará con facilidad.

 

Preguntas para los grupos

 

  1. 1.    ¿Cómo hablar hoy con seriedad de sueños y utopías?
  2. 2.    ¿Qué nos falta para vivir una fe alternativa?
  3. 3.    ¿Cómo contribuir a mantener activada la Palabra en nuestras comunidades?

 

0 comentarios