PENTECOSTÉS: FIESTA DE LIBERTAD
¿Cómo sacudir de los pliegues del alma el polvo que se posa en ellos y oculta sus mejores vibraciones? El cristiano que lee el título de este pliego está amenazado de cansancio, de cosa conocida, de terreno hollado. ¿Qué puede aportar una reflexión sobre un Pentecostés de novedad? ¿Qué decir a estas alturas de la fiesta y de la libertad, conceptos que reverdecieron allá por mayo del 68 y que consideramos ingenuos en esta época donde todo está ya sabido, donde lo que vale es lo que se nos cuenta, etiquetado, en un hashtag?
Y, sin embargo, esta es la hora de insistir en lo que hay que insistir, precisamente por su decisividad. Y la fe cristiana no puede vivir verdeante sin la continua renovación de su Pentecostés. Y se ahoga en la tristeza si no reivindica la fiesta. Y se sumerge en el gris de lo inhumano si no anhela y bebe con sed el agua dinamizadora de la libertad.
Por eso hoy, en este eón nuestro de consumo y de indiferencia, pero también de anhelos y voces nunca acalladas del todo, en estos pasos humanos queriendo escuchar lo que no se oye y ver lo que no aparece, plantear un Pentecostés de fiesta y de libertad es algo que brota de los adentros más vivos, de los últimos reductos de los sueños.
Pueden ayudarnos todavía los versos del poeta cabrero, Miguel Hernández, que Joan Manuel Serrat cantara de manera tan viva que, aún hoy, la vitalidad de la vieja melodía sigue intacta: “Para la libertad, sangro, lucho, pervivo”. Y luego está la fiesta, la alegría compartida. No es cierto aquello que afirmaba Margarita Duras de que “la alegría no nos necesita”. Nosotros a ella, sí. Y quitarla de la vida, quitarla de la fe es asomar la nariz a la negrura del infierno.
Por otra parte, Pentecostés es el final de la Pascua, de esta Pascua del Año de la Misericordia. La misericordia, dice el Papa Francisco es “fuente de alegría, de serenidad y de paz” (n.2) porque “Dios es alegría sobre todo cuando perdona” (n.24) y “desea vernos colmados de alegría y serenos” (n.24). Recuerda el Papa los viejos textos de la profecía de Isaías, siempre vigorosos, en los que se dice explícitamente que el verdadero ayuno es “dejar en libertad al oprimido”, tarea siempre acompañante del caminar humano (n.17). Razones, todas ellas, para leer la realidad de la Pascua desde la perspectiva, siempre interesante, del gozo compartido, la fiesta, y los horizontes soñados en fraternidad, la libertad.
Podría entonarnos un poemilla, algo amañado, publicado recientemente por José Jiménez Lozano:
Cántaro roto, su agua derramada,
como la vida del hombre cuando muere,
no puede recogerse,
y así siglo tras siglo
y desgarro a desgarro.
Más la fiesta y la libertad,
aún también derramadas como agua
pueden recogerse. Es un hecho, una certeza.
- 1. La “locura” de la libertad
Hubo en la década de los 70, cuando la “primavera” del Vat.II y del momento social una especie de descubrimiento de lado festivo de la vida y, con él, de la vivencia cristiana. Si uno abre, aún hoy, Las fiestas de locos de H. Cox, de sus envejecidas páginas brota todavía la frescura de un sueño, el aire nuevo de otro lenguaje, la novedad que conecta con el “estado original” del que hablaban los teólogos medievales. Fueron tiempos de novedad. Y allí, la libertad adquirió una densidad vital notable.
Los mismos autores católicos se tomaron el trabajo de generar reflexión sobre la libertad cristiana de maneras actualizadas. Decía J. Mateos en su Cristianos en fiesta: “Celebrar exige inventiva; hay que encontrar formas aptas de expresión. Si en la antigüedad la celebración papal se inspiró en los rituales imperiales, pertenecientes a la vida civil, también tienen hoy derecho los cristianos a aprovechar los datos de la cultura que contribuyan a su celebración”.
Pero, para regocijo de algunos, las aguas volvieron a su cauce. Viene a la memoria aquel luminoso párrafo del hace poco fallecido U. Eco en su difundida novela El nombre de la rosa: “Al aldeano que ríe, mientras ríe, no le importa morir, pero después, concluida su licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a la muerte. ¿Y qué seríamos nosotros, criaturas pecadoras, sin el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos?”.
Así somos. Oscilamos entre la libertad y el miedo. Y quizá en este momento de la sociedad y de la Iglesia, haya que volver a poner énfasis en la fiesta y en la libertad para que no olvidemos que estamos hechos para la fiesta, no para el trabajo; para la libertad, no para la fatiga.
La libertad está hecha de respiro, de pluralismo, de deslumbramiento. De respiro porque un ahogo y un sofoco estremecen el caminar humano hasta creer que la angustia es compañero inseparable de nuestro caminar, de tal modo que, cuando escampa e intuimos que podemos respirar nos parece que eso es un espejismo. De pluralismo, porque si hay algo que sofoca es la uniformidad, la ley para todos igual de opresora, la ceguera que no distingue matices y colores. De deslumbramiento, ya que quien no queda gozosamente estremecido por lo inesperado termina perdiendo el brillo de lo que le rodea. Y ¿qué regalo es, la vida, sin brillo?
La fiesta está hecha de fantasía, creatividad y gozo vital. La fantasía no es algo irreal sino la proyección de los mejores anhelos que tienen dificultades en encontrar una salida humana. La fantasía, tan estigmatizada socialmente, desvela la dimensión paradisíaca de la vida. La creatividad logra que los días sean desiguales y que la novedad azucare la sosera de las jornadas sin gusto. La creatividad que es valor de niños que ahondan y de adultos que no quieren abandonar su lado infantil. El gozo vital, tan herido por el daño, la limitación, la envida y la mentira, pero tan vivo a pesar de tantas cuchilladas.
Cuando hablamos de la libertad como una “locura” estamos hablando de las locuras del amor. ¿Cómo vamos a poder plantear la libertad si nunca hemos hecho locuras de amor? Estas locuras tienen tales riesgos que muchos las consideran insensatas, cuando no nocivas, humillantes, despersonalizadoras. Por eso se vuelve a la seriedad de la norma. Pero las locuras de amor tienen una oculta sensatez, aquella que la captan quien sabe, a la vez, de la dicha y de la “desdicha de amar” que decía J. Ferrat. De esa sensatez loca está hecho el corazón de la libertad.
2. La fuente de la libertad cristiana
Es cierto que Pablo de Tarso fue, forzado por las circunstancias, un pensador decisivo para el tema de la libertad cristiana, como se muestra en el volcánico texto de Gálatas. No deja de extrañar que un “hebreo de pura cepa” (Filp 3,5) reflexione con tanta agilidad y haga formulaciones donde corren tan libremente los vientos de la libertad. ¡Cuántos creyentes agobiados por el peso de la estructura eclesiástica han encontrado alivio y refugio en las decisivas palabras de Pablo! ¿Hasta dónde fue capaz, él mismo, de situarse en ese terreno de hermosura y desamparo que es la libertad?
Pero la fuente de la libertad cristiana es, para el creyente, el mismo Jesús que supo, en un ambiente muy restrictivo y amando las estructuras religiosas de las que hizo parte, aprender, no sabemos muy bien por qué vía, la senda asistémica de la libertad.
Jon Sobrino se pregunta en La fe en Jesucristo qué es lo que impactaba de Jesús que, al menos en los primeros meses de la misión, llevó a que grandes masas de gente, más allá de las cifras bíblicas de los evangelios, lo siguieran de manera ferviente. Sobrino hace una lista de asuntos que, a su juicio, provocaban tal impacto. Y una de esas cosas es esta: “De Jesús impactaba su libertad para bendecir y maldecir, para acudir a la sinagoga en sábado y para violarlo, libertad en definitiva para hacer el bien”. Una libertad inusitada para bendecir niños (Mt 19.13-15; Mc 10.13-16) y para maldecir a ricos (Lc 6,24-26), con lo que eso conllevaba
Es un texto emblemático de libertad militante el de Lc 6,1-5, las espigas arrancadas en sábado. Advertido Jesús de la grave transgresión de sus discípulos que han “trillado” (trabajo prohibido en sábado) restregando las espigas en sus manos un día de sábado, Jesús responde, dialécticamente, reescribiendo la escena de 1 Sam 21,1ss. En aquel texto se dice que David solo pidió pan a Ajimélec y que este, sin poner pegas, le dio cinco panes de la ofrenda amablemente. No hay en las escena ningún forzamiento. Pero Jesús relee la escena de otra forma: David y sus tropeles entran en el templo y cogen por su cuenta el pan de la ofrenda sin ningún tipo de miramiento porque el hambre da derecho a coger el pan. Una libertad militante.
¿Dónde aprendió Jesús este tipo de libertad en un marco social y religioso tan coactivo como el suyo? En Lc 6,12 se dice que Jesús se pasó la noche orando. Nada sabemos del contenido de esa oración hecha en la aspereza de la noche, en el silencio y en el descampado. Pero es razonable que ahí se forjaran sus mejores dinamismos, uno de los cuáles, su increíble libertad, su libertad para hacer el bien. Una libertad para el bien, ese es el distintivo de la libertad cristiana, la de Jesús.
Poco se ha valorado la libertad de Jesús, englobados estos valores en el cubretodo que es su ser divino. Pero en esa fuente mana la libertad cristiana, gozosa y osada, asistémica y delicada, profética y cuidadosa, inclasificable y entregada. Quizá haya sonado en la Iglesia la hora de recuperar la hermosa libertad de Jesús.
En la hermosa película De Dioses y Hombres de X. Beauvois, uno de los hermanos trapenses de Thiberine, el hermano Luc, el viejo médico, dialoga con el abad diciéndole que no teme a la muerte porque se considera libre. Cuando se marcha de la celda del abad, se levanta renqueante y con retranca afirma: “Dejad pasar al hombre libre”. Hoy habría que tomar este eslogan como nuestro: dejemos pasar a Jesús, el hombre libre, que tan maniatado está por nuestros miedos, nuestra normativa, nuestro interesado juego al sistema. Dejemos paso al hombre libre para que su siembra de libertad no se agoste.
3. Un relato de libertad
Los relatos bíblicos son destilados de experiencia creyente que admiten, como todos los textos vivos, muchas posibilidades de lectura. El texto de Hech 2 ha sido leído casi siempre como un texto de efusión del Espíritu Santo. Y lo es. Pero puede ser leído también como un texto de libertad, allí donde se cumple aquella profecía que formulará posteriormente Jn 3,8 diciendo que el espíritu es como el viento, que oyes su ruido, no lo ves, ni sabes de dónde viene ni adónde va, pero que no hay duda de que está ahí.
Efectivamente, el Espíritu se da en la fiesta de Pentecostés, quincuagésimo día después de la Pascua judía, fiesta de las primicias de la cosecha. Una cosecha nueva, la del Espíritu. Cosecha de novedad. Si algo hubiere nuevo, eso es la libertad. Una libertad “vieja” es una contradicción flagrante.
Todos reciben el Espíritu, los “ciento veinte” reunidos (1,15), múltiplo de doce, el nuevo Israel de la comunidad global. El Espíritu es oferta común de libertad, porque una libertad restringida, privatizada, no es verdadera libertad.
Cuando el relato habla “violenta ráfaga de viento” manifiesta, por un lado, la fuerza del la libertad y, por otro, la oposición que ejerce la persona para admitir una propuesta espiritual de libertad. Nunca le ha sido sencillo a la libertad abrirse paso al corazón de la persona. Nunca se le ha facilitado a la libertad el enorme trabajo de “romper los hielos del alma”, como dice J. Hierro.
El Espíritu impetuoso de la libertad resuena en toda la “casa”, en el ámbito de la comunidad, en su estructura interior. Una comunidad sin libertad no es la casa del Espíritu. Fundamentar la fuerza de la comunidad cristiana en la uniformidad y en la mera autoridad es ir por sendas no espirituales.
La metáfora de las “lenguas como de fuego” está indicando un fuego que no es devorador, como el anunciado por el Bautista (Lc 3,9.16), sino que es un fuego para la misión, lenguas, para ofrecer con pasión lo que se vive con pasión. La libertad arraiga en el fuego de la pasión y se extingue en el apagado pábilo del desaliento.
Contrariamente a lo que piensa el sistema de que la libertad disgrega, el Espíritu une las diversas lenguas, sin anularlas, hasta el punto de que es posible entenderse por encima de su notable diferencia. Es una experiencia misionera habida ya: la multiplicidad de lenguas de la cuenca del mediterráneo no ha sido óbice para que se lleve a cabo la misión del reino. Lo que quiere decir que el Espíritu de libertad nunca será un factor de desunión, de disgregación, temor grande de quienes propugnan la uniformidad. Las divisiones no le han venido a la Iglesia por la libertad, sino por las ambiciones e imposiciones.
Las tres categorías de personas (nativos de Jerusalén, residentes y forasteros) apuntan al todo de la humidad. El Espíritu de libertad no está constreñido por ninguna clase de regiones ni de tiempos. Privatizar al Espíritu es ahogar la libertad. Identificar al Espíritu con una sección de la experiencia creyente en empobrecer el aliento espiritual del Evangelio.
La universalidad de los pueblos, según una línea imaginaria, los enlaza los cuatro puntos cardinales partiendo del oriente, pasando por el centro y terminando en occidente. Todo el hecho humano y cósmico queda envuelto en esta llamada a la libertad que se hace en la fiesta de Pentecostés.
El discurso de Pedro, que ha recibido el Espíritu, se desliza hacia una libertad condicionada: hay que arrepentirse y bautizarse necesariamente para recibir el Espíritu (se comienza a restringir por razones cristianas). Pero, de acuerdo con una lectura “libertaria” de este texto, habría que mantener a ultranza la universalidad del Espíritu de libertad.
Efectivamente, el Espíritu y su inalterable libertad es más que una confesión, que una iglesia, que una comunidad creyente. Es patrimonio de todo el hecho creacional. Por eso, toda realidad creada está amasada en la libertad y arrebatarle tal libertad es un acto contra el Espíritu. Medir la comprensión de la vida desde el baremo de la libertad es medirla desde el baremo del Espíritu.
4. ¿Un nuevo manifiesto de la libertad?
Allá por el 1520 Martín Lutero publicó su decisivo De libertate christiana con sus 32 tesis sobre la libertad en que se trataba de entender el hecho creyente no como una religión de sumisión sino de liberación. Que el garante de la libertad, la Iglesia, se hubiera convertido en su amo y que el uso que se dio a las tesis luteranas en las revueltas de los campesinos fuera el que fue, es harina de otro costal.
Hoy, a 500 años de la reforma luterana y tras la “rehabilitación” que Benedicto XVI hizo de la figura de Lutero en el convento de Erfurt allá por 2011 quizá estamos en condiciones de proponer un nuevo manifiesto de la libertad cristiana no contra nadie, sino a favor del Espíritu que es libertad pura y que quiere encontrar casa en la historia humana para hacerla más libre y más gozosa.
Manifiesto de la libertad
· Seguimos enamorados y anhelantes de libertad, a pesar del maltrato que le damos y de las heridas que le infligimos.
· Creemos en la certeza de que el divino fuego de la libertad arde sin consumirse en el fondo de la estructura humana.
· Tenemos por cierto que la persona libre es la meta del caminar humano y que ese anhelo en el horizonte es irrenunciable.
· Nadie podrá inducirnos a creer que es un comportamiento humano el oprimir a otro humano e, incluso, a las creaturas. Somos todos una familia de seres llamados a la libertad.
· A pesar de las enormes opresiones que aún sojuzgan a los humanos, reafirmamos nuestro compromiso de participar en una sociedad de iguales. Mientras llega ese día lejano, trabajamos con ahínco por una relación en la mayor libertad posible.
· Acariciamos la posibilidad de un nuevo orden mundial donde el equilibrio de fuerzas no sea el que lo mantenga en pie, sino la más elemental libertad que es la antesala del amor.
· Nunca renunciaremos los cristianos al sueño de la libertad. Hacerlo sería traicionar al hombre libre, Jesús, y a su costosa siembra de libertad.
· Y, porque la comunidad cristiana ha de anunciar el reino de la libertad, nos mantendremos firmes en la postura de quien quiere vivir en una Iglesia de libertad, aunque sean hoy numerosos los comportamientos que la contradicen.
· Convencidos, como nos lo recuerdan los últimos Papas, de que la fe no se impone sino que se propone, haremos los cristianos una propuesta de fe en el marco de la más respetuosa libertad. Perseverando en ello conseguiremos que depongan sus actitudes impositivas otros modelos de pensamiento u otras religiones.
· Notamos que nuestras manos acarician el horizonte de la libertad. Por eso nos remangamos para el arduo y hermoso trabajo de construir un marco histórico de personas y creaturas libres.
5. El nudo gordiano
No es otro sino el modo de comprender la autonomía o la heteronomía de la persona y su comportamiento moral. Quienes afirman la autonomía de la persona y su libertad niegan la heteronomía, que las reglas de la partida las marque un Dios desde fuera. Quienes sostienen que es ineludible el recurso a Dios y que la libertad ha de pasar por ese trámite de la conexión con Dios, afirman que la libertad sale potenciada, aunque construyen sospechas en torno a la libertad de la persona.
A nivel teórico parece que la cosa está más o menos solucionada. Teólogos como A. Torres Queiruga lo explican así: Creando desde la libre gratuidad de su amor, Dios funda y sostiene la libertad sin sustituirla; crea para que la criatura se realice a sí misma. La llamada divina que, de entrada, pudo parecer una imposición (heteronomía), aparece como tarea insustituible de la propia persona, invitada a realizarse, optando y decidiendo por sí misma (autonomía), para acabar reconociendo su acción como idéntica al impulso amoroso y creador de Dios (teonomía).
La teología actual expresa esto hablando de teonomía, es decir, hablando de "la razón autónoma unida a su propia profundidad" (P. Tillich). La teonomía, al incluir la palabra "Dios" (theós), califica esa autonomía, no para negarla, sino para evitar la ruptura de su relación con lo divino en una perspectiva distinta. Relación obvia para el creyente que, como criatura, sabe que tanto su ser como su esfuerzo en la búsqueda le vienen de Dios. Interpretado esto como imposición, lleva a la heteronomía e interpretado como don gratuito y llamada amorosa, no sólo no disminuye su autonomía, sino que la afirma. Cuanto más se abre la criatura a la acción creadora, más es en sí misma y más se potencia su libertad.
Pero el problema no está en la teología, sino en algo mucho más cotidiano: ¿quién y cómo se ejercita la libertad, quién y cómo se gestiona, qué uso se hace de ella y cómo se valora ese uso, etc.? Es decir, lo más complicado es el modo de usar el producto. Y ahí hay quienes se erigen en instancia legal, en gestor moral, en autoridad para marcar líneas rojas, en intérpretes certeros de una teoría que es amplia y espiritual.
Las enormes corruptelas a las que puede llegar una determinada gestión indican que es preciso buscar en otra dirección a la hora de vivir la libertad. Esa dirección no podrá ser otra que la fraternidad hecha de comprensión, respeto, benignidad y también sentido crítico. Efectivamente, sin benignidad la libertad se desliza al inhóspito terreno de una legalidad sin alma; sin sentido crítico la libertad puede degenerar en tremendas opresiones.
6. El sueño de una sociedad libre
Algo a lo que no han renunciado ni los grandes (M. L. King, N. Mandela, A. S. Suu Kyi) ni los luchadores desconocidos (T. Vásquez, W. Abu al-Khair, L. Piung). Su apuesta se ha sellado muchas veces con su sangre o con precios muy altos en moneda de prisión o de exilio. Pero han sembrado la enorme utopía de una sociedad libre. Y su siembra no ha sido en vano.
Una sociedad que aspira a la libertad habría de superar el ya de por sí hermoso anhelo de igualdad apuntando a la equidad. Este es aquel valor que considera que es de justicia cuidar más a quien es socialmente más frágil. A este le asiste un derecho que le viene de sus carencias, de su situación de inferioridad. Pretender la libertad en la mera igualdad es empobrecerla.
Además, para que amanezca el hermoso día de una sociedad de iguales resulta necesario luchar a brazo partido contra la madre de todas las opresiones: la desigualdad. Hablar de libertad en una sociedad desigual como la nuestra es hablar de música celestial. De ahí que la lucha por la libertad adquiere una relevancia enorme cuando se la concreta en el tocable camino de la lucha por la igualdad.
En tercer lugar, el sueño de una sociedad libre si se lo quiere algo más que una simple ensoñación, habrá de enraizarse, como lo afirma el Papa Francisco por activa y por pasiva, en la superación de la indiferencia y de la conciencia aislada. Aquella lleva a la frialdad de considerar que mientras yo sea libre, me resulta indiferente la suerte de los demás. Esto no puede desembocar sino el enorme error existencial de que a mí se me debe la libertad y no a otros. Y la conciencia aislada en la tóxica burbuja de quien ni sabe ni le interesa que existe un mundo de náufragos, de “descartados”, como dice otra vez el Papa.
Finalmente, la sociedad libre no nacerá del parto de la tecnología, sino del de la espiritualidad. Considerar la espiritualidad como un valor social, no primariamente religioso, puede ser un camino para el valor primordial de la espiritualidad que es la libertad. Una sociedad espiritual es una sociedad más rica humanamente y más cercana a ese día “como un pájaro sobre la rama más alta” como cantaba L. Aragon.
7. El sueño de una Iglesia libre
Vista la trayectoria histórica de la Iglesia y algunos de sus actuales comportamientos, hay quien deduce que libertad e Iglesia es un auténtico oxímoron. Sin embargo, no se puede negar que muchas son las causas de la libertad que ha apoyado la Iglesia y no pocos los cristianos y cristianas que se han dejado la piel en el empeño. Países enteros en general y personas individuales en concreto han sido más libres por la acción de los cristianos.
Por eso no ha de extrañar que el sueño de la libertad haya acampado para siempre en los anhelos de no pocos creyentes. Precisamente por eso, cuando son interpelados sobre su continuidad en la comunidad cristiana, vistas las heridas que se infligen a la libertad, responden que se quedan porque la quieren más libre, más ceñida al programa de aquel “hombre libre” que fue el Nazareno.
Se va cumpliendo parte del sueño de libertad cuando vemos que el Papa enseña libertad en materias de economía (LS’ 203), o de cuidado de la creación (LS’ 78) o desde una ética humanista (LS’ 105). Y también cuando se proponen los caminos de la libertad desde el mismo hecho de creer (EG 165. 280). La misma reflexión cristiana ha de tener el componente de la libertad (EG 40). De manera que una enseñanza amasada con la libertad dará, en su momento, frutos positivos de humanidad y de fe.
Quienes reaccionan diciendo que es tarde para esta espera, que ya se ha demostrado que nada se consigue esperando sería bueno que meditaran esta frase hermosa de LS’ 205: “Sin embargo, no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, también pueden sobreponerse, volver a optar por el bien y regenerarse, más allá de todos los condicionamientos mentales y sociales que les impongan. Son capaces de mirarse a sí mismos con honestidad, de sacar a la luz su propio hastío y de iniciar caminos nuevos hacia la verdadera libertad. No hay sistemas que anulen por completo la apertura al bien, a la verdad y a la belleza, ni la capacidad de reacción que Dios sigue alentando desde lo profundo de los corazones humanos. A cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle”.
8. Necesitados de un nuevo Pentecostés
La necesidad de un nuevo Pentecostés es perentoria porque se ha agudizado la necesidad de la libertad, dadas las circunstancias de la sociedad moderna. El cambio de estructuras eclesiásticas y de estructuras personales es posible. No son los sistemas tan compactos como para que no quede un fisura por la que se cuele el viento del Espíritu.
Necesitamos una purificación y un cambio de rumbo en las grandes estructuras católicas. Es necesario que entre en esos lugares viciados por prácticas discutibles longevas el aire fresco de un Espíritu de transparencia y cercanía al pueblo cristiano. Ha sonado hace tiempo la hora de que la fe no sea fiscalizada ni manipulada por secretos designios que la comunidad cristiana ignora. Las manipulaciones secretas deben terminar.
Necesitamos un esfuerzo de adaptación a este mundo secular de hoy desde una fe libre y misericordiosa. El Papa está dando múltiples pruebas de un lenguaje dulcificado, suavizado, humanizado. Necesitamos un nuevo Pentecostés para pasar del lenguaje a gestos y de estos a posturas nuevas ante un mundo que, aunque mantiene una cierta adhesión al hecho cristiano, le da la espalda en los comportamientos cotidianos.
Necesitamos un nuevo Concilio que haga hoy un similar esfuerzo como el que hizo el Vat. II. Necesitamos que la Iglesia vuelva de nuevo a abrir las ventanas cerradas por miedo a contraer enfermedades que el Señor salió a los caminos a curar. Necesitamos que la profecía vuelva al seno de la Iglesia, como la “gloria” que se marchó del templo según los relatos de Ezequiel.
Necesitamos el ímpetu del Espíritu para hacer que el laicado entre de manera real por la puerta grande del bautismo y no por la pequeña de la escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas. Necesitamos el Espíritu para confiar en los bautizados, para confiar en quien realmente decimos confiar.
Nuestra necesitad de una nueva fiesta de Pentecostés se debe a que, en el fondo del alma, los cristianos no nos hemos apeado de la certeza de que la dicha y el gozo constituyen el programa de Jesús y de que para eso hemos entrado en la comunidad de creyentes.
9. La fuerza de lo humilde
La fiesta de Pentecostés clausura la Pascua. En realidad, es la que abre la Pascua al mundo, la que, siguiendo los pasos de las primitivas comunidades cristianas, se lanza al “afuera” de la realidad para hacer la oferta del Reino desde el compartir caminos, desde el trasvase de experiencias, desde las lágrimas y sufrimientos comunes. Más que final de algo, resulta ser comienzo de una aventura. Y para generar aventuras, la libertad es imprescindible. Si no estamos para aventuras, ¿para qué ha servido celebrar el triunfo de Jesús, aventura total?
Los vientos de libertad de hoy son, para muchos cristianos, auténticos huracanes, destructores tsunamis. Por eso, se vuelven al refugio de los cuarteles de invierno, a la doctrina segura, a la moral inalterable. Pero esa postura es contraria a la vieja “parresía”, al miedo vencido, al “rostro como el pedernal” para afrontar las situaciones de la vida. El Espíritu de libertad es riesgo. Y quien no quiera correr tal riesgo renunciará, a la vez, a la hermosura de la libertad, libertad hecha también de desamparo.
Habría que comenzar por emplear un lenguaje de libertad, del mismo modo que el Papa se empeña en decir que hoy es imprescindible el lenguaje de la misericordia. También lo es el de la libertad. Hay muchos corazones, en la Iglesia y fuera de ella, que son como desiertos sedientos de que alguien vierta el agua fresca de la libertad. Quienes tienen miedo dar esa agua, si es que la tienen, exponen al sediento a su muerte.
Hemos de escuchar las melodías de la libertad que no se cantan, quizá, en las iglesias, sino en los festivales de música, en las gargantas de las manifestaciones por los derechos humanos, en las concentraciones que proponen otras democracias, en los gritos sofocados de los empobrecidos. Es la voz del Espíritu de libertad la que canta en esos grandes coros humanos.
Puede ser que nuestra reflexión no haya logrado hacer que salte la chispa brillante del anhelo de libertad. Pobreza humana. Puede ser que viendo el conjunto de opresiones que construimos los humanos no logremos mandar al destierro a la desesperanza. Pero este lado gris es una prueba más de que existe ese otro lado de la niebla que hay que cruzar, el lado de la libertad. Lo dice muy bien este poema de José Jiménez Lozano con el que queremos terminar, pues no está mal recurrir a los poetas cuando se habla del Espíritu:
Desde el “Campo de Tiro”,
herido, casi muerto, un pichoncillo
se arrastró hasta el poblado
y anunció a las buenas gentes:
“Si ya no os oprimen
y os dan libertad vuestros señores,
es que, cual los platónicos,
llaman libertad a la muerte.
Ya os lo anuncio”. Pero, en el poblado,
se rieron, arguyendo
que, de seguro, era un antiguo ángel.
¿Qué podría entender de nuestro mundo?
***
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