Blogia
FIAIZ

Retiro Cuaresma 2011

 

Retiro en Cuaresma 2011

 

 

EL RETO DE FRECUENTAR EL FUTURO

La conversión entendida como mirada al futuro

 

        La tentación de instalarse en el pasado es constante. El pasado es la casa vieja y amada que nos parece mejor porque no nos complica. Incluso ciertas formas de futuro (formas religiosas nuevas, planes de hoy) tienen la pinta de querer poner collar nuevo al perro viejo del pasado. ¿Podría entenderse la conversión, ese cambio de mentalidad y de praxis, como los trabajos por frecuentar el futuro?

En la famosa novela de A. Tabucchi Sostiene Pereira, el tal Pereira es una persona mansa que para huir de la cruda realidad se instala cada vez más en el pasado y en sus rígidas normas próximas al fascismo. El doctor Cardoso que se cruza en su camino le da un consejo: “Deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro”.

        Frecuentar el futuro, he ahí un reto más que un consejo. Ante la barahúnda de este confuso momento en que se mueve nuestro mundo, muchas personas se inclinan a frecuentar el pasado: aquellos eran buenos tiempos, aquella familia de siempre es la que vale, aquella Iglesia de antes tan fuerte y bien reputada es la que habría de tener ahora, aquellos políticos de mano dura que tenían controlado el país habrían de surgir ahora, aquella moral que ponía a cada uno en su sitio lo quisiera o no debería regir ahora. Y así hasta el infinito. La nostalgia del pasado en un calmante para la dureza del presente.

        Sin embargo, algo nos dice dentro que ese movimiento hacia atrás, ese pensar, como decía el clásico que “cualquier tiempo pasado fue mejor”, es un suicidio por la puerta de atrás. Y esto es así porque hasta el más necio ve que, además de lo inexorable del tiempo, el pasado no vuelve nunca y que la vida verdadera se juega en el futuro, sea cual sea su catadura. El futuro es el futuro, valga la tautología. De ahí que más vale encarar lo resulta difícil que encastillarse en lo que es irreal.

        El escritor Eduardo Galeano tiene una sencilla “carta al futuro” en uno de cuyos párrafos dice: “Yo le pido, nosotros le pedimos, que no se deje desalojar. Para estar, para ser, necesitamos que usted siga estando, que usted siga siendo. Que usted nos ayude a defender su casa, que es la casa del tiempo”. Sí, necesitamos del futuro mucho más que del pasado. Los cristianos y cristianas habríamos de ser personas proclives a frecuentar el futuro, no gente instalada en las cavernas del pasado.

        Acaba de empezar la Cuaresma. No estaría mal hacer el propósito de “convertirse al futuro”. Parece algo inconcreto, pero, en realidad, es activar una actitud interior que puede hacer que nazca en nosotros un horizonte nuevo hecho de confianza y de amor.

 

1. Calentando motores

 

Como en otras ocasiones, vamos a utilizar la buena poesía para “calentar motores”, para percibir que, por muchas razones, nos conviene frecuentar el futuro para que la vida cobre dinamismo. Tomaremos un poema inspirado de Francisco Brines:

 

Abrir los ojos, después de que la noche
recluyera los astros en su amplia cueva rasa,
y ver, tras del cristal,
ya visibles los pájaros
en el fanal aún pálido del sol,
moviéndose en las ramas.
Y cantos que hacen mía la bóveda del aire.
Y sentir que aún me late en el pecho
el corazón del niño aquel,
y amar, en la mañana, la vida que pasó,
y esta maga sorpresa
de amar aún el mundo en la mañana.
Y en el nombre del mar, que está lejano
y azul, siempre tendido
desde el remoto amanecer del mundo,
persignarme la frente, luego el pecho,
los delicados hombros que ahora rozo,
y besar, con los labios del niño rescatado,
este mundo tan viejo,
que hoy no alcanzo a saber
por qué, si el amor no se ha muerto,
me quiere abandonar.

 

        Subrayemos algunos puntos:

 

  • Abrir los ojos…aunque sea de noche: Porque la tentación es cerrarlos, aislarse, no querer ver, ponerse orejeras que nos impidan ver lo que acontece realmente. Si no se supera esto, la cerrazón puede ser enorme. “Abrir”, esa es la palabra clave.
  • Aún me late en el pecho el corazón: Hay vida dentro. Mientras haya ganas reales de vivir habríamos de anhelar el futuro. Instalarse en el pasado es, en el fondo, no querer vivir, o querer vivir de una manera esclerotizada, que es como no querer vivir.
  • Amar aún el mundo del mañana: Realismo (desde el “aún”) y utopía (el “mundo del mañana”). Entre esos dos polos nos movemos. No están reñidos, aunque creemos que hay que poner más carga en la utopía porque el realismo se confunde con el inmovilismo y, con él, llega la instalación en el pasado.
  • Persignarme la frente, luego el pecho: Tener conciencia de que en el fondo de la persona anida la espiritualidad, la misma fe, las capacidades para una lectura creyente de la realidad y del futuro. Precisamente el inmovilismo pone en riesgo la fe, aunque muchos crean que esa es la manera de mantenerla (se mantiene la religiosidad, la estructura religiosa, no tanto la fe).
  • Besar este mundo tan viejo: Para creer en el futuro es preciso amar esta realidad a pesar de su “vejez”. Pero no precisamente para consagrar esa vejez sino para decirle que, como dice Joel, “los viejos tendrán visiones”, que es posible siempre un renacer por encima de lo viejo.
  • El amor no ha muerto: Por eso, no nos abandonará. Mientras haya amor, habrá posibilidad de engendrar futuros. Quizá lo peor de instalarse en el pasado es que, en el fondo, se trata de una claudicación en el amor.

 

2. La luz de la Palabra: Una alianza fiel

 

         ¿Dónde encontrar en la Palabra luz y arrestos para encarar el futuro con optimismo, con buen ánimo? Quizá si ahondamos la espiritualidad de la alianza, pero no tanto desde parámetros meramente bíblicos sino también antropológicos. La alianza es el rostro bíblico de la mera confianza. Y la espiritualidad de la alianza sostiene la confianza. Y con ésta, hay posibilidad de abrirse sosegadamente al futuro.

        Vamos a tomar un texto de Apocalipsis que la liturgia “mutila” porque le quita, justamente, los versos que aluden a la alianza, a la confianza. Se trata de Ap 11,16-19:

 

        “Los veinticuatro ancianos que están sentados delante de Dios cayeron rostro en tierra rindiendo homenaje a Dios, y decían:

Gracias te damos, Señor Dios omnipotente,
el que eres y el que eras,
porque has asumido el gran poder
y comenzaste a reinar.

Se encolerizaron las gentes,
llegó tu cólera,
y el tiempo de que sean juzgados los muertos,
y de dar el galardón a tus siervos, los profetas,
y a los santos y a los que temen tu nombre,
y a los pequeños y a los grandes,
y de arruinar a los que arruinaron la tierra.

Ahora se estableció la salud y el poderío,
y el reinado de nuestro Dios,
y la potestad de su Cristo;
porque fue precipitado
el acusador de nuestros hermanos,
el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche.

Ellos le vencieron en virtud de la sangre del Cordero
y por la palabra del testimonio que dieron,
y no amaron tanto su vida que temieran la muerte.
Por esto, estad alegres, cielos,
y los que moráis en sus tiendas.

   Se abrió en el cielo el santuario de Dios y en su santuario apareció el arca de la alianza; se produjeron relámpagos, estampidos, truenos, un terremoto y temporal de granizo”.

Después de la séptima trompeta, los veinticuatro ancianos entonan un cántico de acción de gracias a Dios por la reivindicación que va a verificarse. El himno utiliza motivos del AT (Sal 2,1; 115,13; etc.). A la cólera de las naciones se opone la cólera de Dios. Es la perspectiva del vidente: ha llegado “el momento” (ho kairos, Ap 19,18b). Es decir, ahora se va a hacer con nosotros la justicia que se nos debe; y tal justicia se ejercerá contra quienes nos han destruido. El vidente no logra salir de la justicia vindicativa y destructora: la destrucción de los malos va a ser pagada con otra destrucción mayor (“para destruir a los que destruyen la tierra”: Kai diaphtheirai tous diaphtheirontas tên gên”, Ap 19,18).

        Pero ocurre lo inesperado: “Se abrió en el cielo el santuario de Dios y en su santuario apareció el arca de la alianza” (Kai ênoigê ho naos tou Theou en tô ouranô, kai ôphthê hê kibôtos tês diathêkês autou en tô naô autou, Ap 19,19). Se esperaría un signo destructor por parte de Dios, su espada, su brazo fuerte, su relámpago, su cólera imparable. Pero no, aparece el arca de la alianza, el signo perenne de su fidelidad con la historia humana, su amor en suma, “de su vinculación con todos los humanos” (X. Pikaza, Apocalipsis,  p.138). Es cierto que el vidente puede arrimar el signo a su lado diciendo que es fiel con los elegidos y no lo es con los malvados. Pero la incomprensible fidelidad de Dios, tal como queda claro en el Evangelio, es “con buenos y malos” (Mt 5,45).

        Dios, aun sufriendo por ello, no abandona su alianza, ha echado su suerte a este lado de la historia y no se va a arrepentir jamás, por mucha que sea la maldad de los humanos, el daño que la historia ha acumulado, las heridas que los destructores de la tierra hayan infligido a la creación. Con Jesús, sabemos que se rompió para siempre el maleficio aquel que llevó a Dios de haberse “arrepentido” de crear a la persona sobre la tierra (Gén 6,6). Creer en un Dios fiel y a la vez vengador son realidades absolutamente incompatibles, porque la fidelidad y el amor no se mezclan con el odio y la venganza. ¿Lo ve así el autor de Apocalipsis? Quizá no en primera instancia narrativa, pero en un segundo plano creemos que esta lectura especular es lícita.

        Desde estas certezas cultivadas, desde una confianza que se sitúa por encima de toda limitación, se puede encarar el futuro con ánimo y equilibrio. Desde ahí se aleja el miedo, porque éste atenaza al inmovilista.

 

3. Ahondamiento espiritual

 

         Proponemos un breve ahondamiento para mezclar de manera más profunda la Palabra y la vida:

1)    El futuro de una vida con Dios dentro: Porque, según Jn 14,23, Dios (el Padre y Jesús) ha venido a poner su morada en el fondo de la historia. La nuestra no es una realidad desamparada. Tenemos “marido”, como diría Isaías. No podemos ceder al profundo desconsuelo existencial de vernos perdidos en el cosmos como si no existiera la gran casa de la vida a la que estamos destinados. Por eso, más allá de los avatares de los días, podemos tener la confianza de que el Padre nos acompaña, de que nunca nos deja solos (Jn 16,32). Esto debería ayudarnos a “levantar los hombros” y a seguir adelante con sosiego, con disfrute incluso, con paz, con alegría “inarrebatable” (Jn 16,22). Si este tipo de certezas espirituales no enganchan con el fondo del alma, hablar del futuro en épocas de dificultad es muy difícil y nuestro corazón, siempre añorante, se volverá a la casa cálida, aunque estéril, del pasado.

2)    El futuro de volver a Jesús: Parece paradójico, porque volver es siempre al pasado. Pero, dadas las circunstancias eclesiales que vivimos, volver a Jesús, a sus raíces históricas, a lo más primigenio, abandonando todo el lastre que la trayectoria histórica ha vertido sobre él, es una obra de futuro. Pagola insiste reiteradamente que estos tiempos nuestros son tiempos buenos para volver a lo elemental del Jesús histórico, a su sueño del Reino, a una idea de fraternidad, a su manera acogedora por encima de limitaciones, a su tremenda libertad. Volver al núcleo de Jesús es labrarse un futuro como creyentes y como personas. Quien se ancla en el pasado anhela el Jesús “de siempre”, el “nuestro”, el que sostiene el tinglado institucional, el que se piensa que fundamenta doctrinas “inamovibles”. Un Jesús así nos “castra” de cara al futuro. No nos conviene.

3)    El futuro de una comunidad cristiana de corazón bueno y de vida simple: Volvemos a citar aquella conocida frase del Hno. Roger: de Taizé: “Pienso que desde mi juventud nunca me ha abandonado la intuición que una vida de comunidad pudiese ser el signo que Dios es amor y solamente amor. Poco a poco surgió en mí la convicción que era esencial crear una comunidad con hombres decididos a dar toda su vida y que buscasen comprenderse y reconciliarse siempre: una comunidad donde la bondad del corazón y la simplicidad estuviesen al centro de todo”. Cuando nos preguntamos por el futuro de nuestras comunidades (parroquiales, religiosas, de base, etc.) quizá haya aquí una respuesta: la bondad del corazón y su vida sencilla son las “garantías” de su supervivencia. Y no solo és, como dice Roger, también de que se entienda hoy lo que queremos vivir y lo que queremos ofrecer a la sociedad (la realidad de un Dios humanizador).

4)    El futuro de una sociedad amigable: Una sociedad donde, al menos, brille la “amistad cívica”: “La amistad cívica no consiste en que los ciudadanos se vayan de tapas, porque éstas son cosas que se hacen con los amigos corrientes, con ésos a los que, según el diccionario, se tiene afecto personal desinteresado que se fortalece con el trato. La amistad cívica sería más bien la de los ciudadanos de un Estado que, por pertenecer a él, saben que han de perseguir metas comunes y por eso existe ya un vínculo que les une y les lleva a intentar alcanzar esos objetivos, siempre que se respeten las diferencias legítimas y no haya agravios comparativos (A. Cortina). Mirar a la sociedad como “enemigo”, como una realidad orquestada para “destruirnos”, cultivar sentimiento de persecución o “martirio” es algo que nos hipoteca respecto a un futuro fraterno, cuando no una rechazable hipocresía.

5)    El futuro de una persona integrada en la gran casa de la vida: Porque no se trata de cultivar solamente la fe en un “más allá”, prolongación singular de este más acá que vemos limitado. Se trata de cultivar la mística de una profunda pertenencia y la certeza de un hacer parte de un gran todo. Y ese todo está hecho de amor, de acogida, de amparo. Estas modos de integración que nos vienen, a veces, de la sociedad civil no son incompatibles con la mística cristiana y nos abren al sosiego y a la fe en el futuro total, cosa a la que, con frecuencia, nos ha cerrado el pensamiento religioso con su sistema de penas y culpas.

 

4. Derivaciones

 

        Tratando de acercar más esta espiritualidad a los caminos de la vida diaria nos permitimos unos subrayados:

1)    No añorar pasados, no recrearlos: Saberse librar de las gelatinosas ataduras (ideológicas, morales) de un pasado que no nos ha hecho más felices (de no ser con la condición de entregarse, de cerrar los ojos, de seguir el juego). Hacer ejercicios continuos de “futurización”, de fe en el futuro, de pequeñas apuestas cotidianas por lo nuevo. Relativizar lo de siempre (aunque haya cosas que se puedan mantener). No recrear pasados lavándoles la cara, poniendo al día tradiciones que ya no tienen sentido, echándose en brazos de una ideología que no pide más que ser repetida, nunca recreada 8con lo que eso conlleva de cuestionamiento).

2)    El arte de aprender a morir: El “ars moriendi” del que hablaba Metz y que, decía, es obra del Espíritu y propio de personas espirituales. Saber morir a lo que hay que morir (aunque duela) es una muestra de que uno cree en el futuro. Ser fraterno con las realidades “agonizantes”, pero serlo dejándolas morir, más aún, ayudando a que mueran. Es un rasgo de generosidad porque al morir, ciertamente, algo de lo nuestro muere. Pero si no muere, ¿cómo vamos a pretender lo nuevo?

3)    Un futuro unido a los disfrutes sencillos: Porque un futuro, un nuevo nacimiento, una realidad que hasta ahora no existía conlleva, en casi todos los casos, un sufrimiento (el dejar lo viejo), un riesgo (el lanzarse a lo nuevo). Esto produce en nuestro corazón una cierta “amargura y quemazón”. Y por eso huimos de ella. Quizá acogeríamos mejor el futuro y su “herida” si somos capaces de construir en nosotros la espiritualidad del disfrute sencillo, del gozo por lo pequeño, del valor de lo ignorado. Este disfrute podría ayudarnos a ver que el futuro nos conviene, que desde él se abren puertas que nos pueden ayudar al sentido.

4)    Preocupados por el futuro del mundo: Que es mucha preocupación porque uno está casi siempre, y casi únicamente, preocupado por su pequeño e inmediato futuro. Esto es normal. Pero, aunque nos parezca lejano, dependemos del mundo, de esta historia nuestra, de la gran familia de lo humano. La preocupación por el mundo habría de llevarnos a interesarnos por los grandes movimientos humanos: los caminos que llevan a la libertad, las opresiones a gran escala, las profecías que animan a la solidaridad, la presencia del bien en la vida de los demás. Preocupados por el futuro del mundo para tratar de dejar a quienes nos sigan una realidad un poco más humana, siquiera un poco.

5)    Los trabajos por los futuros cercanos: Es en las distancias cortas donde se juega realmente nuestro futuro. De ahí que los futuros cercanos han de estar en nuestro horizonte normal de preocupaciones: la suerte de los desheredados, el consuelo de los injustamente tratados, las hambres difíciles de saciar, la dignidad que no brilla, las pobrezas que humillan, las soledades que cuesta mucho mitigar. Ahí es donde habrá que aportar algo a un futuro mejor. Si no, todo queda en agua de borrajas.

6)    Amar el futuro aunque no aparezca claro: Ya que hay mil razones para verlo oscuro. Pero los cristianos habríamos de ser personas que apuntan, valora y subrayan más lo poco claro que lo mucho oscuro. No habría de ser obstáculo para ello, la lentitud con la que viene el futuro (“Lento viene el futuro, lento pero viene”, que decía Benedetti). Hacer algo porque el futuro vaya un poco más rápido es nuestro reto. Por eso, habría que animarse a dar pasos en una dirección de novedad aunque no se tengan todos los cabos bien atados. Confiemos en quien decimos confiar.

 

Conclusión

 

         Aquel gran visionario del futuro (y por ello sufrió lo suyo) que fue Teilhard de Chardin escribió esto: “…La verdadera llamada del cosmos, es una invitación a participar conscientemente en el gran trabajo que se lleva a cabo en él; no es volviendo a descender por la corriente de las cosas como nos uniremos a su alma única, sino luchando con ellas por algún término por venir…”. Participar en lo nuevo, siquiera un poco. Ahí está la clave. Esta sería una buena “conversión”: animarse a lo nuevo teniendo fe en un futuro mejor. Esto sería aplicable a cualquiera de nuestras situaciones de vida ordinaria. Lo importante es no dejarse llevar por “la corriente de las cosas”, por la rutina vital y religiosa que no lleva a ningún horizonte. La muerte de Jesús fue una lucha por un “por venir”, por el nuestro. Algo de eso vamos a celebrar en el misterio de su Resurrección.

 

Fidel Aizpurúa Donazar

Logroño-Madrid

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

0 comentarios