Pobres que gritan
POBRES QUE GRITAN
Gritar es una actividad humana. Ningún animal ni ninguna otra criatura gritan, específicamente hablando. El grito brota del dolor consciente, del gozo palpitante, de la ira que invade, de la hermosura encontrada. Los humanos gritan. Y por eso hay gritos agradables, como el niño que llama a su madre, y no tan agradables, como el grito del enfermo que sufre. Hay gritos sociales que son consentidos, los gritos de la jauría de hooligans en el campo de futbol, y gritos sociales que se miran de refilón, los gritos de la multitud en una manifestación.
Y hay gritos de los pobres. Porque se ha constituido en un axioma eso de que hay que dar voz a los que no tienen voz. Tienen voz y gritan, pero el sistema trata de sofocar esos gritos que no solamente le parecen desagradables sino amenazadores para su tren de vida. Porque el grito del que sufre, desde antiguo, tiene un fondo de amenaza para quien se lucra del sistema.
Una de las funciones de los grupos sociales más concientizados, más sensibles es escuchar el grito de los pobres y hacer que ese grito se escuche donde tiene que oírse. Dar salida y lugar social a los gritos de los pobres, a sus destempladas exigencias, a sus insultos es tarea de quienes se preocupan por el devenir de los pueblos más frágiles. Mientras esas pobrezas no logren gritar a nuestra cara el expolio al que les estamos sometiendo, no habremos dado todavía el primer paso.
Hay que recuperar la función social del grito, del insulto, de la blasfemia, de la amenaza que proviene de una desigualdad lacerante y creciente. Es el primer paso para caer en la cuenta del latrocinio continuado que una parte de la humanidad, nosotros, ejerce sobre otra, los pueblos frágiles. Mientras tengamos amordazados a los pobres para que sus gritos destemplados y ofensivos a nuestros oídos no nos hagan daño, será indicio de que todavía no les hemos entreabierto la puerta del bienestar.
En España hay colectivos que gritan continuamente y que el sistema trata de sofocar con un tesón digno de mejor causa. Gritan los desahuciados y lo hacen acompañados de algunas personas, pocas, que se hacen sus voceros. Ese grito queda sofocado totalmente por una ley absolutamente anticuada e injusta que hace el juego a los bancos depredadores y al Gobierno, servil con ellos. Gritan los que han perdido sus ahorros en preferentes o malas gestiones bancarias, lo que no impide que los dirigentes de esos bancos embolsen dinero como agua. Ese grito queda sofocado por una continuada mentira de restauración que no llega. Gritan los no pagados, los no atendidos, toda la legión de gente que, mano sobre mano, ve que se le va la vida. Esos gritos quedan sofocados por la pretendida bonanza de quienes nunca pierden y siguen sonriendo sobre las ruinas humanas de sus propios compatriotas, de su propia familia.
Y, sobre todo, gritan los que casi no tienen voz ni para gritar, los que vienen de la pobreza profunda, del África pobre siempre. Y sus gritos son sofocados a pelotazos (que ahora resulta que sí tiraron), con alambradas y con CIES que son dignos émulos de los campos de concentración. Gritan y casi nadie les hace caso. Son una “avalancha”, mientras que los cientos de miles de europeos que viven en nuestros lugares cálidos del Mediterráneo no son avalancha porque tienen suficiente dinero para no serlo.
Por eso es necesario recuperar la vigencia del grito, por desagradable que nos resulte. Y sumarse a él con decisión, sin tener vergüenza ante un sistema que se escandaliza de tales gritos mientras machaca con su implacable bota a quien quiere gritar. La solidaridad habría de tener esta punzada porque una solidaridad indolora ni es humana ni es cristiana.
Fidel Aizpurúa
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