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FIAIZ

Cuando los peces predicaron a la casa pontificia

CUANDO LOS PECES PREDICARON A LA CASA PONTIFICIA 

 

            El coche avanzaba airoso por la autopista de Roma a Ostia. Media hora de viaje y se pasaba de la urbe loca a la paz del litoral. El franciscano fray Hermógenes conducía con mano firme y rostro alegre. Ostentaba el título de predicador de la Casa Pontificia, un cargo importante que los franciscanos heredaron de antaño. Predicaba los retiros y las días litúrgicos más señalados. Muchos de sus hermanos le admiraban por ello y él, aunque humilde, tenía un puntito razonable de orgullo. Era a principios de enero. El tiempo, suave para ser invierno.

            Enfilaba a Ostia por una razón muy simple: quería retirarse unos días para preparar sus dos sermones de Cuaresma a la Casa Pontificia: el del Miércoles de Ceniza y el del Viernes Santo. Tenía ya unas cuantas ideas, pero quería escribirlas en la paz del pequeño convento franciscano de santa María de Aracoeli, una casa pequeña cerca de lo que fue el gran convento desaparecido que ahora ocupaba el monumento a Victor Manuel II. Era una comunidad acogedora.

            Aparcó en el pequeño patio de la casa y fray Arturo, amablemente, le indicó que podía ocupar la habitación de siempre, la que le gustaba, la que tenía una panorámica del mar tan hermosa que llegaba a pensarse que estaba literalmente a los pies. La ventana del cuarto permanecía entreabierta y el aroma del mar se había adueñado de la estancia.

            Faltaba un par de horas para la cena y, sin deshacer su maleta, se fue a dar un paseo por la orilla. El convento no estaba lejos de la playa Battistini y se animó a llegar allá. Al cabo de media hora estaba pisando su fina arena. En verano aquello estaba abarrotado. Pero ahora, en invierno, se hallaba casi desierta. Quiso llegar hasta el final de la playa. Caminaba enérgico animado por el batir de las olas.

            Llegó y allí fue el desconcierto. Las olas arrullaban mansamente un verdadero estercolero de botellas, plásticos, zapatos, alguna rueda y un sinfín de basuras. ¿Cómo estaba tal porquería allí? ¿De dónde venía todo aquello?  Se acercó lentamente hasta la orilla y observó, atónito, que entre la basura se contaba un buen número de peces muertos. Los había de todos los tamaños con su panza de plata cara al cielo. Algunos todavía boqueaban con la angustia de la falta de oxígeno reflejada en sus ojos desorbitados. Creyó distinguir pajeles, doradas, chernas y, en medio del bamboleo de plásticos, le pareció entrever el gran cuerpo de una aguja imperial.

            Se quedó noqueado. Su corazón latió con fuerza cuando percibió que una breca boqueaba como si quisiera hablar. Luego lo diría con toda convicción: me habló. Aquella breca me habló. Era como un lamento lejano, un llanto que venía del fondo del mar, una queja amasada en un extraño dolor. Todo se había parado. La breca miraba a fray Hermógenes, o eso creía él, y le iba narrando su agonía y la agonía del Mediterráneo. No sabe cuánto tiempo estuvo así. Notó que tenía los pies helados, aunque estaban fuera del agua. Casi había anochecido.

            Volvió al convento. Los hermanos estaban un tanto inquietos por su tardanza. Hacía ya rato que habían cenado. Notaron que venía como trastornado. Les contó lo ocurrido y le animaron a que tomara la sopa caliente que, según ellos, le devolvería el resuello. Luego le indicaron que se acostara porque daba la impresión de que tenía un poco de fiebre. Descansar le haría bien.

            La noche transcurrió como era de esperar, inquieta y alterada. Volvían a su mente las escenas de la playa Battistini y, sobre todo, los ojos de la breca, su ronco lamento, los ecos angustiados que sonaban a través de su boquear. La aurora le sosegó. El mar seguía allí, inalterable para casi todos, no para él. Algo se había quebrado en su interior. Pasó aquellos días en un extraño estado de ánimo: la hermosura del mar se le había vuelto oscura, su luz no le deslumbraba, el batir de las olas le llenaba de congoja.

            Inexorable, llegó el día de predicar el sermón de, Miércoles de Ceniza ante la Casa Pontificia. Cuando iba fray Hermógenes en el coche oficial que lo recogió, apretaba un sencillo portafolios como si contuviera un tesoro. No iba en paz, por más que hubiera redactado el sermón con tranquilidad, lo hubiera repasado cientos de veces y lo hubiera orado frase a frase. Iba temeroso, pero con una inflexible decisión.

            Recorrió los pasillos del Vaticano y llegó a la sala donde estaban al completo los ilustres miembros de la Casa Pontificia: el Prefecto, el Regente, la Capilla Pontificia, la Familia Pontificia. Y en un sitial de relevancia, delante de todos ellos, el Papa. Hubo una oración inicial y, a continuación, el predicador ocupó la cátedra.

-Santidad, Srs. Cardenales, Ilustres miembros de la Casa Pontificia, hermanos todos: hoy les van a predicar los peces.

Hubo un pequeño revuelo, alguna tos, unos cuantos levantaron la cabeza porque creían no haber oído bien.

-Hoy les van a predicar los peces. Por favor les pido, en nombre de Dios, en nombre de la hermana tierra, que escuchen a los peces.

No era posible. Fray Hermógenes era un predicador de renombre, el mejor. ¿Qué decía de los peces?

-Nosotros los peces os hemos servido con generosidad. Muchos de vosotros comeréis pescado en este día de vigilia. Os hemos acompañado en los mares dando lugar a leyendas y cuentos que os han consolado. Somos personajes de vuestros relatos bíblicos. La mayoría tenemos un alma tan inocente que nunca haríamos daño a un niño. Acompañamos de lejos vuestras alegrías y vuestras penas, aunque no lo notéis. Nos dejamos pescar para llenar de gozo la jornada del pescador. Os amamos, por mucho que esto os suene raro.

Y resulta que por vuestra desidia estamos muriendo. Estáis convirtiendo el hermoso Mare nostrum en un vertedero. Las aguas profundas del mar esconden la mayor concentración de basura nunca registrada. Parece una escena apocalíptica pero, en realidad, es el fondo de nuestra casa. Ahí hay de todo: muebles de cocina, barcas, tazas de váter, colchones, mesas, árboles de Navidad, ropa, ruedas, ladrillos, muñecas, botas, alfombrillas de coche, automóviles completos, señales de tráfico, bicicletas. Los erizos marinos y nosotros mismos los usamos como refugio y los cangrejos caminan arrastrando jirones de plástico. Los fondos marinos albergan la mayor acumulación de basura de toda la Tierra.

No se oía ni una tos. Algunos miraban, incrédulos, al predicador, otros comenzaban a bajar la cabeza. El franciscano seguía imperturbable, algo febril:

-El plástico nos mata. Vuestro plástico nos mata. Sabéis, porque lo sabéis, que el plástico puede durar hasta 500 años en el mar y es una fuente de contaminantes orgánicos persistentes y que son tóxicos para la fauna marina. Terminan por destruir nuestros tejidos. La acumulación de plástico en el fondo impide el intercambio de gases con las aguas superficiales lo que supone un riesgo adicional para la fauna. Cuando vuestras manos acarician una botella de plástico, estáis acariciando un arma.

El silencio era denso. Nadie dormitaba. El Papa miraba al predicador con las manos entrecruzadas pero con evidente atención.

-A vosotros, los humanos, os gustan vuestros bosques, por más que, a veces, les prendáis fuego. A nosotros los peces nos gustan los nuestros, las praderas costeras de posidonia. Son los sumideros de carbono más eficientes, defienden la costa frente a tormentas y tsunamis y la tercera parte de las pesquerías del planeta depende de ellas. Hemos perdido la mitad de las praderas submarinas y bosques del manglar.

La audiencia conectaba con las palabras del predicador. Nadie habría osado levantarse e irse.

            -No podéis convertiros en notarios de la pérdida de ecosistemas y tendrías que desear para vuestros nietos un océano vivo como el que vieron vuestros abuelos. No podéis ser nuestra funeraria, la que nos entierre en fosas comunes, siendo así que estábamos llamados a la vida y a ser sustento de vida. El hermano Antonio de Padua nos predicó un día y nos habló del amor de Francisco de Asís y de todas las buenas gentes por la creación. Le escuchamos con humildad y creíamos que así era, que nos amabais. Os pedimos en esta hora que demostréis vuestro amor cuidando el mar.

            Se hizo un silencio.

            -Si nos dejáis a nosotros los peces, en el sermón del Viernes Santo os hablaremos de las personas, vuestros hermanos, que mueren en nuestras aguas. Les vemos morir, boquear como nosotros, hundirse en la desesperación y perecer en el estertor silencioso de las aguas profundas. Los vemos ahí y los miramos con honda pena, por más que ellos no puedan ver la tristeza de nuestros ojos. Dejadnos hablar de ellos, aunque os duela y no sea agradable. Son hermanos vuestros y mueren en nuestra casa que es su mortaja.

            Quedó el interrogante en suspenso. Nadie osaba decir nada. El franciscano abandonó el estrado en silencio. Al rato el Prefecto entonó la oración conclusiva. Nadie felicitó al predicador. Volvía en el coche oficial a su convento de Roma en silencio, como vacío. Sus hermanos le preguntaron qué tal había ido la cosa. Él, en un susurro, dijo que bien.

            A los días recibió una breve carta del puño y letra del Papa: “Fray Hermógenes, en el sermón de Viernes Santo háblenos de lo que dicen los peces sobre los que mueren en el Mediterráneo. Mi bendición para Ud.”.

1 comentario

Teresa -

Impresionante predicación la de los peces... Y qué bonita la narración... Me ha recordado a la canción Marte, de la representante española en Eurovisión junior, donde presta su preciosa voz al mar que pide auxilio.

Este poner voz a la creación amenazada es un recurso inestimable para concienciar, porque llega a todos con facilidad. Y en esta empresa cualquier recurso es bueno y necesario. Urgente.