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FIAIZ

LA CONFESIÓN DE UN CREYENTE NO CRÉDULO (M. Guerra Campos)

Manuel Guerra Campos

 

 

La confesión

de un creyente

no crédulo

 

 

EDITORIAL VERBO DIVINO

Avda. de Pamplona, 41

31200 ESTELLA (Navarra) España

1998

i

 

1

 

Ilustración de portada Un hombre piensa: ¿es posible convertir las piedras en panes? De Jesús Carlos Guerra Corredoira.

 

(0 Editorial Verbo Divino, 1997 ‑ Es pro­* Fotocorriposición: Fonasa, Pamplona ‑Morentin (Navarra) * Depósito Legal:

 

 

 

 

 

¿Eres cristiano?

¡No estés tan seguro! ¿No eres cristiano?

¡No sabes lo que te pierdes!

 

Desde la convicción de que la fe cristiana es humanizadora, el autor reclama de toda la Iglesia una pro­funda renovación, para hacer posible que los hombres y mujeres del inme­diato siglo XXI vean en Jesucristo el prototipo de persona querido por Dios.

Y lo hace con soberana libertad y no poco atrevimiento, intentando mos­trar cómo es posible reconvertir las indigestas piedras de tropiezo que presenta la Doctrina Oficial de la Iglesia, en sabrosos panes evangélicos que alimentan la vida de fe.

 

 

 

 

 

 

 

 

Para una mujer llamada Carmela, con la que desde hace cuarenta años comparto penas, alegrías, trabajo, hijos‑‑‑, desde una misma fe en Jesucristo

 

 

 

Prologo

 

E1 autor no lo dice expresamente. Es a mí a quien roca confesarlo: ese "culpable inicial" al que alude como motor de la decisión de escribir este libro he sido yo. Pero no me voy a disculpar por ello. Creo que, si he incurrido en culpa, ha sido en una félix culpa. Tengo la seguridad de que lo comprenderán y agradecerán todos los que en aquella tarde de noviembre de 1996 escucharon su intervención en el "X1 Foro de Religión e Cultura en Galicia", promovido por la revista Encrucillada. Era una voz distinta: hondamente creyente, a la vez que soberanamente libre; conocedora del tema, pero con un lenguaje diferente, pegado a la vida y sin falsos celofanes teológicos. (La presentación escrita en el primer capítulo puede dar a los lecto­res una idea de lo que fue el acontecimiento oral, y abrigo la esperanza de que también ellos me darán la razón... y me absolverán de mi culpa).

Felicitarle por su intervención y animarle a que la prolongase, dándonos una visión más global de su modo de percibir y vivir la fe, fue todo uno. No sólo por la evidente necesidad de que también entre nosotros se cultive ese género, tan saludable y clarificador, del "comment je crois" francés. La sugerencia obedecía a algo más profundo: a la necesidad ‑que en mí se ha hecho ya vieja y cre­ciente convicción‑ de que no existirá teología nor­malizada mientras no sea cultivada también por los seglares. Por los seglares varones y mujeres, claro está. Es decir, mientras no deje de ser coto cerrado de los clérigos, para pertenecer a la entera comuni­dad de los creyentes.

 

Elemental. Pero, por lo mismo, fundamental, y condición indispensable de normalidad. Porque sólo así es posible que la fe logre el lenguaje y la sig­nificación de la vida integral. Es obvio, en efecto, que la rica, variada y complejísima polifonía de la vida no puede ser percibida de manera adecuada ni, por consiguiente, expresada de manera correcta, desde una sola perspectiva. Sólo la con­junción de todos, en comunión fraterna, en diá­logo libre y en discusión crítica, puede dar vida y expresión a lo que a todos atañe. Si la expresión de la fe quiere dejar la estratosfera, para ser, como ori­ginariamente se nos ha dicho, luz del mundo y sal de la tierra, precisa con inaplazable urgencia dejar los vicios olimpos de observatorios apartados y más o menos elitistas, para hacerse vivencia, palabra y tarea de la entera comunidad de los creyentes.

 

Algo que a todos los que intentamos mirar con un mínimo de responsabilidad su futuro en un mundo en difícil y acelerada construcción, debiera quemarnos como preocupación urgente y aun pri­maria.

 

Abrigo la esperanza de que este libro sea a la vez una prueba de esta verdad y una contribución a su logro. Habla un seglar que lleva muchos años com­prometido con su Iglesia desde una actividad inmersa en la vida ordinaria; concretamente, como médico en la tarea increíblemente humana de ayudar a las madres en el trance misterioso de traer una nueva vida al mundo (de miles habla él en algún lugar, y yo, que he nacido cerca de su zona de trabajo, puedo dar fe de la exquisita responsabilidad y ternura con que lo ha hecho siempre). Habla con claridad, en un estilo limpio, que transparenta ‑me gustaría que el lector lo advirtiese‑ una clara y honda serenidad interior. Habla con libertad, convencido de que "si es cierto que la verdad nos hace libres, no es menos cierto que la libertad nos acerca a la verdad."

 

Al hablar así, es consciente de la apuesta. Y la asume: "mi madre se 'escandalizaría' de mi fe". Por­que sabe que ése es hoy el único camino. Por eso se quiere creyente, pero no crédulo. Por eso quiere darnos, desnudo y sin dobleces, su testimonio o, como él mismo dice en expresión magnífica, sus (1sentimientos reflexionados". No es lo más corriente, y lo sabe; confiesa incluso sentir una rei­terada sensación de "atrevimiento". Y no faltará tal vez quien así lo juzgue. Por mi parte creo más bien que se trata de humildad: de esa humildad auténtica y nada gazmoña que, como sabía Teresa de Jesús, es la que no hurta el cuerpo porque nace de la verdad.

 

Por eso este libro tiene también mucho de desafío.

 

Nos desafía a los teólogos, porque toma en serio las palabras, empleándolas en su significado directo, el que entiende la gente normal cuando las lee o las escucha. La teología ‑condicionada, es cierto, por su larga historia‑ tiende a envolverse en distingos y sobrentendidos, para no afrontar de manera directa el enorme problema de su vocabulario. Demasiadas veces se ve obligada a echar mano del típico recurso exculpatorio: "lo que digo no es lo que digo, sino lo que quiero decir cuando digo..." Aquí, en cambio, se toma en serio la constatación del último Wittgenstein de que el significado de una palabra es su 1íuso" en el entramado de la vida real. Por eso sería bueno que, en lugar de disquisiciones de escuela acerca de si tal afirmación no es suficientemente precisa o si "en puridad teológica" debiera decirse de otra manera, los teólogos nos dejásemos impac­tar por esta lección de realismo y aun, muchas veces5 de simple sentido común.

 

Desafía a los dirigentes de la Iglesia, como al autor le gusta decir. Las urgencias de la vida real no toleran las prudencias indecisas ni los burocratis­mos inacabables. Una Iglesia que no quiera apare­cer como un fósil histórico sino como organismo vivo, actuante y fecundo a la altura de los tiempos, no puede seguir aplazando la actualización de sus estructuras ni del modo de exponer su doctrina.

 

Los autoritarismos no participativos, las desigual­dades anacrónicas, la falta de libre circulación de las ideas, la no comunicación pública de las nuevas adquisiciones exegéticas y teológicas... corren el peligro ‑el autor no se cansa de repetirlo‑ de con­vertir en duras piedras de escándalo los limpios y nutritivos panes evangélicos.

 

Desafía también a los propios seglares. A los seglares creyentes, que tantas veces se conforman con una comprensión infantil de la fe, indigna de su madurez humana e increíble para quienes la observan desde fuera. Hoy no cabe, sin "mala fe" o sin una inconfesada sensación de ridículo, confe­sarse creyente, si no se ha logrado una compren­sión del mundo religioso que, por lo menos, esté a la altura de la propia formación cultural y de la pro­pia madurez psicológica. En estas páginas un seglar, médico de profesión, demuestra andando que eso es posible. Que se han acabado los tiempos en que dentro de la Iglesia al fiel le toca únicamente escu­char, callar y obedecer. Con lectura suficiente y reflexión responsable, todo cristiano y toda cris­tiana tienen el derecho ‑e incluso el deber‑ de hacerse oír y recabar su cota irrenunciable de par­ticipación activa a todos los niveles.

 

Pero el prólogo amenaza con alargarse dema­siado, con grave riesgo de incurrir una vez más en la tentación de que el teólogo quiera hablar por el seglar. Mejor será, por eso, remitirse a la introducción del propio autor. En ella expresa muy bien, y seguro que con mayor claridad, tanto su propósito como las características precisas de su estilo y de sus intenciones.

 

Permítaseme tan sólo la expresión de un deseo. En sus primeras líneas el autor evoca el viejo ada­gio del hijo, el árbol y el libro. Hijos, mi amigo Manolo Guerra Campos, ha traído los su os, y, encima, ha ayudado a traer muchos otros. Árboles me consta que ha plantado unos cuantos en su casa de Castro, una aldea bella y retirada, que en mi infancia tenía para mí desde la mía de Aguiño leja­nas evocaciones de un misterioso mundo céltico. Sólo me queda desear que tampoco el libro se quede en la simple unidad. Desde luego, visto lo logrado en éste, seria pena que no se viese conti­nuado por otros, cuando son tantos los temas que están esperando palabras claras e ideas frescas.

 

Sé que algunos los tiene madurados. Una vez he incurrido en la culpa de animarle, y no me he arre­pentido. Me queda la esperanza de que no renun­cie del todo a seguir haciéndome caso. Sería bueno. Para alegría de los amigos y, estoy conven­cido, para bien de muchos.

 

Andrés Torres Queiruga

 

 

 

 

 

Introducción

 

Se ha dicho que el hombre, antes de morir, debe tener un hijo, debe plantar un árbol y debe escribir un libro.

 

En el Otoño de mi vida, he tenido hijos, he plantado árboles, pero aún no he escrito un libro. ¡Se escriben ya tantos! Se escribe por muchos motivos pero, en general, quien escribe pretende comunicar a los demás su particular manera de ver las cosas. Palabra poco adecuada esta de cosas, pero ya está escrita y no la cambio. Puede referirse a los objetos, que son cosas, o, con más frecuencia, puede referirse a las ideas o conceptos, que no son cosas. Pero con su uso ya puede el lector comenzar a entrever que en las páginas que siguen voy a preocuparme poco de estilismos literarios. Más bien dejaré correr la pluma en libertad para que recoja mis ideas y las exprese como si de un colo­quio se tratase.

 

Motivaciones

 

Mi pretensión no es otra que ofrecer mis sen­timientos ‑sentimientos reflexivos, pero sentimientos al fin‑ a todo aquel que, como hoy sigue buscando en la dimensión de la fe un sentido para su vida.

 

No tengo nada original que ofrecer, y, mucho menos, que enseñar. Incluso siento cierto pudor al desnudarme ante el lector. Un querido y admirado amigo, que en alguna ocasión me escuchó, es el culpable inicial de mi decisión. Ni siquiera puedo decir que me presionara, pero la sugerencia de que las ideas teológicas de un profano como yo podrían ser útiles para otros, precisamente por simples y carentes de elevadas disquisiciones, fue suficiente para que mi vanidad aceptase el reto.

Con todo, mientras escribo estoy mentalmente situado frente a la chimenea en una tarde de invierno, como si hablase para un pequeño grupo de amigos, porque en realidad, supongo, un pequeño grupo de amigos van a ser los únicos que se tomen la molestia de leerme.

 

Quiero ser un hombre libre, sabiendo que mis mayores ataduras son mis propios egoísmos. He necesitado muchos años, demasiados, para descu­brir que la libertad es el gran valor del ser humano. Tengo el recuerdo de que en mi adolescencia el lla­mar a un hombre "librepensador" era la expresión más clara de su perversión mental. Hoy me doy cuenta de que esa palabra tenía resonancias masó­nicas, arrastradas desde el pasado siglo. Educado en los años probablemente más doctrinarios y autoritarios de la historia de la Iglesia católica, entendía yo que quien se atrevía a pensar por su cuenta en cuestiones de fe atentaba ni más ni menos que con­tra la sagrada doctrina y la sagrada autoridad. Hoy he cambiado de manera de pensar. Si es cierto que la verdad nos hace libres, no es menos cierto que la libertad nos acerca a la verdad.

 

Me han dicho que soy hijo de Dios y me lo he tomado en serio. Un hijo de Dios no puede ser esclavo de nadie, porque Jesús, mi hermano mayor, fue el prototipo del hombre libre frente a todos los poderes, muy especialmente frente a los poderes religiosos de su tiempo. Estoy agradecido a Dios por muchas cosas, pero el don que más me sobrecoge es el de saber que me ha dado libertad incluso para llevarle la contraria. Es difícil concebir un amor llevado hasta ese extremo. Se fía de mí, sabiendo que puedo hacer daño, pero se fía. No cabe mayor orgullo ni mayor dignidad. Sólo queda el sincero reconocimiento y adoración hacia quien me con, cede tal muestra de confianza.

 

Es más que probable que quienes lean estas páginas se extrañen de tanto atrevimiento‑ No estudié teología; al menos no la estudié de forma académica. Un primer impulso me inclina a pedir disculpas anticipadas, pero no lo haré, porque pedir disculpas por algo que se hace con plena reflexión, con plena conciencia de lo que se hace, no tiene mucho sentido. En tal caso lo razonable sería no hacerlo, pero yo quiero decir lo que voy a decir.

 

Distinto es que trate de explicar los motivos que me mueven a escribir con el corazón abierto:

 

‑La fe es el único tesoro que tengo. Yo quiero vivir con sentido, y la fe cristiana le da sentido a mi vida. Veo con santa envidia a bastantes cristianos que son coherentes con su fe y viven como verda­deros creyentes. Pero también veo con tristeza a muchos otros para quienes el cristianismo no es más que un conjunto de ritos o de costumbres sociales, sin ninguna repercusión en su vida. Y pienso que todos cuantos formamos parte de la Iglesia somos responsables de esa situación, por haber deformado tanto el mensaje de Jesús, que lo hacemos ver como lo contrario de lo que es. Un mensaje liberador y humanizador lo está enten­diendo la gran mayoría como algo ñoño, cuando no como algo esclavizador y deshumanizante.

 

Ya sé que en la Iglesia corresponde especial­mente a los dirigentes[1] y teólogos esta tarea de hacer comprensible nuestra fe. Pero, cada uno a su nivel, todos tenemos que contribuir a devolver al cristianismo su imagen perdida. Y para eso lo fun­damental es ciertamente el testimonio de vida, pero también puede ser útil la reflexión en alta voz de las experiencias personales. Lo que a mí me da sentido lo ofrezco a los demás, por si puede servir como ayuda para sus propias experiencias de fe.

 

‑"Todos los fieles cristianos tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia"[2] 2 . Este texto pertenece a los documentos del Concilio Vaticano 11. Lo utilizo porque lleva el agua a mi molino, pero he de decir que, aunque el Con­cilio dijese lo contrario, yo seguiría exponiendo mis ideas. De hecho otros textos oficiales nos proponen el silencio. Sin ir más lejos, la Carta Pastoral de mi obispo, Confiados na Palabra do Señor, nos recuerda una frase de Paul Claudel: "Los verdaderos hijos de la Iglesia callan, sufren y oran[3]`. Supongo que el Sr. Obispo ‑hombre, por lo demás, ejemplar por su sen­cilla modestia y su capacidad de escucha‑ asume la recomendación y la hace suya. Por el contexto entiendo que quiere aplicarla tanto a los ataques que recibe la Iglesia desde afuera como a las protes­tas de los hijos de la Iglesia, cuando no están de acuerdo con las directrices de los dirigentes. En el primer caso estoy plenamente de acuerdo, porque la misión de la Iglesia no es defenderse a sí misma.

 

Pero cuando se trata de la vida al interior de la Igle­sia, los cristianos tenemos el deber de escuchar a Dios ‑lo que constituye la dimensión más impor­tante de la oración‑, tenemos la necesidad de sufrir, porque no nos queda otro remedio; pero tenemos el derecho a protestar, siempre con amor, pero libre y sinceramente, justo por el bien de la Iglesia.

 

El escándalo

 

Voy a exponer, pues, mis ideas acerca de la fe cristiana con absoluta libertad. Es muy posi­ble que esté equivocado, pero sólo puedo creer lo que creo.

 

Soy creyente, aunque mi madre se "escandaliza­ría" de mi fe. Sólo Dios conoce el grado de mi fe. Yo sé que sigo buscando. Estoy convencido de que la verdadera fe es la del discípulo, la del que sigue a Jesús, la del que ama, porque sólo amando se conoce a Dios, que es el Amor.

 

Hago esta confesión, porque algunas de las cosas que diré podrían ser motivo de escándalo. Me gus­taría de todos modos hacer una aclaración sobre esta palabra, tal como yo la entiendo, porque puede tener significados muy diversos.

 

Hablamos de escándalo ante una acción tumul­tuosa. Hablamos de escándalo ante una acción que va en contra de lo aceptado como normal. Habla­mos de escándalo ante un comportamiento que puede inducir a otros al pecado. Mucho me angus­tió en otros tiempos la advertencia que hacen los evangelios sinópticos sobre el escándalo[4]. Yo entiendo que iba especialmente dirigida contra quienes, considerándose maestros de la fe, mante­nían al pueblo en el error y eran piedras de tropiezo para que pudieran conocer al verdadero Dios. No escandalizaba el que sorprendía con la verdad, por muy chocante que fuese. En tal caso los profetas hubieran sido escandalosos y Jesús el más escanda­loso de todos en su trato con los enfermos, los pecadores y las mujeres, o en su comportamiento respecto al ayuno o al Sábado. Escandalizaban los escribas y sacerdotes judíos, que mantenían al pue­blo en el error, cuando su misión era la de orien­tarlos por el camino de la verdad.

La fe es un don frágil. No tenemos derecho a ser piedra de tropiezo para que otros la pierdan por nuestra culpa. Seguramente esta preocupación es la que nos hace tan pusilánimes. Nos sentimos tan responsables, que preferimos promover una reli­giosidad crédula, rayana a veces con lo anticris­tiano, antes que correr el riesgo de que alguien se escandalice por expresar la fe con otras palabras, otras formulaciones y aun otros conceptos adecuados a los tiempos en que vivimos. Por evitar el escándalo, escandalizamos realmente, siendo los responsables de que tantos y tantos abandonen la fe, porque no les dice nada ni les da sentido para su vida.

 

El propio Concilio Vaticano 11 afirma que "en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que ( ... ) con la exposición inadecuada de la doctrina (...) han velado más bien que revelado el genuino rostro de

Dios y de la religión"[5] . ¿Cómo es posible que quienes han elaborado el reciente Catecismo de la Igle­sia católica hayan olvidado esta advertencia del Concilio?

 

Más adelante trataré de explicar mis razones para hacer esta grave observación de que el actual Catecismo me parece es una exposición inade­cuada de la doctrina cristiana.

 

En la tarea de hacer que la fe cristiana vuelva a ser Buena Noticia para los hombres de hoy, habrá que dejar de tener tanto miedo al escándalo, en nombre de la llamada prudencia pastoral, y tomar ejemplo del escandaloso Jesús. El mismo nos advierte con la parábola de los talentos que no basta con conservarlos; hay que arriesgarlos para que produzcan. Esta prudencia pastoral a la que tanto se apela constituye muchas veces el verda­dero escándalo.

 

Como yo no ocupo ningún cargo de responsabi­lidad, aunque sé que tengo responsabilidades como creyente, hablaré con franqueza. Los lectores pen­sarán, todo lo más, que estoy descarriado; pero no se escandalizarán, porque no tengo ningún poder, ninguna autoridad, y por lo tanto me falta la capa­cidad de poder escandalizar a nadie con mis ideas. Creo sinceramente que ésa es la tragedia de muchos creyentes inteligentes y sinceros a quienes la responsabilidad de un cargo de dirigentes les oprime como una losa, hasta el punto de hacer imposible la acción del Espíritu.

Para terminar con este excurso sobre el escán­dalo: en el fondo, escandalizan quienes, llamán­dose maestros, mantienen a los fieles en sus creen­cias erróneas por temor a que pierdan la fe. ¿Cuándo van a dejar de tratarnos como a niños? ¿Cuándo van a convencerse de que lo esencial de nuestra fe es que nos lleve a la plena realización como adultos, como personas al estilo de Jesús? ¿Cuándo van a confiar en el Espíritu Santo?

 

La salud y los achaques de la Iglesia

 

No quisiera que de las páginas que siguen pudiera sacarse la conclusión de que disfruto criticando a la Iglesia. En primer lugar, yo me con­sidero parte de esa Iglesia y mi temperamento está muy lejos del masoquismo. Todo lo que diga o le pida me compromete. En la Iglesia oí hablar de Jesucristo y en ella quiero seguir viviendo mi fe. Pero estoy descontento conmigo mismo y descon­tento con la Iglesia. En segundo lugar, soy cons­ciente de la inmensa labor que la Iglesia realizó y realiza en favor de la Humanidad. No se me pasan por alto las miles de personas que dedican lo mejor de su vida en pro de la misión eclesial, haciendo todo lo que pueden.

 

Tampoco se trata de sopesar en una balanza la santidad y la maldad de la Iglesia, para inclinarme, en consecuencia, a su favor o en su contra. Ya estoy a su favor. Y mucho menos, de enjuiciar y culpabi­lizar a las personas de hoy o del pasado. Se trata de reflexionar sobre los hechos, de hoy y del pasado, para, por encima de culpabilidades, sentirnos res­ponsables de lo que hemos hecho mal o estamos haciendo mal. Dejo las alabanzas merecidas para que las hagan los que están fuera de la Iglesia. Yo, desde adentro, me fijaré más en sus achaques, con el único ánimo de contribuir a su purificación.

 

Si la Iglesia, como dice el Concilio Vaticano 11, ha de ser el Pueblo de Dios que, siendo el Cuerpo de Cristo, es sacramento de salvación para el mundo, hemos de preguntarnos todos: ¿somos real­mente signo de liberación, de humanización, de salvación para los demás? Pienso sinceramente que no; y cuando les hago esa pregunta a tantos y tan­tos que se descuelgan de la Iglesia, me contestan lo mismo. Y pienso que el disculparnos con el mate­rialismo, el consumismo o el hedonismo, acha­cando a esos mismos y tantos otros el abandono cre­ciente de tantas personas que no hace mucho for­maban parte de la Iglesia, es pura ceguera por nues­tra parte.

 

Agradecimientos

 

En el ya largo camino de mi búsqueda, soy deu­dor ante todo del Dios que me sostiene y me empuja amorosamente para que le encuentre; pero también de una forma inmediata, de todos aquellos que me han hecho caer en la cuenta de que la fe cristiana o es humanizadora o no es fe cristiana. También soy deudor de quienes me ayudaron a leer la Biblia de una forma renovada, adulta, humanizadota.

 

Haré pocas citas bibliográficas, por dos motivos. Por una parte, estas páginas no pretenden ser un trabajo en el que críticamente elabore y contraste mis ideas con las de teólogos reconocidos. Por otra parte, todo lo que afirme ya me pertenece, porque aunque muchas veces sea original de otro, lo asumo y lo hago mío. No se trata de robarle a nadie su paternidad, ni de falta de humildad para citarlo como merece. Es simplemente que uno no siempre recuerda dónde ha oído o leído tal o cual idea. Que nadie se sienta molesto, si reconoce como suya alguna frase y no lo cito. En el complejo proceso de nuestra elaboración mental siempre hay pocas ideas originales. Todos somos deudores los unos de los otros, pero lo importante es que las ideas que nos parecen valiosas terminemos por incorporarlas a nuestra personalidad hasta el punto de creer que son nuestras. Sólo así serán también verdadera­mente nuestras. Pero de todos ellos me siento deu­dor y a todos estoy agradecido.

 

 

 

 

 

 

La enfermedad de la Iglesia

 

 

Hace dos milenios que tuvo lugar el aconteci­miento de Jesús de Nazaret. Hablamos de acontecimiento, porque fue, a un tiempo, realidad humana y realidad misteriosa para los cristianos. En ese hombre vemos a Dios, e incluso acabamos diciendo que "es" Dios. Es el Emmanuel, Dios con nosotros. Todos cuantos de una u otra manera lo han confesado como el enviado de Dios, el Cristo, todos cuantos en mayor o menor medida han tra­tado de vivir orientados por su mensaje, se han ido organizando hasta formar lo que llamamos Iglesia, con la doble finalidad de ayudarse unos a otros desde el vínculo de una misma fe, y de anunciar la Buena Noticia de ese acontecimiento al mundo entero.

La complejidad de la Historia dio origen a dis­tintas Iglesias, que se confiesan como la Iglesia de Cristo. Circunstancias de mi nacimiento y cultura hacen que yo pertenezca a una de esas Iglesias cris­tianas, la Iglesia católica, a la que voy a referirme en adelanhe ido madurando mi fe, unas veces con su ayuda y quizá otras veces a pesar suyo. Sea como fuere, le estoy agradecido. Amo a la Iglesia.

 

Y a pesar de eso, me doy cuenta de que cada vez soy más crítico con ella. Me gustaría hacer una acla­ración: No me siento en el bando de los que critican a la Iglesia en el sentido de hablar mal de ella por inconsciencia o por cualquier otra razón. Quiero darle a la palabra "crítica" su original sentido, el de valorar y enjuiciar una realidad. También soy cada vez más crítico conmigo mismo. Y pienso que si cada vez soy más crítico con la Iglesia, es porque cada vez me preocupa más su vida, porque la voy amando más en la medida en que cada vez valoro más el tesoro de la fe. Espero que esto no sea una disculpa.

 

La Iglesia está enferma. No me refiero a los pequeños o grandes achaques que con frecuencia se le atribuyen: que si es autoritaria; que si es rica; que si está siempre del lado de los poderosos; que si los curas deberían poder casarse; que si la mujer debe­ría poder ser sacerdote, etc. Todas esas cuestiones, y otras muchas, me preocupan y me parecen impor­tantes, pero los largos años como profesional de la medicina me enseñaron que el médico, ante un enfermo grave, tiene que tomar decisiones y aten­der primero unas cosas antes que otras. De nada vale arreglar muy bien un hueso roto, o coser con detalle unas heridas, si, mientras tanto, el enfermo que se está asfixiando, deja de respirar. Y yo estoy convencido de que la Iglesia padece una grave enfermedad que compromete su propia identidad. Se quedó dormida en la Historia.

 

Empeñada en encerrar la fe en fórmulas que fue­ron válidas para otros tiempos, intenta que los hombres y mujeres de hoy comulguen con verda­deras ruedas de molino. Y los hombres y mujeres de hoy responden o "pasando", con la indiferencia, o diciendo esa frase que nunca debiera haber sido dicha: Cristo sí, Iglesia no.

 

Ya que he aventurado un diagnóstico, trataré de hacer algunas reflexiones sobre los síntomas que expresan esa enfermedad y las causas que han lle­vado a ese estado. Me atreveré incluso a dar un par de recetas, fuertes y un tanto escandalosas; pero es que un enfermo grave no se cura con paños calien­tes. Los familiares del enfermo desean siempre saber el pronóstico; es un momento aventurado y difícil para el médico, pero fundamental para que la esperanza de curación estimule la puesta en prác­tica de las actuaciones necesarias. Haré, pues, un pronóstico esperanzado.

 

Los síntomas

 

No es posible solucionar un problema, si antes no se reconoce su existencia. No es posible

 

que el enfermo se cure, si no busca remedio, porque ya se cree muy sano.

 

Por eso yo le pediría a la Iglesia: Que despierte, se desnude y se mire al espejo.

 

Que despierte, porque está dormida.

Que se desnude, porque tiene encima tantos vestidos, comprados a lo largo de su milenaria vida, que ya es difícil reconocerla.

Y que se mire al espejo, no vaya a ser que se crea una Venus.

 

Pienso que la Iglesia debe estar formada por todos aquellos que ven en Jesús al hombre que les da sentido a su vida, porque entienden que en él se manifestó Dios para decirnos cómo es el verdadero Dios y cómo debe ser el verdadero hombre. Cristiano sería aquel que trata de vivir con la misma actitud de Jesús: con­fiando en Dios y amando a los hombres.

 

Parece claro que las cosas no son hoy así. Pri­mero, porque la gente, incluso la mayoría de los cristianos, sigue identificando la Iglesia con los obispos y los curas, los frailes y las monjas. Segundo, porque el pertenecer a la Iglesia es el resultado de una costumbre milenaria y no algo personal. Tercero, porque las palabras y aun los conceptos en los que se expresa la fe se fueron deformando y a veces pervirtiendo tanto que yo dudo que en muchas de las manifestaciones más típicamente cristianas Jesús se haga presente.

 

El estado de salud tiene unos signos, unas cons­tantes biológicas, que cuando se alteran pasan a ser los síntomas de la enfermedad. En la Iglesia hay unas notas que deben ser,sus señas de identidad. Sin rechazar las cuatro notas clásicas, Una, Santa, Católica y Apostólica, y sobre cuyo estado de salud habría mucho que matizar, me gustaría hacer algu­nas reflexiones sobre otras cuatro notas que carac­terizan a la Iglesia de hoy, y que, precisamente por­que son patológicas, pueden servir de síntomas que nos alerten para comprender que la Iglesia está enferma. Para un observador medianamente atento, la Iglesia se presenta como crédula, sacral, clerical e infantil.

 

-Crédula. Los cristianos parecemos lo que se dice en gallego "parvos". Parvo no es, sin más, un insulto; es lo pequeño. Un parvulario es un sitio donde se cuidan los niños pequeños. Parva es una persona con poca cabeza. Y los cristianos usamos poco la cabeza. Creemos todo lo que nos dicen. Creemos en los ángeles, creemos en los demonios, creemos en los reyes magos, creemos en los mila­gros (entendidos como intervenciones sobrenatu­rales directas que alteran el curso de la Naturaleza), creemos en las apariciones... Creemos tantas cosas, que no nos queda fe para creer en lo único en que debiéramos creer: en el Dios de Jesús.

 

Por eso me gustaría una Iglesia menos crédula y más creyente.

 

-Sacral. El templo es sagrado, las vestiduras de los sacerdotes son sagradas, el Domingo es sagrado, los cementerios son sagrados... Encerramos a Dios en unos cuantos espacios y lo apartamos de la vida. Cuando lo verdaderamente sagrado es el hombre, y el trabajo por la justicia, Y el cumplimiento del deber, y la sexualidad que expresa el amor entre hombre y mujer, y tantas otras realidades de la vida.

Por eso me gustaría una Ig1e esia menos sacral y más humana.

 

-Clerical. No se enfaden conmigo los curas. Les debo mucho a bastantes de ellos. Hablo del espíritu clerical, más presente con frecuencia entre los segla­res que entre los propios sacerdotes; aunque hay que decir que continúan siendo formados (no sé si tro­quelados) con ese espíritu. Entiendo por espíritu clerical la forma de ver en el sacerdote a un inter­mediario que en las cuestiones de fe está por encima del pueblo, gozando de línea directa con Dios.

Yo no rezo para que aumenten las vocaciones sacerdotales, y eso por dos razones. La primera, por­que no entiendo la oración de petición como un lloriqueo para ablandar el corazón de Dios. La segunda, porque, a lo mejor, el Espíritu Santo quiere aprovecharse de esta realidad de pocas voca­ciones, como de un signo de los tiempos, para que todos caigamos en la cuenta de nuestras responsa­bilidades como miembros de la Iglesia. Me disgus­taría llevarle la contraria al Espíritu Santo.

 

Por eso me gustaría una Iglesia menos clerical y más comunitaria.

 

-Infantil. Esta nota tiene mucho que ver con las anteriores y de alguna forma las resume. Yo quiero una Iglesia de adultos, donde todos sean acogidos, pero en la que se promueva la maduración de sus miembros y no se alimente el infantilismo. Quiero una Iglesia formada por hombres y mujeres que creen lo que creen y no lo que tienen que creer. Que buscan a Dios con el corazón abierto, sin nin­guna seguridad, con la ayuda de todos, también con la ayuda de los dirigentes, pero con la absoluta con­vicción de que lo que nos propone Jesús es que maduremos como personas, para humanizar al mundo y contribuir así a construir el Reino de Dios.

 

Por eso me gustaría una Iglesia menos infantil y más adulta.

 

El diagnóstico

 

Los tiempos históricos. La Historia y sus ciencias auxiliares parecen confirmar que el devenir de la Humanidad no sólo no es cíclico, como explica la concepción del eterno retorno, según la cual los tiempos terminan y vuelven a empezar para repetirse así indefinidamente, sino que además es discontinuo. Hay momentos de la Historia que tienen un carácter más trascendente que otros para el futuro. Aunque también esos momentos se aprovechan del pasado, parece claro que hay otros períodos en que se vive más del pasado, con menos innovaciones. Etapas estables y etapas de crisis. Hay etapas tranquilas y etapas convulsas. No me refiero a que en las etapas estables no haya proble­mas o guerras o acontecimientos importantes en todos los órdenes. Me refiero especialmente al con­junto de costumbres, valores y creencias que con­forman la mentalidad general de los pueblos.

 

Se va estableciendo un determinado modo de entender al hombre y las relaciones entre los hom­bres, y al mundo y las relaciones con el mundo. Den­tro de ese caldo de cultivo, en el que nacen y mue­ren los hombres y mujeres, se aceptan con naturali­dad las costumbres éticas, sociales y políticas, y las creencias religiosas que explican y sustentan el sen­tido de la vida. Como si siempre hubiese sido así, como si lo normal es lo que se hizo "siempre", aun­que ese siempre se limita a unos cuantos siglos.

 

Pero llega un momento, que también puede durar siglos, aunque generalmente sea de menos duración que los períodos estables, en que parece que todo se convulsiona, que lo viejo no sirve, que lo nuevo es lo único valioso. Surgen nuevas ideas, nuevas costumbres, nuevas formas de entender al mundo y aun al mismo hombre. Hay una revolu­ción en la Cosmología y en la Antropología.

 

Yo no tengo una sólida formación histórica. Por otra parte, no todos los historiadores tienen una visión coincidente de la evolución de la Humani­dad. Pero me parece entender que hace unos diez mil años tuvo lugar una de esas etapas de crisis cuando se descubrió la agricultura. El hombre del Paleolítico descubrió que de las semillas que reco­lectaba y de los animales que cazaba, podía sacarse más provecho y conseguir una mayor estabilidad para subsistir, si sembraba las semillas y domesti­caba los animales que había conseguido vivos. No fue un proceso repentino, pero, sin renunciar a la recolección y a la caza, las nuevas formas termina­ron por imponerse y pasaron a ser mucho más importantes que las formas tradicionales, las de siempre, las que hasta entonces parecían ser las únicas posibles. La vida sedentaria y la construc­ción de ciudades comenzó a ser posible. Y aunque apenas sabemos nada de su mentalidad y sus creen­cias, es más que probable que también sufrieran grandes cambios, porque la forma distinta de vivir acaba influyendo en la forma de pensar.

 

Otra etapa de crisis ocurrió hacia el siglo VI a. de C. Y tuvo lugar en zonas muy diversas, pero, para nuestra actual cultura occidental, importa fijarse en Palestina y en Grecia. El profetismo y la filosofía son sus exponentes. Con ambos comenza­ron a ponerse en duda muchas cosas. Los profetas, hombres que se sintieron libres, descubren para la Humanidad, desde una perspectiva religiosa, valo­res humanizadores. Los filósofos griegos, desde una perspectiva laica, lo que no significa que no fuesen también religiosos, cuestionaron la realidad de las cosas y del propio hombre. Sentaron las bases de todo conocimiento humano y técnico.

Desde el siglo XV, con el Humanismo primero y la Ilustración más tarde, pienso que estamos en otra etapa de crisis de civilización. Ocurre, sin embargo, que no es fácil percibirla mientras estamos inmersos en ella; falta la perspectiva del tiempo. Pasa lo mismo con los momentos o las etapas decisivas en la vida de un hombre; solamente las valoramos como tales cuando ha pasado el tiempo.

Acostumbramos a decir que en el siglo XV ter­mina la Edad Media y comienza la Edad Moderna; y suelen marcarse como hitos históricos la caída de Constantinopla, o la aparición de la imprenta, o el descubrimiento de América. Yo pienso que se ini­ció por entonces algo de mucha mayor trascenden­cia. Comenzó a valorarse al hombre de otra forma, comenzaron las dudas sobre lo que desde "siempre" se había aceptado. Se iniciaba la adolescencia del hombre. No se trata de que fuesen hombres más inteligentes o superiores a los de la Antigüedad. Simplemente, surgió otra mentalidad.

 

-Comparación anatómico-teológica. Hipócrates, Galeno y Vesalio constituyen tres pilares funda­mentales de nuestra actual medicina científica. Hipócrates vivió en el siglo V a. de C. Galeno en el siglo 11. Vesalio en el siglo XVI. De Hipócrates aún conservamos los principios éticos de su jura­mento. El nombre de Galeno aún hoy es sinónimo de médico. Pero ninguno de los dos aprobaría hoy un examen de Anatomía, ni le darían una décima por encima del 0.

 

Durante más de un milenio no se pusieron en duda las ideas anatómicas de Galeno. Se daban por seguras y en ellas se apoyaba la Medicina. Vesalio, entre otros, se atrevió a poner en duda las ideas del maestro y encontró en ellas múltiples errores de bulto. ¿Es que era más inteligente? No se trata de eso. Simplemente, apoyándose en los descubri­mientos de Galeno, y perteneciendo a otra época en que la nueva mentalidad permitía el uso de otros medios (Galeno hizo disecciones de animales casi exclusivamente, extrapolando al hombre sus hallazgos), no se conformó con lo de siempre: dudó, trató de acercarse más a lo real.

 

San Agustín y Santo Tomás fueron genios de la Teología. Pero, aunque no es el caso de la ciencia, no me parece ni un absurdo ni una falta de respeto el pensar que en un examen de Teología tampoco ellos salieran hoy muy bien parados. Pienso que no es importante la exactitud de esta afirmación escandalosa; los profesores de Teología sabrán; pero si los aprobaran, yo sospecharía que se habrían dejado influir por algún "enchufe" inconsciente. Lo que pretendo indicar es su sentido: de la misma forma que los médicos actuales seguimos admi­rando a Hipócrates y a Galeno como científicos, porque somos deudores suyos, también los teólogos pueden admirar y venerar a San Agustín y a Santo Tomás, sin necesidad de sentirse atados y prisione­ros de su forma de entender la única fe en Jesucristo. La suya y la nuestra, pero que tiene que ser entendida, para ser vivida, de diferente forma según las diferentes mentalidades.

 

Sospecho que para muchos esta comparación anatómico - teo lógica es puro desvarío, además de irrespetuosa y casi sacrílega. Es natural que así parezca para quienes tratan de comprender la fe -y ése es el objeto de la Teología- con una mentalidad que ya no es la de nuestra Época. Si continuamos entendiendo la Revelación como un proceso cerrado en su manera de ser formulada, en tal caso estaremos condenados a ser creyentes extraños en el mundo en el que nos ha tocado vivir. Seremos unos crédulos firmes y seguros, pero ¿era eso lo que se propuso Jesús?

 

A los teólogos y dirigentes que se escandalicen por la comparación, me atrevería a pedirles que sean coherentes. Que cuando necesiten un médico busquen a uno que utilice los medios que utilizaba Hipócrates o Galeno, o que cuando fueran a escri­bir de teología lo hicieran en griego y latín o utili­zasen una pluma de ave.

 

-Los valores de la Modernidad. La cultura occi­dental, en la que vivimos, es heredera del cristia­nismo. Pero a su vez el cristianismo, en su formula­ción, en la forma de interpretar y expresar el men­saje de Jesús, es hijo de la mentalidad semítica y la mentalidad griega. Las primeras generaciones de cristianos, durante varios siglos, hicieron el enorme esfuerzo de trasvasar el tesoro de la fe a los conceptos del helenismo. Hoy los llamamos los Padres de la Iglesia. Me temo que desde entonces vivimos de rentas.

 

Lo que caracteriza al período de crisis que comenzó con el Humanismo y en el que aún esta­mos, a pesar de que hablemos de Edad Contempo­ránea y post-moderna, es sobre todo la mentalidad en la que emerge el sentido de la dignidad del hombre, la autoconciencia de libertad para hacerse dueño de su destino. Es la entrada en la madurez del hombre, de que hablaba Kant. La anticiparon los profetas de Israel y los filósofos de Grecia, pero durante siglos esa mentalidad durmió el sueño de los justos. Predominaba una mentali­dad en la que la diferencia de clase y el sentido de la obediencia y de la autoridad eran valores acep­tados por todos.

 

La Modernidad era, está siendo, un período de crisis y de descalificaciones. Israel mató a sus pro­fetas. Sócrates fue obligado o inducido a beber la cicuta porque "pervertía" a la juventud con sus ideas. Es natural, aunque resulte espantoso, porque quienes tienen una mentalidad nueva se equivocan en muchas cosas y los de mentalidad antigua apro­vechan esos errores para descalificar el cambio que se pretende. Son necesarias lágrimas y sangre, ade­más de tiempo; pero la maduración del hombre exige que la nueva mentalidad acabe por impo­nerse en la conciencia de todos.

 

La Iglesia vive en el mundo y, si quiere cumplir su misión y vivir para el mundo, tiene que expresar su fe de tal forma que el mundo pueda asimilarla para después vivirla. Pues éste es el gran problema, la más grave enfermedad que yo veo en mi Iglesia actual. Llevamos quinientos años pataleando para que nada cambie. Queremos que lo expresado por un genio de su tiempo, como fue Tomás de Aquino, siga siendo para hoy la única forma de expresar y de comprender nuestra fe de hoy. Por algo sigue lla­mándosele Doctor angélico y a su manera de pen­sar, filosofía perenne.

 

Llevamos quinientos años descalificando a todos aquellos que se atrevieron a pensar, y que muchas veces se equivocaron, pero que fueron por­tadores de valores humanizadores. Condenamos a quienes se atrevieron a poner en duda lo de siem­pre y a proclamar los nuevos valores que la madu­ración humana iba logrando descubrir. Cuando en realidad muchas veces lo hacían porque en su ser profundo, aunque se mostrasen a veces como ateos, habían sido plantadas por la propia Iglesia las semi­llas del Evangelio.

 

También esto es natural, aunque resulte más que espantoso, porque a la Iglesia le cuesta demasiado renunciar a los valores de la Antigüedad, a la segu­ridad de lo establecido, a la autoridad de unos y a la obediencia de los más, y asumir los nuevos valo­res humanos de la Libertad, la Igualdad y la Frater­nidad. ¿Son valores revolucionarios o son ante todo evangélicos?

 

El proceso de cambio de mentalidad, que se ini­ció con el Humanismo y se hizo realmente expre­sivo con la Ilustración, aún continúa. En el siglo XV fueron algunas figuras aisladas, aunque perte­necientes a los diversos campos del saber. En el siglo XVIII participaron en él miles de europeos, pero en realidad no fueron más que una elite, la formada por personas instruidas. Es cierto que sus ideas innovadoras y la consiguiente reacción con­servadora terminaron por dividir a la población en dos bandos que parecían irreconciliables. Pero esa población batallaba por aspectos superficiales, sin comprender realmente que se trataba de una crisis histórica. En mi juventud, ya mediado el siglo XX, la mentalidad predominante en los pueblos y aldeas que conocí, continuaba siendo la de la Edad Media.

 

Fue en los últimos decenios cuando el proceso se aceleró. Habrán contribuido a ello muchos factores, pero la explosión de los medios de comunica­ción me parece el más evidente. Estamos inmersos en una verdadera revolución de ideas en todos los campos, en todas las realidades que afectan al ser humano. Y tal revolución ya no conmociona sólo a la cultura occidental, sino que está afectando a toda la Humanidad. Por el momento puede que sean más llamativos los problemas causados que los logros esperados. Pero el tiempo se ha acelerado, y hará que pronto, en lo fundamental, en la manera de comprenderse el hombre a si mismo y de com­prender las realidades del mundo, sea aceptada por todos la mentalidad que lleva quinientos años intentando abrirse camino. La Carta de los Dere­chos Humanos no siempre se cumple, pero ya no quedan muchos que rechacen sus valores.

 

-La resistencia al cambio. Debemos reconocer que la Iglesia, después de muchas suspicacias y reacciones defensivas, también hoy se ha puesto en la vanguardia del humanismo, defendiendo los derechos del hombre y la justicia social. La Gau­dium et Spes es exponente de ello. Pero no parece menos cierto que, demasiadas veces, en campos como la organización de su estructura, y, lo que es mucho más importante, en la exposición de la fe, continúa anclada en plena Edad Media.

 

Muchas voces cristianas, aunque no constituyan un movimiento organizado, claman hoy por una renovación profunda que haga posible vivir la fe dentro de la mentalidad que acabará imponiéndose en el inmediato siglo XXI.

Pueden servir de muestra textos como los siguientes de Marcel Legaut:

 

"En estos tiempos en que el universo mental de los hombres, al menos en occidente, ha cambiado más en estos últimos decenios que a lo largo de los milenios ancestrales, el edificio doctrinal, en el que antaño los cristianos vivieron seguros y con evidencia, protegién­dose de la realidad a la que entonces sólo sabían cantar y soñar, se encuentra sacudido como nunca. En aquellos dominios en los que en el pasado los creyentes vivían de respuestas que siempre y en todas partes se daban, surgen hoy por doquier preguntas que las ponen en cuestión como ningún espíritu antiguo había imaginado hacerlo. Así que en estos años vivimos unos tiempos de descon­cierto que no dejan de recordar a los que experimentaron los discípulos después de la muerte de su maestro.

 

"También nosotros tenemos que entrar en las nuevas tierras que las ciencias nos descubren a fin de permanecer allí como hombres de fe, y darles el sentido que nos es necesario para no permanecer en ellas como extranjeros`.[6]

 

0 estos otros de Torres Queiruga:

 

1 (

... el imaginario colectivo de los cristianos, e incluso su vocabulario, está lleno de frases, imágenes y conceptos que a ellos mismos les resultan increíbles. Lo tremendo es que eso ya se sabe de alguna manera. Pero no se reacciona: siguen recirándose las mismas oraciones, pronun­ciando las mismas palabras y manteniendo -acaso con pequeñas variaciones- los mismos conceptos. Y digo tre­mendo, porque los resultados pueden ser -creo que lo están siendo- devastadores.

 

"La creencia se mantiene por rutina, por convención social, 'Por si acaso' o incluso por miedo. Y ya se com­prende que eso, aparte de estar minando íntimamente la convicción auténtica y el compromiso profundo, no puede durar. Resulta incoherente cara a dentro e increíble cara a fuera. Puede afirmarse sin miedo a equivocación que ahí radica una de las raíces más eficaces del abandono de la fe por parte de muchos grupos y personas---.[7]

 

De la resistencia al necesario cambio puede ser­vir de ejemplo la que fue llamada cuestión bíblica. Lo de Galileo fue un aldabonazo con ecos perdura­bles; pero desde hace unos doscientos años otros muchos hijos de la Iglesia tuvieron la osadía de plantear dudas acerca de diversos aspectos de lo que se contenía en la Biblia, el Libro Sagrado (y que en realidad puede plantearse cualquiera que la lea con los ojos abiertos). Anatema inmediato. ¿Quiénes eran tales orgullosos, inspirados por el mismo diablo, para poner en duda lo que Dios había dicho? No cabía duda, su verdadera inten­ción era destruir la fe. Solución: reafirmarse en "lo de siempre", anestesiando a los fieles y advertirles que lo que dicen los dirigentes de la Santa Madre Iglesia es siempre la voz de Dios[8] y que la desobe­diencia es el camino del infierno. Es posible que exagere un poco, pero más o menos ésa era la impresión que percibíamos los profanos.

En 1893, 1943 y 1965 se publican los tres docu­mentos más importantes sobre la Revelación divina[9] . Yo creo apreciar en ellos una apertura pro­gresiva, un ceder a cuentagotas, un miedo a reco­nocer claramente que la interpretación tradicional literalista de la Biblia estaba equivocada en muchos puntos. Lo estaba precisamente, porque la comprensión de lo que entendemos por Revela­ción se había expresado de una forma que era ade­cuada y válida para la mentalidad de su tiempo, pero ineficaz, confusa y causante de falsos proble­mas entre la fe y la razón para la mentalidad en la que vivimos.

 

Lo que pasó y aún está pasando con la Biblia puede extenderse a todo el edificio de la fe cris­tiana. Muchos estamos convencidos de que en él se encierra un tesoro. Pero con la misma firmeza esta­mos también convencidos de que es vital para la Iglesia que tenga fe en el Espíritu Santo y no apague el relámpago o ponga sordina al trueno que se dejó ver y oír en el Concilio Vaticano 11. Es ne­cesario que se fíe del Espíritu y no le cierre las ven­tanas.

 

Es humano estar enfermo, no hay que avergon­zarse. Lo indispensable y razonable es reconocerlo. La Iglesia se quedó dormida en la Historia. La Igle­sia tiene la Enfermedad del Sueño.

 

Las causas   

 

La Enfermedad del Sueño, típicamente tropical, está causada por un parásito que se transmite por la picadura de una mosca, la mosca tsé-tsé. ¿Le habrá picado a la Iglesia alguna mosca?

 

Con frecuencia la Medicina constata unos sínto­mas y llega a un diagnóstico antes de conocer las causas . En realidad ocurre casi siempre así. Pero para disponer de un tratamiento realmente efectivo es necesario averiguar la causa de la enfermedad. Hace siglos que conocemos la tuberculosis por sus sínto­mas, pero los enfermos se morían: con su diagnós­tico, pero se morían. Fue necesario que en el siglo pasado Robert Koch descubriese el bacilo que lleva su nombre. A partir de entonces, no sin tiempo y esfuerzos, fue posible elaborar los medicamentos que han logrado convertir a la tuberculosis, que era una pandemia mortal, en una enfermedad relativamente fácil de curar. Hace siglos que conocemos los sínto­mas del cáncer y lo etiquetamos con diagnósticos precisos, pero aún falta por descubrir su causa y por ello su tratamiento sigue siendo difícil.

 

Reconocidos los síntomas patológicos de la Igle­sia y habiendo llegado a un diagnóstico, aunque no olvido que existe siempre el peligro de equivocarse, es necesario buscar la causa, para que, con el trata­miento, podamos tener esperanzas razonables de curación.

 

También aquí estamos en esa tase de la investigación en la que no hay seguridades. Es por ello que 1as sospechas y los juicios deben tomarse como lo que son. intentos sinceros de aproximarse a la verdad.

 

Dicho esto, yo tengo la sospecha de que a la Iglesia le han picado tres moscas: la desidia, el orgullo y el miedo.

 

A todos nos han picado esas tres moscas y por lo tanto todos somos responsables de la situación. Los cristianos somos todos iguales, sin grados; pero en la responsabilidad sí hay grados. El Bautismo nos constituye a todos como sacerdotes, profetas y reyes (léase servidores). Todos debemos evangelizar, pero el servicio de dirección corresponde a los dirigen­tes. Y ellos son, por lo tanto, los que tienen mayor responsabilidad en la enfermedad de la Iglesia.

 

La desidia

 

La rutina es capaz de agostar las mejores ilusio­nes. Pero a mí me parece que la propuesta de Jesús tiene tal carga liberadora y humanizadora, que no hubiera sido posible que la cristiandad llegase al estado de postración en que está, si no se hubieran dado unas circunstancias concretas que lo posibili­taron.

 

Los primeros cristianos llegaron a serlo, porque cada uno de ellos tomó la decisión de seguir a Jesús personalmente, y como símbolo de tal decisión se hacía bautizar. No era cristiano porque estuviese bautizado, se bautizaba porque antes se había con­vertido. Y este punto es fundamental.

 

Los avatares de la Historia hicieron que los pue­blos trocaran masivamente su anterior religiosidad por la religiosidad cristiana, pero sin verdadera conversión. Europa nunca fue cristiana, ni tam­poco la católica España; Europa y España fueron, eso sí, muy religiosas. La religiosidad y la fe son compatibles, pero frecuentemente se contraponen. Y eso ocurre porque la religiosidad admite segurida­des y fanatismos, desviaciones y perversiones, que la fe no puede tolerar. Durante las mejores épocas de la Cristiandad, en Europa y en España prolifera­ron acontecimientos como las guerras de religión, las cruzadas o la inquisición; y tuvimos unos "cris­tianísimos" reyes que en la mayoría de los casos eran todo un modelo de valores anticristianos.

 

Ya sé que en ese tipo de acontecimientos influ­yeron a veces otros factores que no eran precisa­mente religiosos, pero la Iglesia como tal Iglesia promovió, alentó o participó en tales manifestacio­nes "cristianísimas". Y no se diga que tal cosa fue posible debido a que en la Iglesia hay pecadores, pero que, mientras, la Iglesia seguía siendo Santa. Santo es su cabeza, Jesucristo, y todos los que entonces y ahora se comportaron y comportan como santos. Pero la Iglesia visible, la que tiene que ser signo de salvación para el mundo, era la responsable de esos hechos anticristianos. También hay mucha diferencia entre el socialismo utópico y el socialismo real, pero cuando hablamos de los logros o los desastres del socialismo está claro a cuál nos referimos.

 

Podrá decírseme que exagero o que soy pesi­mista. Yo sé bien que antes y ahora hubo y hay multitud de verdaderos cristianos en España y en Europa, y, en los últimos siglos, también en otros muchos países del ancho mundo. Pero la gran mayoría, antes y ahora, se sintieron y se sienten cristianos porque están bautizados, no se bautiza­ron porque estuviesen convertidos. La generaliza­ción del bautismo de los niños ha contribuido y contribuye a eso.

 

Y eso corre el peligro de convertirse en pura magia, por mucho que tratemos de engañarnos con la gracia "ex opere operato" del sacramento. Lo que antes era un catecumenado de adultos, se ha con­vertido hace mucho tiempo en una dolorosa cate­quesis que acaba en una desbandada para la mayo­ría, con la adolescencia, y en una rutina religiosa para los que perseveran. Tampoco me preocupan las estadísticas; el médico debe preocuparse de los enfermos y el pastor de las ovejas perdidas, sean muchas o pocas.

 

Por estas razones, me parece que el término evangelización es actual y siempre necesario, pero la expresión "nueva evangelización" que se predica en estos últimos años, no me acaba de gustar. Me temo que se pretende con ello una vuelta a la cristiandad medieval, tan añorada por muchos, y en tal caso es preferible para la Iglesia seguir como estamos.

 

La "conversión" masiva, la pertenencia a la Igle­sia por nacimiento y la clericalización de los minis­terios, acabaron convirtiendo a la población en plebe, en rebaño. Y, cada vez más, quienes tenían la misión de servir se encargaron de ampliar la bre­cha entre pastores (jerarquía, magisterio) y simples fieles, dóciles ovejas. Algo claramente anticris­tiano, dígalo quien lo diga o arguméntese como quiera. Y sigue habiendo quien lo dice y siguen usándose "argumentos bíblicos" para convencer a los crédulos.

 

Claro que estas ovejas tenemos responsabilida­des en el proceso, porque estamos obligados a exi­gir nuestra libertad y a que se nos trate como se trata a los adultos. Pero ya nos indica la Biblia (ya ven que la Biblia da para todo) que la libertad del desierto es muy dura y los hombres fácilmente año­ramos la esclavitud, dejándonos esclavizar unas veces por los poderes políticos; otras, por los reli giosos; otras, por el consumismo actual.

 

El hecho es que la gran masa de los que forma­mos la Iglesia nos dejamos llevar por la desidia, desentendiéndonos de nuestras responsabilidades como cristianos. Es indispensable que recuperemos nuestra dignidad de hijos de Dios y que nos movi­licemos humildemente, aunque con ello se nos tache de orgullosos, para renovar profundamente la Iglesia.

 

El orgullo

 

Se dice que el orgullo es el pecado capital de los hombres. Si eso es cierto, no resultará extraño que la Iglesia haya caído en ese pecado, puesto que está formada por hombres y mujeres. Lo triste es que una equivocada comprensión de su fe sea la causa de ese orgullo.

 

Trataré de explicarme. El entusiasmo de los cris­tianos durante los primeros siglos hizo que mantu­viesen sus convicciones en contra de la cultura de su tiempo, y que muchos de ellos derramaran su sangre en defensa de la fe. No estaban dispuestos a claudicar, pero al mismo tiempo se dieron cuenta de que, si esa fe debía tener sentido para sus con­temporáneos, era absolutamente necesario expre­sarla en los moldes de la cultura en la que vivían.

 

Los Apologistas iniciaron esa tarea difícil y cos­tosa. Ya en el siglo IV el panorama político propi­ció un cambio radical para la vida de la Iglesia; de ser perseguida unas veces y permitida otras, pasó a ser promovida e incluso impuesta por los poderes políticos. Como ya por entonces habían tenido lugar dos graves desviaciones del cristianismo, como son la rejudaización (vuelta a la ley) y la cle­ricalización (vuelta al sacerdocio) de la Iglesia, fue fácil contaminarse, por parte de los dirigentes, de la pompa y fastuosidad del Imperio. A medida que el Imperio se desmoronaba, la dirección de la Igle­sia absorbía sus funciones y durante siglos cumplió en buena medida un papel sustitutorio. Con el tiempo la Iglesia llegó a ser dueña de amplísimos territorios, que permitían numerosas obras de cari­dad, pero también edificaciones grandiosas y una vida suntuosa para el alto clero.

 

Y esto continuó siendo así en mayor o menor medida hasta el siglo pasado, y aun entonces no dejó de serlo por propia voluntad. Es cierto que en los últimos años se han dado muestras evidentes de un cambio de rumbo, suprimiendo algunos signos ostentosos, pero aún perduran otros que se mantie­nen en nombre de la dignidad del cargo.

 

No quiero detenerme en este tipo de hechos; he dicho más atrás que no son los que realmente me preocupan. Los traigo al recuerdo únicamente por­que en tal caldo de cultivo es difícil mantener la humildad. El poder, el dinero y el prestigio[10] son malos consejeros. Y me parece bastante natural que con ese ambiente de fondo la mentalidad del cuerpo eclesiástico fuese aflojando su primitiva fe y construyendo poco a poco todo un edificio de tipo racionalista.

 

¡Quién diría entonces que, más tarde, en los últimos siglos, la Iglesia habría de luchar tan deno­dadamente contra el racionalismo, que a veces lo era, pero que en muchas ocasiones era simple­mente un uso razonable de la facultad que Dios nos dio para pensar! El hecho es que ese racionalismo eclesiástico, fundado en una comprenston equivo­cada del proceso de la Revelación (otra vez trope­zamos con una piedra que es vital transformar de nuevo en pan) fue conduciendo a la Iglesia a una falsa seguridad en sí misma, terminando por trans­formar la fe apostólica en un conjunto, lógica­mente muy bien estructurado, de verdades eternas. De tales verdades eternas -en nombre de Dios y con el látigo del demonio y del infierno- nos sen­tíamos depositarios y cancerberos. El mensaje de amor de Jesucristo pervivía, pero tan encorsetado y tan privado de la necesaria libertad, que funcio­naba para la mayoría como una jaula opresora.

Y eso ya no era una simple desviación de la fe; en muchos puntos alcanzaba el grado de perver­sión.

 

Lo trágico es que en ese largo y convulso pro­ceso no puede hablarse de maldad. Dejando a un lado debilidades personales, lo cierto es que quie­nes llevaron su conducción lo hicieron con la mejor de las intenciones, convencidos de que la defensa de la fe exigía tales comportamientos. Aquí está el orgullo palpitando bajo una aparente capa de humildad y bajo el peso de una sincera res­ponsabilidad.

 

Y esta situación continúa en la Iglesia. Afectó en su tiempo al conjunto de los creyentes, a quie­nes se había logrado inculcar la idea de que lo que Dios nos pedía era admitir como ciertas todas esas verdades eternas, por muy poco que nos dijesen para nuestra vida, y que había que defenderlas incluso a capa y espada, olvidando tantas veces la más elemental caridad. Y afecta aún hoy a los diri­gentes, quienes, muy creídos de su enorme respon­sabilidad, se sienten intermediarios entre Dios y los hombres y persisten en su tarea de adoctrinar a los hombres y mujeres de hoy, cuando lo que verdade­ramente está pidiendo la cultura actual es que se proponga el mensaje de Jesús como el mismo lo hizo: si quieres, sígueme.

 

Hace tiempo que algunos teólogos se dieron cuenta de que en todo el edificio de nuestra fe hay una jerarquía de verdades. La dirección de la Igle­sia terminó por admitirlo expresamente[11], pero en la práctica parece encontrarse en un callejón sin salida, porque sigue dando la impresión de que todas las verdades son importantísimas, incluso la que se refiere a la existencia del demonio. Menos mal que no figura en el Credo, aunque figure su lugar de residencia.

A propósito de tal residencia, ahí tenemos una prueba más de la urgente necesidad de renovación de lenguaje y conceptos. Incluso en la concisa fór­mula con la que confesamos nuestra fe hay térmi­nos arcaicos que hoy no dicen nada y nos llevan al confusionismo.

 

Estamos confesando algo sobre cuyo significado ni siquiera los teólogos se ponen de acuerdo. ¡Y nos extrañamos de que desde afuera nos vean como seres infantiles! Pero no importa, nosotros, orgullosos, seguimos proclamando lo que siempre con­fesaron nuestros antepasados desde hace mil qui­nientos años. ¿En eso consiste la fe?

 

El edificio de la fe cristiana ya no está consti­tuido por el sencillo núcleo humanizador que entendían los rudos pescadores de Galilea. Sobre las primeras reflexiones acerca del acontecimiento de Jesús fueron acumulándose reflexiones de segundo y tercer grado, legítimas en sí mismas, pero que acabaron por oscurecer lo fundamental cuando se terminó poniéndolas al mismo nivel de verdades dogmáticas fundamentales.

 

Y todo ello elaborado por un cuerpo eclesiástico que se autoproclama como heredero directo de la voluntad de Jesús. Es el cuerpo eclesiástico diri­gente el que, con demasiada frecuencia, afirma su autoridad y pretende la obediencia ciega a toda su doctrina; y que no duda en fundamentar su poder en el nombre de Dios. Otros muchos creyentes no ven con tanta claridad los fundamentos bíblicos para estilo semejante; pero, como no tienen auto­ridad, se nos dice que no debemos escucharlos.

 

El sencillo creyente no sabe a qué carta que­darse: si se fía de los primeros, como ocurrió durante siglos, se está fiando de hombres, por mucho que apelen a Dios; si se fía de los segundos, se queda en el desierto de las dudas. Humanamente hablando, pienso que el problema no puede ser tan serio. Jesús no puede exigir de los sencillos creyentes que hagan de árbitros ante disquisiciones rabí­nicas tan complejas.

Jesús nos dice que ya se ha rasgado el cielo, y que, desde entonces, Dios y el hombre pueden hablarse confiadamente al calorcillo de la propia conciencia. La fe no es cosa de obediencia, es cues­tión de discernimiento, con ayuda de todos, pero con la decisión personal. Y la dirección de la Igle­sia tiene ahí su rol específico, claro está; pero haría bien promoviendo este principio fundamental del cristianismo. Pero ocurre que no lo entienden asi, y a pesar de su buena intención, incluso porque lo toman como una exigencia de su cargo, continúan colocando pesados fardos increíbles e innecesarios sobre nuestras espaldas. Yo no encuentro para esa actitud ninguna palabra más suave, y tengo que decir que se trata del orgullo de quien cree estar siempre en posesión de la verdad y ya no la busca.

 

 

El miedo

 

Hasta los tiempos del Concilio Vaticano 11 los creyentes vivíamos en un estado de somnolencia adormecedora. Muchos estábamos enterados de los problemas y discusiones de la Iglesia con la cultura, e incluso de algunos altercados entre la dirección de la Iglesia y ciertos teólogos; pero nuestro adoc trinamiento había sido tan logrado que no nos afectaban personalmente. Quienes permanecimos siempre dentro de la Iglesia, vivíamos muy tran­quilos con nuestro cumpli-miento. Era la obedien­cia a la ley y el miedo al más allá lo que nos cons­tituía en buenos católicos.

 

Debo decir que yo no puedo afirmar que lo que acabo de expresar sea válido para todos; trato de expresar mis vivencias y, ya con menos seguridad, las que pienso que eran vivencias de la mayoría.

 

Los destellos del Concilio y las resonancias que fueron llegando a través de publicaciones diversas, iluminaron la conciencia de algunos, pero para otros muchos fueron motivo de inquietud espiri­tual: ¡Lo que faltaba, en estos tiempos en que todo cambia, cuando ya solamente nos quedaba como segura la fe de siempre, resulta que también ahora nos la quieren cambiar! Expresiones de ese tipo las hemos oído con frecuencia de la boca de cristianos de toda la vida. Y casi siempre por nimiedades, como la situación del altar o la ropa de los curas, las horas marcadas para el ayuno eucarístico o la comunión en la mano.

 

Han pasado treinta años, que son muchos en la vida del ser humano, pero los que todavía acuden regularmente al templo (aproximadamente la cuarta parte de los que acudían antes) ya no se escandalizan de aquellos cambios. Pero se llevan las manos a la cabeza cuando se les dice que la Resurrección no tuvo lugar justamente al tercer día, o que la Ascensión no ocurrió exactamente cuarenta días después. Y esto aunque lo escuchen de personas autorizadas, sean párrocos o profesores de teología. No digamos cuando se pone en duda la clarividencia de Jesús desde su infancia o la reali­dad exacta de los milagros.

 

No parecen hacer un mínimo esfuerzo para entender que las nuevas explicaciones buscan el renovar nuestra fe para poder vivirla. Las historias narradas para expresar la fe eran la misma fe y ast debe seguir siendo. Si se les propone un acerca­miento a la Biblia en forma de un sencillo estudio para descubrir su verdadero mensaje, la mayoría 4'pasa" del asunto; pero algunos se cierran manifies­tamente a la propuesta, con el argumento de que ya saben leer y siempre la han leído como está escrita.

 

Todo esto no es maldad, es miedo. Miedo a per­der las seguridades en las que estamos instalados. Ya no buscamos la verdad, puesto que la verdad es nuestra. Es cierto que hay casos aislados, que for­man pequeños grupos, que se han atrevido a salir al desierto y que, después de los sufrimientos que sólo cada uno de ellos sabe, han visto la luz y viven con alegría su fe insegura tras la senda luminosa de la confianza en Dios. Pero la mayoría no ve la nece­sidad de tal aventura o incluso manifiesta clara­mente que es un riesgo para perder la fe. Conse­cuencias de una apologética largamente inculcada sobre la seguridad de la fe y sus demostraciones, pero también expresión del miedo a la libertad.

 

¿Y los dirigentes? Conozco a más de un sacer­dote que ídem de lo mismo; y algunos no son pre­cisamente viejos.

 

Pero ¿obispos no? Hace pocos años tuve ocasión de hacer, por separado y en conversación privada, la siguiente pregunta a dos de ellos: ¿Qué pasaría con su fe, si se descubriesen, sin lugar a dudas, los huesos de Jesús? Contestación rápida, tajante y curiosamente idéntica: mi fe se vendría abajo. Espero por su bien que ese supuesto nunca pueda hacerse realidad.

 

Precisamente estos días en que escribo estas páginas, se dio la noticia del descubrimiento en un lugar cercano al Mar Muerto, de tres sarcófagos con huesos de una familia cuyos nombres eran ni más ni menos que los de Jesús, María y José. La pre­sentadora del telediario, ya advirtió que tal hallazgo podía llegar a convulsionar la fe de mil quinientos millones de cristianos. No me detendré en la cuestión, porque no me preocupa para nada, respecto de mi fe; pero, ya escuché argumentos tra­tando de hacer ver que tal hecho no significa nada puesto que esos nombres eran muy corrientes. Apologética fundada en el miedo a que una reali­dad evidente haga retemblar nuestra sólida fe. En este caso tal realidad es sólo un supuesto, y resulta prácticamente imposible que algún día tenga con­firmación - aunque se me ocurre que alguien ya estará pensando en contrastar el A.D.N. de dichos huesos con el de los restos de sangre de la sábana santa...

Pero la fe de los referidos obispos y de los nue­vos apologetas está clamando por una renovación de conceptos en la forma de expresar nuestra fe de siempre, y precisamente para preservarla de malos entendidos y sospechas por parte de personas que no tienen malas intenciones, pero que tampoco pueden digerir muchas de las formulaciones que se han convertido en verdaderas piedras de tropiezo para la cultura de nuestro tiempo.

La presentadora tenía razón cuando hizo la advertencia: la fe de al menos dos obispos y de mil quinientos millones de cristianos está en peligro. Todavía no han comprendido que el sepulcro vacío es sólo un signo -muy serio y tradicional, cierta­mente- pero no la explicación de la resurrección. Hoy hay teólogos (y hasta algunos laicos que no lo somos) que creen que Jesús resucitó verdadera y realmente, sin pensar que eso exija la desaparición de su cadáver (que no es lo mismo que su "cuerpo").

Una vez más diré que estoy convencido de la sin­ceridad de los dirigentes de la Iglesia. Pero también debo decir que me resulta extraño que no se den cuenta de que, al continuar "transportando" la fe de siglo en siglo en los mismos moldes, se corre un riesgo terrible que ya se está poniendo en evidencia. San Pablo se refería a los creyentes como vasijas de barro portadoras del tesoro de la fe. Y yo pienso que las fórmulas dogmáticas son aún más frágiles que los creyentes, cuando no se renuevan a tiempo.

Esa falta de visión es menos explicable cuando hace ya muchos años que voces competentes y autorizadas en el campo de la teología lo están reclamando e intentando a su manera. Sólo se me ocurre pensar que el motivo profundo de su sueño es el miedo a tener que desdecirse de lo afirmado enfáticamente como una verdad absoluta en otros tiempos. Este mecanismo puede funcionar en el subconsciente: ¿Cuánta autoridad perderemos si el pueblo comprueba, porque nosotros mismos se lo decimos, que nuestras anteriores afirmaciones no son del todo correctas para hoy? Miedo real, aun­que no sea consciente.

Por lo pronto, el miedo a que el pueblo que se dice tiene una fe sencilla (la mía ya se ha etique­tado con cierta frecuencia de racionalista, 0 cuando menos de excesivamente intelectual y con poco corazón) pueda perder la fe, si se clarifican ciertas manifestaciones de la religiosidad popular, es la razón que se esgrime con frecuencia para seguir alimentando tanta credulidad infantil. No le llaman miedo, dicen que es prudencia pastoral.

En este punto ya estoy realmente cansado (y reconozco que no es una palabra muy apropiada, porque alguien puede decirme que descanse y deje ya de escribir) de las apelaciones a la fe sencilla. Porque no se refieren a la fe humilde de quienes buscan a Dios confiando en él como un niño con­fía en su padre. Se refieren más bien a un tipo de credulidad ignorante, de la que participan con fre­cuencia personas muy instruidas en otros campos, de quienes confunden la fe cristiana con un con­junto híbrido de creencias supersticiosas y paganas que están revestidas de nombres y símbolos cristia­nos, y que serían muy respetables si no se confun­dieran con el cristianismo[12]. Esa no es fe, ni es sen­cilla. Es simplemente religiosidad, que es algo muy distinto de la fe cristiana. Puedo disculpar a veces a esas personas. A quien no puedo disculpar es a los dirigentes que, dándose cuenta de tales deforma­ciones, las promueven y alientan por una mal entendida prudencia pastoral. ¡Miedo!

 

El tratamiento

 

La finalidad del tratamiento es curar la enfer­medad. Esta afirmación en apariencia innecesaria, me parece oportuna, porque hay tratamien­tos curativos y tratamientos sintomáticos. Estos últimos tratan de suprimir los síntomas molestos, sabiendo de antemano que no cabe esperar de ellos la curación. Pueden ser necesarios como alivio transitorio mientras no surten efecto los primeros, los causales, los etiológicos. Es el caso de una aspi­rina, vicio medicamento que alivia muchas moles­tias, pero que no cura la enfermedad.

 

Y debemos recordar que incluso pueden ser peli­grosos, porque los síntomas son el camino para el diagnóstico y, si se suprimen antes de alcanzarlo, podemos poner en peligro la vida del enfermo. Sería una grave irresponsabilidad calmar con un analgésico potente un dolor abdominal sospechoso de corresponder a una apendicitis; el analgésico suprime los síntomas que nos alertan sobre el pro­ceso inflamatorio del apéndice y, cuando su efecto desaparezca y el dolor vuelva, es probable que no se deba a la inicial apendicitis, sino a una grave com­plicación, la peritonitis. Por todo esto, en ocasio­nes hay que dejar sufrir al enfermo mientras no se aclara el cuadro y puedan tomarse decisiones radi­cales, que en el ejemplo citado consistirían en la extirpación quirúrgica del apéndice.

 

Con frecuencia, en la Iglesia se pretenden reno­vaciones que buscan solucionar algunos hechos sintomáticos de su imperfecto estado de salud, tranquilizando con ello nuestra conciencia de que es necesario trabajar. Pero lo más habitual es no reconocer siquiera esos síntomas y achacarlos a la perversión del mundo. La mayor parte de los esfuerzos van orientados a solucionar los males de los otros. Más entusiasmo, más medios, más planes pastorales; pero todo para neutralizar el secula­rismo, el hedonismo, el consumismo, el indiferen­tismo... Pero nosotros no tenemos nada que curar, ya estamos en el buen camino, ya tenemos la ver­dad. "La Iglesia es maestra en humanidaX. ¿Ilusión o paranoia?

En general no se reconoce siquiera la realidad de las cuatro notas que citamos en el apartado ante­rior de los síntomas:

Parece que una Iglesia crédula no existe; lo que pasa es que el pueblo tiene una fe sencilla.

      Parece que una Iglesia sacralizada no existe; lo que pasa es que la plaga del secularismo quiere eli­minar hasta lo más sagrado.

Parece que una Iglesia clerical no existe; lo que más bien ocurre es que se necesitan más sacerdotes y con mayor grado de espíritu eclesial (lo de cleri­cal no nos gusta).

Parece que una Iglesia infantil no existe; lo que pasa es que el orgullo de algunos los inclina hacia la desobediencia.

Siempre me entristecen los frecuentes discursos que ensalzan las virtudes de la Iglesia: que si hacemos esto y aquello y lo de más allá. Es cierto, la Iglesia no sólo hace muchas cosas, sino que hace cosas muy buenas. Pero... ¿se acuerdan M fariseo y delpublicano?

¿Qué hacer entonces con la Iglesia?

La primera condición será reconocer que esta­mos desfasados, que nos quedamos dormidos, que presentamos nuestro tesoro en una vasija tan vieja, que a nadie le ilusiona asomarse para ver lo que realmente contiene. No se trata de despreciar la vasija de nuestros antepasados; era de buena cali­dad y cumplió su función, pero en el tramo de camino que nos toca vivir existen muchos baches y corre serios riesgos de romperse; ya se está rom­piendo. Antes de que quede hecha pedazos y per­damos la perla que contiene, depositémosla amoro­samente en un museo y coloquemos la perla en una vasija nueva, que posiblemente será de peor cali­dad, pero que tendrá más posibilidades de resistir el traqueteo de los tiempos actuales.

Y para eso hay que ser radicales, hay que aban­donar la desidia, el orgullo y el miedo.

 

Tenemos que comprometernos todos con la Iglesia, porque todos somos Iglesia. Pero esto, que tanto se proclama en los últimos años, hay que dejar de decirlo y ponerlo en práctica. Tenemos que dejar de ser niños viejos y convertirnos en jóvenes adultos, tengamos veinte o tengamos ochenta años. Tenemos que hacernos libres. Nadie nos hará libres, tenemos que hacernos nosotros.

 

Tenemos que abandonar todos el orgullo y admitir que la única verdad absoluta en la Iglesia es Jesucristo. Pero, ¡cuidado!, el que Jesucristo sea para nosotros la verdad absoluta no equivale a que la interpretación que hacemos de él sea totalmente verdadera. Ni siquiera la que se presenta como doc­trina oficial sobre Jesucristo puede pretender ser equivalente al mismo Jesucristo. ¿0 es que no lee­mos el Nuevo Testamento con los ojos abiertos para comprender que también allí hay matices muy diferentes, según los distintos autores, en la com­prensión de aquel Hombre Extraño?

 

Tenemos que perder el miedo. Todo lo que sig­nifique seguridad, todo lo que sea indudable, todo lo que es evidente, todo eso no es fe. Y es asi por propia definición, porque la fe es confianza. Nos recuerda Pablo que, cuando estemos definitiva­mente con Dios, la fe será innecesaria, porque Dios será evidente. A la fe le basta con ser razonable. Pedirle pruebas incontestables a la fe es un despro­pósito. El tratar de sustentar la fe con los milagros (entendidos como hechos sobrenaturales que alte­ran directamente la naturaleza) es un contrasen­tido. Yo quiero que mi fe sea apostólica, pero no creo en los apóstoles; creo en el Jesucristo que me presentan los apóstoles. Es más, tengo que tener cuidado con el trasvase, pero ni siquiera debo esperar que la comprensión de mi fe sea idéntica a la suya; es indispensable que la trasvase, con cuidado pero sin miedo, a la mentalidad en la que existo. De lo contrario tendré un depósito de verdades eternas convertidas en piedras indigestas, incapaces de ali­mentar mi vida por muy verdaderas que sean.

 

Y para todo esto, hay que transformar el orgullo en coraje y el miedo en decisión.

 

Coraje y decisión para hacer lo que muchos per­sonajes bíblicos hicieron. Recordaré algunos:

 

La Biblia nos presenta a Abraham como el padre de la fe, y es para nosotros el modelo de hom­bre fiel a Dios. Pero Abraham no es el modelo de hombre creyente por estar dispuesto a sacrificar a su hijo, como seguramente le pedía la tradición religiosa de su tiempo -por entonces el sacrificio del primogénito era alLo muv extendido-. Más bien lo es por su rebeldía a seguir la tradición inhu­mana y negarse, obedeciendo así al Dios que le hablaba en su conciencia. La narración bíblica nos presenta un Dios que pone a prueba a Abraham, pero me parece que la interpretación anterior sal­vaguarda perfectamente su fidelidad y obediencia (que es el objeto del relato), al tiempo que es más humana y comprensible para nosotros. Además, no olvidemos que debe leerse el Antiguo Testamento desde Cristo y así nos daremos cuenta de que un Dios que juega con los hombres, aunque sea para probarlos, no sería el Dios de Jesús.

 

Job pasa por ser el santo de la resignación y la paciencia. Es el resultado de una lectura superficial o cuando menos parcial. Job es el prototipo del rebelde que se atreve a plantarle cara al mismo Dios, pidiéndole explicaciones y escandalizando con ello a sus fieles y dóciles amigos. Y todo porque comprueba que el dogma entonces vigente de la retribución equitativa, según el cual el justo es feliz y el impío es desgraciado, resulta evidentemente falso, puesto que así lo demuestra la realidad. Los crédulos amigos se escandalizan, pero Dios le da la razón a Job. Gracias a su rebeldía, la manera de pensar tradicional quedó desautorizada, aunque después de dos mil quinientos años sigue coleando en la mente de muchos cristianos.

 

Coraje y decisión para hacer lo que hicieron nues­tros antepasados durante los primeros siglos del cris­tianismo. Ellos trasvasaron una fe semítica a una cul­tura helenista; no renegaron de nada, pero la hicie­ron viable para nosotros y le estamos agradecidos. Nosotros tenemos que trasvasar ahora la fe medieval a la cultura moderna; no debemos renegar de nada, pero debemos hacerla viable para nuestros nietos.

Yo estoy preocupado, porque tengo nietos. La despreocupación que parece afectar a los dirigentes ¿será debida a que no tienen nietos?

 

Y ahora, como preparación para disponernos a poner en práctica el duro tratamiento prescrito, daré un par de recetas preliminares:

 

La primera es para todos, incluso diría que útil para los no creyentes. Tomad la Biblia, y con un papel autoadhesivo tapáis la palabra "Sagrada" de la portada; si vuestra edición ya no tiene esa pala­bra, colocáis el papel en vuestra mente, porque ahí llevamos todos grabada la idea de que la Biblia es sagrada. Después la leéis, pero con los ojos bien abiertos, porque estamos acostumbrados a leerla con los párpados entornados, debido al deslumbra­miento que nos causaba la palabra "Sagrada".

 

Os fijaréis especialmente en las atrocidades y contradicciones que allí se afirman en nombre de Dios. Caeréis en la cuenta sin dificultad de que todo aquello, leído tal como está, de ninguna manera puede ser Palabra de Dios. Pero no saquéis conclusiones precipitadas; tendréis que volver a leerla con calma, con la ayuda de algún grupo que ya tenga cierta experiencia, o cuando menos de la mano de alguna introducción que os oriente.

 

Y entonces comenzaréis a caer en la cuenta, por contraste, de que la Biblia es la historia de un largo caminar en busca de la Verdad acerca de Dios y del hombre, con sus aciertos y sus errores, porque así es el camino que tienen todos los pueblos y todos los hombres para descubrir la verdad, también la ver­dad sobre Dios.

 

Después, cuando os deis cuenta de que eso es 1 Biblia, ya podéis arrancar el papel que ocultaba 1 palabra "Sagrada" y dejar que se llame Sagrad Biblia y confesar que es Palabra de Dios, porque comprenderéis que realmente puede ser una inesti­mable ayuda para liberarnos, humanizarnos y sal­varnos.

 

La segunda es para los obispos y miembros de los Secretariados de Catequesis. Sé que llevan muchos años trabajando para ayudar a los catequistas, pero pienso que están atados. Que tomen el libro en el que de forma vinculante fundamentan sus trabajos el Catecismo de la Iglesia católica; que le den un respetuoso beso y lo encierren en el sagrario de una capilla abandonada; después que tiren la llave.

 

A continuación, sin tiempo para arrepentirse, que hagan ejercicios espirituales en alguno de los muchos monasterios que conocen. Ya sé que pro­bablemente los hacen todos los años, pero no me refiero a los de San Ignacio; se trataría de que, libe­rados de ataduras, con el sentido común, con su indudable competencia y con la segura ayuda del Espíritu Santo, traten de formular la Buena Noti­cia con palabras y conceptos adecuados a la cultura en la que vivimos.

 

El pronóstico

 

La idea que tenemos del futuro siempre está influenciada por las ilusiones que nos forjamos sobre el mismo. Lo que hoy es utopía puede acabar siendo realidad. A veces nos duele tanto el pre­sente, que nos parece que cualquier tiempo pasado fue mejor; pero un repaso a la Historia nos demues­tra lo contrario. Hay demasiada violencia, dema­siada injusticia, demasiada enfermedad, demasiada pobreza; pero cualquier época pasada fue más rica en todos esos males. Lo que ocurre es que lo de otros tiempos no nos causaba dolor a nosotros. La Humanidad sigue siendo egoísta, pero las muestras de generosidad son cada vez más frecuentes. El pro­ceso es más lento de lo que desearíamos, pero el hombre va madurando, se va humanizando.

 

¿Y la Iglesia? Pues la Iglesia está formada por hombres y necesariamente participará de ese pro­ceso evolutivo. Pero es tarea nuestra; no cabe espe­rar que madure sólo con el paso del tiempo. Ocurre, sin embargo, que la misión de la Iglesia es precisa­mente la de ser animadora y promotora de ese pro­ceso de humanización desde la confianza y la espe­ranza en Dios. El que muchos hagamos una crítica de su actual estado de somnolencia, no significa que no reconozcamos su contribución. Lo que deseamos es estimularla para que el letargo no la paralice. Estamos convencidos de que superará la crisis actual y vivirá su fe inmersa en la cultura de la Moderni­dad con el mismo entusiasmo de otras épocas.

 

Y esto no es solamente fruto de unos buenos deseos. A pesar de ser tan crítico, no estoy culpabilizando a nadie, porque doy por supuestas las bue­nas intenciones y estoy convencido de que, en la medida en que vayamos cayendo en la cuenta de nuestros errores, tomaremos las medidas necesarias para poder ser la luz y la sal del mundo futuro. Yo estoy seguro del Espíritu y estoy convencido de que terminaremos perdiendo el miedo y nos dejaremos guiar ilusionados.

 

Es cierto que mientras tanto los más entusiastas, los que ya se han dado cuenta de que para seguir viviendo es necesaria una conversión valiente, pagarán un alto precio; lo están pagando ya, con descalificaciones y hasta con el desprecio. Pero tampoco tendríamos que extrañarnos mucho. Ese precio lo pagaron los profetas, lo pagó Jesús y lo continuaron pagando con frecuencia los hijos más preclaros de la Iglesia. Pero la primavera vendrá y las semillas enterradas darán su fruto.

 

Establecido este pronóstico general, haré algu­nas consideraciones más concretas sobre el futuro de la Iglesia para el próximo siglo. A la luz del pasado, reflexionaré sobre el presente con la vista puesta en el futuro. Con espíritu profético, pero no de adivino.

 

Yo no estoy muy seguro de cuál era la visión de futuro de Jesús. Estoy seguro de que anunciaba el Reino de Dios y deseaba que otros lo siguieran para evangelizar al mundo. Pero me parece posible y hasta probable que tuviese dos objetivos bien diferenciados: Por una parte, proponía un mundo nuevo, formado por la Humanidad entera, en el que la libertad, la justicia y el amor fuesen los valo­res voluntariamente aceptados y vividos. Por otra parte, invitaba a quienes lo desearan a que diesen un paso más y prosiguieran su tarea, la de promover esos valores. Dicho de otro modo, si Jesús estuviese hoy con nosotros como lo estuvo durante su vida, a lo mejor no haría ningún esfuerzo para que toda la Humanidad entrase a formar parte de la Iglesia. Su objetivo prioritario seguiria siendo que el mundo se humanizase; su objetivo instrumental sería que algunos, los miembros de la Iglesia, le ayudasen en esa tarea.

 

Desde esta perspectiva, yo pienso que en el pró­ximo siglo la Iglesia acabará estando formada exclusivamente por quienes decidan seguir con el empeño de Jesús. Lo que debe preocuparnos no es que cada vez haya más cristianos; lo que debemos buscar es que haya cada vez más hombres y muj . eres humanizados, que acepten los valores de Cristo y los vivan, aunque no se refieran expresamente a Cristo. Un ecumenismo de valores humanos será ya el Reino de Dios, aunque muchos no conozcan a su Rey, a su Dios.

 

La grandeza de Dios llega a ese extremo. Dios verá cumplido su proyecto, cuando todos sus hijos se porten como tales, aunque desconozcan a su Padre. No busca la adoración, busca la felicidad de sus hijos. Y si se portan como hijos, los recibirá como a tales. La inmensa sorpresa que se van a lle­var cuando lo encuentren, colmará de júbilo al mismo Dios y le recompensará de que durante la vida no le hayan reconocido.

Si no me equivoco, la Iglesia de los próximos siglos estará constituida por comunidades peque­ñas, formada sólo por quienes entienden que el proyecto de Jesús consiste en construir el Reino de Dios aquí en la Tierra; confiamos en que después de la muerte alcanzará su plenitud, pero eso ya es tarea de Dios. Hay que repartir el trabajo: la de aquí es tarea nuestra, con la ayuda de Dios; la de allá, es tarea del gracioso Dios para nosotros.

Los cristianos vivirán en el mundo con la men­talidad propia de su época, con las mismas inquie­tudes y preocupaciones que los demás, pero cele­brando juntos el gozo de vivir su fe y su esperanza. Serán comunidades plurales, con dirigentes solte­ros 0 casados, hombres y mujeres, sin sotana e incluso sin la cruz en la solapa, pero sí con la cruz en el corazón.

 

Seguirá habiendo una organización dirigente, pero formada por hombres y mujeres humildes, que prestan su servicio sin imposiciones, respetando la libertad de todos y cada uno de sus miembros y pro­moviendo la unidad en lo único fundamental, que es el Dios de Jesús, mientras reconocen el plura­lismo en la expresión de la fe y en la comprensión del misterio de Jesucristo. Ya no se preocuparán de conservar el depósito de las verdades eternas. Se preocuparán de conservar el espíritu vivo de Jesús, para que sea el que aliente a los hijos de la Iglesia a madurar como personas al estilo de su Maestro.

Todo eso ya es hoy el anhelo de muchos. Cos­tará trabajo y llevará su tiempo, pero ya está aquí si así lo creemos. Tal vez no sean suficientes los cien años que tiene el siglo XXI, pero después vendrán más años. Es urgente el despertar, pero, una vez despiertos, el camino se andará.

 

 

 

 

 

 

 

Los panes convertidos en piedras

 

Introducción

 

Llegó ya la hora de abordar la parte más atre­vida y comprometida de estas reflexiones. No quiero cometer la simpleza de hacer acusaciones sin plantear alternativas. Debo, pues, exponer la forma que a mí me parece adecuada para formular las verdades fundamentales de la fe de la Iglesia.

 

Deseo dejar claro que mi atrevimiento no llega a tanto como para proponer esta forma como la verdadera. Es un pobre intento en busca de una comprensión actualizada. Como lo que pretendo no es sustituir al Catecismo, me permitiré en algu­nos puntos extenderme en consideraciones que fundamenten el camino seguido.

 

Esta particular presentación es la confesión sin­cera (a veces pienso si debiera quedarme un resto de pudor y humildad para no llegar a desnudarme del todo) de cómo los misterios cristianos son com­prendidos por mí, un simple hombre de finales del siglo XX. Misterios, realidades que me sobrepasan, pero que de algún modo debo intentar comprender para poder vivir en coherencia con la época en la que he nacido y para poder seguir afirmando que Jesús le da sentido a mi vida.

Dije anteriormente que el Catecismo de la Igle­sia católica es una exposición inadecuada de la fe cristiana. No se me ocurre afirmar que ahí no esté contenida la fe de la Iglesia. Lo que afirmo es que está formulada sin tener en cuenta la mentalidad de los tiempos en que vivimos. En los puntos más importantes de nuestra fe, se continúan usando unas palabras y unos conceptos que sólo tienen signifi­cado y son expresiones verdaderas, en el mejor de los casos, para los teólogos. Para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que cuanto más religiosos y piadosos más los toman al pie de la letra, constituyen verdaderas ruedas de molino con las que se pretende que comulguemos. Son piedras de escándalo en las que tropezamos.

Por eso me atrevo, no sin cierto dolor, a decir que el Catecismo es... una decepción.

Decepción para los biblistas, porque desprecia los enormes esfuerzos que, jugándose casi siempre su buen nombre, hicieron en los últimos doscien­tos años para hacer viva la Palabra de Dios, que estaba quedándose en letra muerta.

Decepción para los teólogos, que desde hace unos cien años intentan trasvasar la fe de siempre a la cultura de hoy, proponiendo formulaciones que entienden como las adecuadas.

      

Decepción para muchos sacerdotes, a quienes, por aquello de la obediencia, se les obliga a vivir en la esquizofrenia, porque tienen que decir unas cosas a veces muy distintas de las que ellos creen.

Decepción para los científicos, porque desprecia los avances que se van logrando acerca de la com­prensión del hombre y del universo.

 

Decepción para los creyentes, porque nos trata como a niños crédulos.

Decepción para muchos hombres y mujeres de buena voluntad, porque se les vela, en vez de reve­larles, el nuino rostro de Jesucristo y del mismo Dios.

 

Por todos estos motivos, pienso que el cesto de sabrosos panes destinados a ser alimento para los hombres de todos los tiempos acabó convirtién­dose en un cesto de piedras. El pan se endurece fácilmente; acaba siendo una piedra. ¿Cómo volver a convertir las piedras en panes? Parece una tenta­ción diabólica, pero es absolutamente necesario.

Y ahora, tú, el listillo, ¿vas a convertir las pie­dras en panes? No. Puedo intentar el milagro para mí, pero sé que no estoy capacitado para que sirva de alimento para todos. Lo único que pretendo es animarlos a que reflexionen personalmente (¿puede reflexionarse de otra forma?) y estimular a quienes se sientan con fuerza a que expongan sin­ceramente la forma que tienen de comprender su fe. Pienso que el despertar de muchos puede ayudar con su bullicio vital a que despierten también los dirigentes, a quienes seguimos necesitando en la Iglesia.

 

Las reflexiones sinceras, equivocadas sin duda en muchos casos, pueden contribuir a que quienes tienen la verdadera responsabilidad caigan en la cuenta de que ya es hora de ponerse a la tarea. Yo estoy seguro que no les falta capacidad ni buena voluntad. Les falta decisión. Las reflexiones que a continuación expongo sobre los misterios centrales de nuestra fe pretenden ser un empujoncito cari­ñoso para que se animen. No hagan mucho caso de mis desvaríos y fíense del Espíritu.

 

La Revelación

 

La sacralización de la Biblia, hasta el punto de entenderla literalmente como palabras de Dios, cierra las puertas al Espíritu. El reciente docu­mento del Vaticano La interpretación de la Biblia en la Iglesia católica[13], reconoce que entre los diversos acercamientos posibles el único que hay que recha­zar totalmente es el literalista. Claro que eso no es obstáculo para que en la Liturgia y en el propio Catecismo se continúe con dicha interpretación literalista en lo fundamental.

 

Puesto que el Concilio Vaticano 11 afirma que "La Escritura debe ser el alma de toda la teología ( ... ), la predicación, la catequesis, toda instrucción cristiana"[14], es urgente que todo intento de renova­ción y puesta al día de nuestra fe comience por una comprensión actualizada de los cimientos. Y para eso es indispensable una nueva comprensión del propio concepto de la Revelación"[15].

 

La tradicional distinción entre conocimiento natural de Dios y conocimiento sobrenatural o revelado, dejó para mi de tener sentido hace bas­tante tiempo. Tanto como hace que caí en la cuenta de que para el creyente todo es natural y todo es sobrenatural. Cuando concebía a Dioscomo el que vive en el cielo y contempla a sus cria­turas desde arriba, entendía que a través de la natu­raleza y la reflexión podía el hombre vislumbrar a Dios por vía natural-filosófica, pero que sólo podía conocerlo sin error cuando él bondadosamente decidía hablar con algunos hombres, constitu­yendo esto último lo que llamamos Revelación propiamente dicha.

 

Pero ahora no veo así las cosas. Concibo a Dios* como el Creador que nos sustenta. Yo no fui sólo creado por Él: estoy viviendo en la palma de su mano.

 

Y con esta visión, lo natural y lo sobrenatural no se confunden, pero dejan de tener sentido aislada­mente. Es como lo profano y lo sagrado: no hay un espacio y un tiempo para Dios y un espacio y un tiempo para el hombre; todo es para el hombre, porque todo es de Dios; todo es profano y todo es sagrado. Visto así, lo más sagrado entre lo que nos es dado ver ya no es el templo, sino el hombre, que es el templo de Dios.

 

Pienso que una de las causas de que tantos y tan­tos hombres y mujeres, no siempre mal intenciona­dos, rechacen la fe bíblica, radica en el hecho de que el hombre moderno no encuentra ningún sen­tido humanizador en los conceptos míticos y la correspondiente terminología en que fue expresado el mensaje bíblico. Al rechazar la forma de expre­sión no acepta el contenido. Pero la verdadera fe en Dios no tiene necesariamente que incluir las distintas formas bíblicas en que fue expresada la actuación de Dios en la Historia. Es el contenido de la Revelación lo que constituye materia de fe.

El largo proceso de sacralización y canonización hizo posible que ambos conceptos, comunicación de Dios y vehículo de expresión, se confundieran.

Lo cual es bastante natural, teniendo en cuenta que a la comunicación de Dios le llamamos Tala­bra de Dios".

Los creyentes afirmamos que Dios se ha revela­do, que se comunicó con los hombres. Pero a Dios nadie lo ha visto, ni oído, ni tocado. El único medio de comunicación entre Dios y el hombre es la mente humana, a la que el mismo Dios concedió la posibilidad de contactar con él. No es necesario

que Dios simule la voz humana, ni que envíe unos supuestos ángeles que aparentan ser hombres para comunicarse con nosotros.

Las distintas teofanías, manifestaciones sensi­bles de Dios, no son otra cosa que expresiones plás­ticas: como un instrumento literario que utiliza el autor humano para hacer más palpable, más audi­ble, más visible, lo que en sí mismo no pueden per­cibir los sentidos. Son un recurso del hombre, no un recurso de Dios.

De la misma forma que Dios no paseó por el Paraíso, tampoco habló con Abraham, ni con Moi­sés, ni con los demás profetas. Pero Dios se comunicó ciertamente con todos ellos, porque desde la Creación dispuso graciosamente que nuestra inte­ligencia tuviese la posibilidad de escucharle de una forma natural.

 

Tal forma de entender el proceso de la Revela­ción, no es orgullo, ni racionalismo, ni falta de fe, puesto que de antemano confieso que es el mismo Dios el que me capacita para sintonizar con Él. Quizá deba aclarar que cuando hablo de reflexio­nes hemos de tener en cuenta que Dios y el hom­bre son dos enamorados; y los enamorados no siem­pre tienen que sujetarse a las leyes de la razón lógica.

 

Incluso en el caso de la definitiva teofanía, la presencia de Dios en Jesús, no hay ninguna presen­cia sensible de Dios, a pesar de que aquí el media­dor y el contenido de la Revelación se identifican. Se hace hombre, pero está oculto en el hombre, siendo posible descubrirlo únicamente cuando res­,pondemos a la iluminación del Espíritu.

 

Es cierto que la identificación de la Palabra de Dios descubierta en el proceso reflexivo se presta a ser confundida con imaginaciones del hombre; pero no es menos cierto que también las aparicio­nes o audiciones sensibles se prestarían a ser con­fundidas con ilusiones o alucinaciones. En defini­tiva, será siempre el discernimiento crítico el que nos permita distinguir la verdadera experiencia de Dios. La Palabra que Dios pronuncia y el hombre escucha, no pasa por la boca de Dios ni por el oído del hombre. La verdadera voz de Dios resuena siempre y exclusivamente en la intimidad, en la conciencia del hombre.

 

Quizá todo esto se comprenda mejor si confieso lo que yo entiendo por contenido esencial de la Revelación: Todo aquello que Dios comunica al hom­bre para que éste se realice como persona verdaderamente tiumana. 1 para ello Dios se ciescupre a si mismo y descubre su proyecto sobre el hombre.

Constituye materia revelada todo aquello que, a través de la reflexión humana, se va descubriendo, desvelando, revelando como humanizador. El hombre creyente que busca la verdad, reconoce como revelado todo aquello que da sentido a su vida. Lo acepta como Revelación, cuando lo encuentra en las reflexiones de sus hermanos, y propone sus propias reflexiones para el presente y el futuro con la esperanza de que sean entendidas como Revelación de Dios, si contribuyen a la humanización del hombre. Ya puede venir el mismo Moisés a decirme lo que Dios le ha comu­nicado, pero mientras yo no caiga en la cuenta de que precisamente eso es lo que Dios quiere decirme no hay Revelación para mí.

Este lento proceso es tarea de toda la Humani­dad, pero algunos hombres y algunos pueblos lo perciben mejor que otros y cumplen así una misión mediadora. Hacen ver a otros lo que estaba a la          vista, pero no veían. Es el caso de la Revelación bíblica. En el Antiguo Testamento tenemos el sedi­mento de la busca humanizadora de un pueblo que sentía con pasión la presencia de Dios revelándose en los acontecimientos de su historia. En el Nuevo Testamento encontramos el legado creyente de la interpretación que las primeras generaciones de cristianos hicieron del acontecimiento revelador de Jesús de Nazaret.

 

Quienes nos confesamos cristianos podemos decir que la Revelación está terminada, pero sola­mente en el sentido de qye Dios manifiesta plena­mente en Jesús quién es El y cómo debe ser el defi­nitivo hombre. Pero nosotros tenemos que ir des­velando a Jesús para asumir su Verdad, y para ello Dios continúa y continuará revelándose a cada hombre y mujer mientras exista uno solo o una sola en la tierra.

 

La tarea de un cristiano no consiste en obedecer ciegamente al contenido de un libro sagrado y ni siquiera en copiar a Jesús.

 

El seguimiento consiste en construirnos como hombres a su estilo. Y para esto nos prometió al Espíritu, el mismo por quien Él se dejó guiar.

 

Como hermanos de Jesús, hijos del mismo Padre, ayudados por su mismo Espíritu, quienes for­mamos la Iglesia tenemos a nuestro alcance la posi­bilidad de colaborar en la construcción del Reino de Dios, mientras nos construimos a nosotros mis­mos como personas, confiados en que, de esa forma, traspasaremos la frontera de la muerte para vivir definitivamente en su Reino.

 

Ese proceso humanizador y esperanzado, sólo posible gracias a Jesucristo, es la Salvación. Con mis hermanos rezo el Credo de la Iglesia, pero entendido de esta forma, pienso que también con­fieso a Jesucristo como mi único Salvador.

 

La Creación, el Mal y el Pecado Original

 

A grupo estos tres conceptos, porque de alguna manera constituyen el contenido de los once primeros capítulos del Génesis.

 

La Creación

 

Nuestro Credo comienza con una confesión de fe en Dios como creador de todo lo existente. Dios creó al mundo y creó al hombre.

 

Debemos recordar que la primera confesión de fe de Israel se refería a Dios como Liberador. El recuerdo, vivo en su memoria comunitaria, de una gesta de liberación atribuida a su Dios, fue el núcleo alrededor del cual se construyó Israel como pueblo y en el que se fueron integrando las diver­sas tradiciones patriarcales. La conciencia cre­yente de que su Dios no sólo los había liberado, sino que además les había entregado la tierra de la que disfrutaban, fue expresada mediante la tradi­ción grandiosa de la Alianza. Ellos pensaban que Dios los había elegido, por eso hacía con ellos tales hazañas.

 

Cuando ya Israel tenía conciencia de ser Pueblo de Dios, es cuando reflexiona sobre sus orígenes y sobre las causas del sufrimiento y del pecado. Los primeros once capítulos del Génesis no son histo­ria; son un fundamento puesto a la historia, pero desde que ya existía la historia. Es la Proto-Histo­ria. Y es la labor de unos teólogos que no saben absolutamente nada de lo ocurrido al principio; tampoco llegaron a saberlo por inspiración divina. Pero con todo derecho se toman la libertad de ela­borar unos relatos mediante los cuales tratan de explicar el sentido teológico de la existencia de las realidades que viven: el mundo, el hombre, el mal. Ahí, en el sentido con el que interpretan esas rea­lidades, es donde debemos tratar de ver la inspira­ción, la revelación que atribuimos a esos textos.

 

El proceso sacralizador de la Biblia nos deslum­bró de tal manera, que nos dejó ciegos para ver el mensaje que sus autores quisieron expresar a través de esas narraciones. La mayoría de los cristianos sabe, incluso a veces con detalle, las "historias sagradas" de la Biblia, pero toma esas historias como reales y piensa que eso es el objeto de nues­tra fe, con lo cual no percibe claramente el men­saje de fe que tales "historias" transportan.

 

Si no hubiésemos estado tan ciegos, nos hubiera sido fácil comprobar cómo la propia Biblia tiene dos relatos bien diferentes sobre la creación del mundo y del hombre. Uno de ellos, el de Gri 2, fue escrito en época de Salomón. El otro, el de Gn 1, en la época del Destierro. En ambos hay una misma fe en el Dios creador, pero la interpretación es muy diferente, porque diferentes son las circunstancias culturales y religiosas de esas dos épocas, separadas por unos cuatro siglos. ¡Qué gran lección para que nos animemos también nosotros a expresar sin miedo nuestra fe en términos adecuados para nues­tro tiempo l

 

Aunque en la Época de Salomón se daba toda­vía por supuesto que cada país tenía su Dios, el autor del relato construye una historia de los orige­nes, en la que implícitamente se dice que Yavé es el único Creador del Universo y de los seres huma­nos. Preocupado por explicar las causas de las rea­lidades que observa, busca fundamento a las dife­rencias sexuales, a la realidad humana del matri­monio, a las costumbres y diferencias culturales de los distintos pueblos y a todo lo que puede tener interés humano.

 

Hace dos afirmaciones fundamentales, enmar­cadas en el relato antropomórfico de la Creación y del Paraíso: Dios interviene de un modo especial en la formación del hombre y la mujer; y los coloca en una situación de privilegio, cuyas características fundamentales son la intimidad con Dios y la armonía de todo lo creado. También quiere adver­tir a su pueblo para que la euforia y autosuficiencia del naciente Imperio no ponga en peligro la fe de las tribus de Israel, olvidando que fue Yavé quien los liberó de la esclavitud y quien los condujo a la tierra prometida y a la actual grandeza.

 

Cuando se escribe de nuevo el relato de los orí' genes en tiempos del Destierro, la situación del pueblo es exactamente la contraria. Hay que luchar contra el escepticismo acerca del papel sal­vador de Yavé; hay que alentar al pueblo y mante­ner la esperanza. Tampoco se pueden olvidar las imágenes grabadas en sus pupilas durante la estan­cia en Babilonia; tales recuerdos les hacen presen­tar a un Dios más trascendental, donde ya no hay concesiones a los antropomorfismos ni al estilo popular.

 

Influido por la epopeya babilónica de la crea­ción, presenta a Yavé como infinitamente pode­roso, puesto que sin necesidad de batalla alguna crea el mundo sólo con el poder de su Palabra. Y lo va creando a golpe de Palabra, y el séptimo día des­cansa; pero ya descansa para siempre, porque para Israel la Creación es el primer momento de una Historia irreversible y abierta hacia el futuro, en contraposición al rítmico volver a empezar de las religiones antiguas. Incluso el autor de esta narra­ción aprovecha el momento para fundamentar la prescripción legal del descanso sabático, que en sí mismo es sencillamente humano. Para cuando se escribe esta historia ya está claro que el Dios de Israel es el único Dios; por eso trata de enlazar el acto creador del cosmos y la presentación del Dilu­vio mediante la construcción de una genealogía. Lo mismo hará en lo sucesivo, quedando así claro que de las Palabras de la Creación dependen todas las generaciones.

 

Ambas narraciones tienen en común lo funda­mental, lo que creía Israel y lo que creemos nosotros:

 

-Dios es el creador del Universo, del hombre y de la libertad humana. Nos hace a su imagen, en el sentido de que nos crea creadores, hacedores de nosotros mismos para que lleguemos a ser persona.

 

-Dios desea el Paraíso para los hombres, y para eso nos creó, para que vivamos eternamentecon Él. El Paraíso que la Biblia colocó al principio, ya más tarde la propia Biblia y ahora nosotros lo colo­camos al final, como objeto de nuestra esperanza.

 

Pero esa fe no hay que encerrarla en ningún relato que nos ate. El hombre puede indagar cuanto quiera para tratar de saber cómo fue el ori­gen del mundo y del hombre, y la evolución del mundo y del hombre. Lo que la Biblia diga acerca de eso ya no tiene nada que ver con la fe: son simples medios para expresarla. No hay por qu poner piedras de tropiezo innecesarias, como la creación directa de un Adán perfecto, en estado de integridad, inmortal. No hay por qué seguir hablando de que el cuerpo lo recibimos de Dios a través de la generación de nuestros padres, mien­tras que el alma es creada directamente por Dios ' como sigue afirmando el Catecismo. Eso es filoso -fía de tipo platónico-aristotélica, en la que los pri­meros cristianos encontraron un vehículo para expresar la referida fe en la Creación. Pero noso­tros debemos utilizar ahora un vehículo más apro­piado para los tiempos actuales; y, si no lo tene­mos, debemos al menos desligar la fe de las viejas ataduras.

 

Si continuamos con la fe encadenada a las expresiones tradicionales, tendremos pronto pro­blemas insolubles con el alma. Es muy posible que algún día se explique perfectamente que las llama­das potencias del alma, memoria, inteligencia y voluntad, no son más que el resultado del complejo funcionamiento cerebral; por lo que se refiere a la memoria y a la inteligencia ya es casi evidente. Si no ponemos trampas innecesarias a la fe, no ocu­rrirá nada, diga lo que diga la ciencia. Todo habrá sido creado por Dios igualmente, como lo creían nuestros antepasados y como lo creemos nosotros, aunque sea con explicaciones distintas.

 

La elaborada antropología griega es sólo una teoria, y para la mentalidad moderna, por el momento al menos, seguramente resulte menos problemática la humilde antropología semítica, en la que no se hacían tan precisas distinciones entre materia y espíritu para comprender al ser humano.

 

El Mal

 

Los autores de los primeros capítulos del Géne­sis experimentan, sienten y descubren la realidad del sufrimiento y de la muerte. Desde su concep­ción de que Dios se preocupa por el bienestar de los hombres, atribuyen el mal a la desobediencia, al alejarse de Dios, al pecado. Es el pecado como falta, como desvío, como ruptura de las relaciones con Dios, el causante de todos los males.

 

Según su convicción, Yavé les había liberado de la miseria y dado la amplia tierra prometida, Las prósperas condiciones de su tiempo eran una ben­dición de Dios, y sólo serían posibles mientras se mantuviera la debida relación con Él. El sufri­miento, el mal y el pecado no podían ser obra de Yavé. Tales miserias, incluso la propia muerte, eran consecuencia de las obras de los hombres y habían ocurrido desde tiempos inmemoriales, desde el origen M mundo, desde el primer hombre. Cuando en el Destierro se reflexiona sobre lo mismo, los profetas dejarán claro que su actual situación es consecuencia del pecado.

 

Después del relato del primer pecado se coloca la historia de Caín, y eso tiene un profundo signi­ficado: la falta contra el hombre es también un pecado contra Dios. Israel ya sabe por el Decálogo que se da una acción pecaminosa cuando alguien daña a su prójimo, o cuando se hace algo contra la comunidad humana. Quien comete tales acciones está desobedeciendo a Dios, y por lo tanto peca contra El. Dios entró en relación con el pueblo y a través de él con cada uno de sus individuos, por lo que es lógico que cuando uno menoscaba o altera la comunión entre los miembros del pueblo de Dios, está atentando contra las relaciones de Dios con su pueblo. Y esto era más claramente percibido en aquellos tiempos en que existía una idea de soli­daridad entre el pecado personal y la responsabili­dad colectiva, y viceversa.

 

Ellos entendían que Dios castiga y perdona, pero los hombres siguieron pecando contra Dios y contra sus hermanos. Sobre la trama construida con variados y antiguos mitos, se describen teoló­gicamente diversas escenas de esta constante pecaminosidad, como el Diluvio y Babel. La profunda intención de estos capítulos del Génesis no es hacer una descripción de los primeros tiempos de la Humanidad; de eso sabían aún menos que noso­tros. Lo que pretenden es afirmar que todo se lo debemos a Dios, menos el mal, menos el sufri­miento y la muerte. Para ellos, esos males son la consecuencia de la permanente pecaminosidad de los hombres. El pecado entró en el mundo por la primera parei . a y se continuó por su descendencia; con la dispersión posterior a la Torre de Babel tam­bién el pecado se extendió por toda la Tierra. Pero no se conforman con disculpar a Dios de nuestros males, pues recalcan una y otra vez la misericordia divina, haciendo ver que lo definitivo no es el cas­tigo, es el perdón.

 

A lo largo de la Biblia se continuará reflexio­nando sobre el sufrimiento. Con Ezequiel se irá afirmando la idea de la responsabilidad personal, pero la tradicional concepción que relacionaba el sufrimiento con el pecado personal o colectivo, continuará viva aún en tiempos de Jesús. La idea de que el sufrimiento era un castigo divino estaba tan impresa en la conciencia colectiva, que Job será visto como un rebelde, cuando se atreve a poner de relieve lo que la experiencia decía: que no siempre era cierto que el justo fuera feliz y el impío desgraciado. El problema de la justa retribución se fue desplazando más tarde -cuando se fue descu­briendo la idea de la resurrección- para el más allá.

 

El hombre de hoy ya no relaciona el sufrimiento y la muerte con el pecado. Todavía quedan muchos vestigios de esa concepción, sobre todo en las per­sonas más piadosas, pero, en general, la relación directa pecado -sufrimiento está olvidada. Y por lo que se refiere a la muerte, ya no queda nada; queda la muerte, puesto que todo el que nace acaba muriendo, dado que así es la naturaleza. Pero no está olvidada la relación del sufrimiento con Dios, que se utiliza para comprometerlo o negarlo. Es clá­sica y es actual la siguiente argumentación: o Dios puede librarnos del mal y no quiere (porque no es bueno), o quiere pero no puede (porque no es todopoderoso). Casi siempre terminan decantán­dose por la primera afirmación, porque la idea de un Dios todopoderoso predomina sobre la de un Dios todobondadoso. Buscando la explicación de una realidad, comprometemos a Dios.

 

Otros, más piadosos, para sacar a Dios del apuro, dicen que sólo lo permite por nuestro propio bien, para probarnos. Son bien conocidas frases como las siguientes: Dios hace sufrir a los que quiere (no quiere a todos), Dios aprieta pero no ahoga (es sádico), Dios permite el mal para premiarnos des­pués (es malvado). Una concepción así lleva fre­cuentemente a la desconfianza en Dios. En mi caso, cuando menos ahora, me llevaría al ateísmo.

 

Ante la realidad de los sufrimientos, de la muerte y del mal, los cristianos ya no podemos ni culpar a Dios ni disculparlos atribuyendo todo eso al pecado. Tampoco podemos disculparnos a nosotros mismos con el recurso de la tentación del demonio. Tenemos que hacer lo que hicieron Ezequiel  o Job: no sentirse atados por las narraciones bíblicas, y pensar.

 

Y atrevernos a decir que Dios no puede evitar el mal fisico sencillamente porque lo creado no puede ser perfecto, infinito; todo lo finito es necesaria­mente imperfecto. Y atrevernos a decir que tam­poco puede evitar el mal moral, que es consecuencia de una libertad mal empleada. Es cierto que la ver­dadera libertad debe dejarse orientar siempre hacia el bien, pero nuestras propias limitaciones hacen que ese bien lo entendamos a veces equivocada­mente y obremos el mal. Esto no quiere decir que podamos disculparnos, y menos justificarnos; somos culpables cuando no buscamos el bien y nos dejamos conducir por nuestros egoísmos.

No deberiamos inquietarnos por esa aparente limitación del poder de Dios. Dios no puede hacer absurdos, no puede hacer lo que es contradictorio, no puede hacer que lo creado, finito, sea al mismo tiempo perfecto, infinito.

Lo importante ya no es la disquisición teórica de si Dios quiere, o puede, o permite. Lo verdadera­mente importante es saber que Dios está a nuestro lado para ayudarnos. Jesús no plantea nunca frente al mal problemas teóricos, ni siquiera por lo que se refiere al pecado original. Se encuentra con el mal y dedica todo su esfuerzo a combatirlo. El mensaje de su Evangelio no nos explica el origen del mal, lo que nos dice es que Dios quiere y puede eliminar el mal. Para ello nos llama a la conversión, que es fundamentalmente confianza en el amor generoso y salvador de Dios.

 

El Pecado Original

 

Es probable que el pecado original, y sus conse­cuencias, constituya la mayor piedra de tropiezo para los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

 

Es difícil de comprender la compleja explica­ción de que los niños nacen con un pecado que no es personal, que no es "cometido", que es "con­traído", como dice el Catecismo.

 

Y todavía es más difícil de entender cómo se transmite ese supuesto pecado. Se habla de natura­leza caída, pero ¿afecta al cuerpo o al alma? Si afecta al alma, ¿cómo es posible tal cosa, cuando continúa afirmándose que es directamente creada por Dios?

 

Y ya es inhumano decirle a una madre que su bebé nace en pecado, que carece de la amistad de Dios, como afirma el Catecismo, Ésta es nuestra fe, elaborado hace unos diez años. ¿Qué diría Jesús, qué estará diciendo, cuando escucha la afirmación de que los pecadores carecen de la amistad de Dios?

 

Mi "ojo clínico" no me permite reconocer a nadie que esté en pecado, y mucho menos juzgarlo, pero sí me permite asegurar que los miles de recién naci­dos que han pasado por mis manos eran inocentes, sin mácula de pecado alguno[16].

 

El drama de los teólogos que se debaten entre el sentido común y la docilidad a la doctrina tradicio­nal, se presenta con claridad en un pequeño libro escrito hace poco más de treinta años[17]. Su autor se esfuerza por presentar la naturaleza del pecado ori­ginal como una relación prematrimonial entre Adán y Eva. No se me ocurre ningún comentario.

En cuanto a las consecuencias del supuesto pecado original, es imposible creer que el Dios de Jesús se viese obligado a ejecutar una sanción de tales dimensiones. No se trataría de un Dios justo, se trataría de un Dios justiciero.

No se precipiten en el juicio, si afirmo que el pecado original no existe. No existe, si hay que entenderlo con la explicación tradicional que con­tinúa dándose. Pero yo pienso que sí existe una situación de pecado, que podríamos llamar origi­nal, en la que todos nacemos y que en todos influye. Dije más atrás que el mal moral es la con­secuencia de la libertad mal empleada. Es evidente que somos pecadores, injustos, egoístas. Esos com­portamientos, personales y colectivos, crean un clima de antivalores en el que todos nacemos.

 

Los niños no nacen con pecado alguno, pero ven la luz en un mundo pecaminoso (lo que los gallegos llamamos, a veces, pecadento). Y crecen y se forman en ese ambiente, lo que dificulta que puedan realizarse como personas de un modo tran­quilo, natural. Son esos antivalores humanos, y el propio egoísmo derivado del instinto de conserva­ción, los que exigen el esfuerzo del hombre y la ayuda de Dios para que podamos realizarnos de la forma plenamente humana para la que fuimos creados. No nacemos con "pecado" original, pero sí necesitamos la Salvación.

 

El autor del relato bíblico comprobó la realidad del pecado y trató de explicarla a su manera, con la confianza puesta en la misericordia de Dios. Yo compruebo también esa realidad y trato de expli­carla a mi manera, pero, al igual que él, con la con­fianza puesta en la misericordia del mismo Dios.

 

La Encarnación

 

Ni siquiera ahora voy a disculparme por atre­verme a reflexionar sobre este tema. Ha llegado a ser escabroso, porque cualquier considera­ción que se aparte en algún punto de la doctrina oficial, parece atentar directamente contra el núcleo de la fe cristiana. La ortodoxia afirma que la segunda Persona de la Trinidad se hizo hombre vir­ginalmente en el vientre de María.

Sin embargo yo necesito pensar, precisamente porque creo en Jesucristo.

¿Quién es Jesucristo? Está claro que se trata de un nombre compuesto. Se trata de Jesús, el galileo que vivió hace dos mil años y que después de una vida azarosa fue ejecutado como consecuencia de su actitud provocadora. Se trata de Cristo, nombre que le fue aplicado después de su muerte, porque en él reconocieron algunos al Mesías, al ungido por Dios, al enviado de Dios, al exaltado por Dios des­pués de su muerte.

Pero se trata de la misma y única persona, Jesucristo.

 

¿Cómo explicar que en aquel hombre se hacía real y verdaderamente presente el mismo Dios?

Yo pienso que la afirmación contenida en ese interrogante es el núcleo del dato revelado, es la perla de¡ cristianismo. Pero es un misterio. Y puesto que precisamente no se trata de un miste­rio banal, sino del centro de nuestra fe, se hizo necesario y fue legítimo tratar de comprenderlo. Los testimonios del Nuevo Testamento nos presentan diversos modos de comprensión de esa realidad, que es el fundamento del cristianismo. Es verdad que tales testimonios se inician con la Resurrección, pero ésta viene a ser como la con­firmación por parte de Dios de la realidad de Jesucristo. Comienza con tales intentos la cristo­logía.

 

Yo no puedo extenderme en este terreno, por­que ante mis simplezas el teólogo sonreirá bené­volo; y quien no tenga preparación teológica, se vería metido en disquisiciones que resultan tanto más complejas cuanto menor es la capaci­dad de quien las expone, como es mi caso. Pero sí debo, y creo que puedo, detenerme en algunas reflexiones que a mí me clarifican algo esas difi­cultades:

 

Lo fundamental comenzó siendo y debe seguir siendo la afirmación inicial, sencilla y misteriosa al mismo tiempo, de que en Jesús estaba Dios. Era el Dios con nosotros. Y yo pienso que todo aquel que reconozca esa afirmación no puede ser excluido del cristianismo, sea cual fuere la interpretación expli­cativa que para él resulte más clarificadora. Las dis­tintas interpretaciones presentes en el Nuevo Tes­tamento y la definitiva interpretación que terminó siendo aceptada, formulada y proclamada por la Iglesia, de una forma especialmente solemne en los concilios de Nicea y Calcedonia, en los siglos IV y V, son interpretaciones y formulaciones, son el continente, el envase, algo necesario para que la perla pueda pasar de mano en mano, de generación en generación, sin perderse, pero no son la perla, no son lo revelado.

 

Todas las reflexiones sobre si lo correcto y ver­dadero es el planteamiento de un Hijo de Dios pre­existente desde la eternidad, y que se hace hombre de forma virginal en María, o de un Hijo de Dios que llegó a serlo por su fidelidad al Padre, pienso que al propio Jesús le parecerían discusiones rabí­nicas. Yo no me atrevo a tanto en esta materia, pero Jesús era más atrevido y seguramente usaría ese calificativo.

 

Por lo pronto, a mí no me parece tan funda­mental como se afirma, y pienso que si a Jesús le hubiese parecido indispensable, hubiera hecho afirmaciones claras y precisas al respecto. Espero que nadie ponga sobre la mesa textos de los evan­gelios donde parece identificarse con Dios, porque hasta yo sería capaz de poner sobre la misma mesa otros más donde claramente marca las diferencias con su Padre.

 

En cambio, todo el Evangelio contenido en los cuatro evangelios está confirmando que lo que Jesús se preocupó de mostrarnos fue que su actitud, su modo de ser, era un fiel cumplimiento de la voluntad de Dios. Todo lo hizo como un hombre libre, pero como un hombre que oraba, que escu­chaba a Dios, enraizado en Él.

 

Las diversas interpretaciones sobre Jesús pre­sentes en el Nuevo Testamento están marcadas por la mentalidad dominante de sus autores, los escritores y comunidades a las que pertenecían. No olvidemos que Jesús fue un judío, pero el ju­daísmo ya estaba en buena medida helenizado cuando se escribe el Nuevo Testamento. Para la mentalidad judía era lógico tratar de explicar lo acontecido en Jesús como el cumplimiento de las expectativas presentes en la Escritura, en el Anti­guo Testamento. Para los helenistas, general­mente también judíos, pero más marcados por la mentalidad griega, también fue lógico servirse de modelos interpretativos propios de su cultura. La Iglesia fue decantando la formulación oficial de la fe cristiana de tal modo que alguna interpretación predominó sobre otras; pero, tomando ejemplo de lo que había hecho Israel con el Antiguo Testa­mento, donde también había teologías diversas, conservó asimismo como igualmente canónicas a las demás. En ese punto el Nuevo Testamento es una muestra de tal diversidad y del buen sentido de la Iglesia.

 

Pablo nos habla de la preexistencia de un ser de condición divina (FIp 2) y Juan de un Verbo que se hizo carne & l). Con tales expresiones pienso que se está afirmando que en Jesús está Dios de un modo especial y único. Mateo y Lucas elaboran unos relatos en los que, con sus genealogías, pretenden afirmar que Jesús es claramente un hombre; y con la concepción virgi­nal pretenden afirmar que ese hombre procede de Dios por obra del Espíritu. Para Marcos, Jesús es el Hijo de Dios desde su bautismo; para Mateo y Lucas, desde su concepción; para Juan, desde la eternidad. Más tarde, en Éfeso, se pro­clama que María es Madre de Dios, y eso con la indudable intención de afirmar la filiación divina de Jesús.

 

Me parece que tanto la preexistencia, como la concepción virginal, como la proclamación de María como Madre de Dios, fueron formas legíti­mas de explicar el misterio, pero, aunque sean ver­dad, son en sí mismas secundarias. No deseo ser mal entendido. Secundario no significa ni que no sea cierto ni que no tenga importancia; significa lo que claramente expresa: que está después de lo pri­mero. Pues yo mucho me temo que en la mente de los cristianos han pasado a ser lo primero, porque han perdido el verdadero sentido de lo que con ellas se quería expresar.

 

Si esto fuese así, y yo creo que lo es (pero algu­nos teólogos y dirigentes son a veces bastante inge­nuos y dan por sabido lo que muchas veces el pue­blo no sabe), nos encontraríamos con que esas ver­dades están siendo muy correctamente confesadas, pero están carentes de vida para el creyente, puesto que son tomadas como la sustancia de la fe y ya no permiten ver lo que realmente debía ser objeto de la fe"[18].

 

-La afirmación desde el principio de que Jesús es Dios, nos imposibilita para seguir el camino de la fe que siguieron sus discípulos. Dios es demasiado grande, y en nuestra intimidad más profunda oscu­rece al humano Jesús. Multitud de dificultades se plantean a lo largo de la lectura de los evangelios: ni el bautismo, ni las tentaciones, ni siquiera el sufri­miento de Jesús, es posible percibirlos en toda su profundidad humana, cuando sabemos de antemano que era Dios; mucho mérito, pero ¡así cualquiera!

-La virginidad de María se ha quedado en algo anatómico, como una demostración perenne de que Jesús no podía nacer de algo tan bajo, casi denigrante. ¿Es que la sexualidad la inventó el demonio?

 

-Decir que María es la Madre de Dios, para todos los que ignoren la verdadera finalidad de esta afirmación -v cuando menos los no cristianos no tienen por qué saberlo- es un perfecto absurdo. Y aun sabiendo la razón por la que fue afirmada en el Concilio de Éfeso, resulta un silogismo muy bien construido para los humanos, pero no tenemos derecho a encorsetar a Dios con nuestra lógica: Es evidente que María es la madre de Jesús; Jesús es Dios; por lo tanto María es la Madre de Dios. Un silogismo perfecto, pero, expresado así, hiere la sensibilidad de todo aquel que crea en Dios: ¿cómo una criatura puede ser la madre del Creador?

 

-La persona de Jesús es divina, según la ortodo­xia. ¿Es que Jesús no es lo que normalmente enten­demos por una persona humana?

 

Piedras de tropiezo.

 

Como consecuencia de estas breves reflexiones, seguramente breves en exceso dada la importancia del tema, yo pienso que los teólogos tienen todo el derecho a seguir reflexionando sobre el Verbo, el Logos, la Sabiduría, el Siervo de Yavé, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, el Cordero de Dios y el Profeta escatológico; también sobre otros temas relacionados, puesto que su finalidad es cristoló­gica, como la concepción virginal o la proclama­ción de María como Madre de Dios. Pero ya no estoy tan seguro de que los dirigentes de la Iglesia tengan el derecho a elevar a la categoría de verda­des dogmáticas unas determinadas interpretaciones que, si bien es cierto que sirven para construir un elaborado edificio, no es menos cierto que no tie­nen ya carga alguna dinamizadora para nuestra vida creyente; y en cambio pueden ser y están siendo piedras de tropiezo para muchos.

 

No podemos dejar de proclamar la Cruz aunque para el mundo sea escándalo o necedad, puesto que para nosotros es sabiduría de Dios. Pero, a lo mejor, podemos intentar que las citadas piedras de tro­piezo dejen de serlo, si son formuladas de una forma más comprensible y asimilable para los hom­bres y mujeres de hoy, sin mutilar por eso el Evan­gelio.

 

¿Por qué curiosa razón la Dirección de la Iglesia no parece reflexionar nunca sobre términos como t( piedras de tropiezo" puestas en el camino o "fardos pesados" cargados sobre las espaldas de los creyen­tes? Tales expresiones fueron aplicadas por Jesús a quienes entonces eran los dirigentes de la institu­ción religiosa a la que él pertenecía.

 

Seguramente estoy dando la impresión de que quiero desmantelar lo más sagrado de nuestra fe. Lo que realmente deseo es que nuestra fe pueda seguir siendo lo que fue para los discípulos de Jesús -una Buena Noticia asimilable por todos los hombres y mujeres de buena voluntad- y no termine siendo, como ya lo es, una complicada especulación nece­sitada de expertos para ser comprendida. Hace muchos siglos que partimos de Dios y de Cristo para llegar a Jesús; pero, si algo sabemos de Dios y de Cristo, es únicamente lo que Dios quiso que supiéramos a través de Jesús. Dios envió a su Hijo, Dios se encarnó en Jesús, precisamente para que pudiéramos vislumbrar a Dios. ¿Es razonable que nosotros despreciemos de algún modo el camino señalado por Dios?

 

Soy consciente de que estoy aplicando el tér­mino "secundario" a conceptos defendidos desde siempre por la tradición de la Iglesia, respetados por los teólogos y que forman parte importante de la piedad popular. Una vez más repito que desearía ser entendido. Yo no niego nada ni pretendo,resol­ver el problema que he tratado de plantear. Unica­mente deseo hacer una llamada de atención para que, por quien corresponda, se trate de hacer lo necesario a fin de que esos venerados conceptos o verdades de fe no oculten la verdad fundamental, y sea posible para todos centrarnos en el insondable Misterio: En el Hombre Jesús se hizo presente el mismo Dios, para decirnos cómo es el verdadero Dios y cómo debe ser el verdadero hombre.

 

 

 

 

La Redención

 

Yo supongo aue la Dirección de la iglesia cuenta con la casi seguridad de que la inmensa mayoría de los católicos no han leído el Catecismo, aunque haya constituido un best-seller. Al releer los puntos 599 al 623, que se refieren a la Reden­ción, me sorprende que todavía queden tantas per­sonas en la Iglesia. Redención, rescate, expiación, sacrificio expiatorio, designio del Padre, ofrenda voluntaria y tantos otros términos que no tienen nada de nuevos, pero que cada vez resuenan como más anticuados, increíbles y confusos. Ya sé que cada uno de esos términos tiene una explicación teológica que los hace más asimilables, pero esa explicación es del dominio de los teólogos; noso­tros, los miembros del pueblo creyente, nos vemos obligados a comprenderlos tal como suenan, y hasta supongo que ésa es la intención de quienes los usan machaconamente, cuando estamos ya a las puertas del siglo XXI.

 

No me extraña nada que se siga afirmando que todos y cada uno de los "ladrillos" con los que se ha construido la Historia de la Salvación son verdades fundamentales de la fe. La existencia del demonio tentador, el pecado original que arruinó a la Huma­nidad, la ofensa infinita que requiere una contra­prestación infinita para aplacar a Dios o rescatar al hombre de las garras del demonio, deben seguir siendo intocables, si no queremos correr el peligro de que todo el edificio se desmorone. De ahí el empeño en continuar hablando con términos que parecen esenciales, como sacrificio expiatorio y muerte redentora.

 

Se encarnó para morir. En el punto 607 del Catecismo se afirma que su Pasión redentora es la razón de ser de su Encarnación. La muerte era el designio amoroso de un Dios que nos ama tanto que no podía reconciliarse con nosotros sin recibir un precio singular (en realidad, un asesinato). Francamente increíble y totalmente en contra del Dios que nos presenta Jesús. Pero se afirma utili­zando múltiples textos bíblicos tomados al pie de la letra. ¿Cómo puede decirse entonces que la única forma totalmente rechazable para la lectura de la Biblia es la fundamentalista?

 

El mundo de las creencias es muy particular. Una escapatoria ancestral para eludir nuestras res­ponsabilidades y explicar lo inexplicable, fue siem­pre recurrir al mundo de los espíritus, a las cons­trucciones mitológicas que lo explicaban todo y de alguna manera nos disculpaban. Aunque la fe de Israel sobresale entre la de otros pueblos por tratar de liberarse de esos mecanismos, haciendo que sea el mismo Dios el que actúa en la Historia, terminó por verse seriamente afectada por una angelología y demonología que en los tiempos de Jesús consti­tuía ya una parte importante de las creencias. Se esperaba una liberación política de Israel, pero se esperaba también una liberación del poder demo­níaco presente en la vida real. Hasta Jesús cura a los endemoniados.

 

El primitivo Israel entendía la Salvación como la liberación de la esclavitud de Egipto. Los prime­ros cristianos entendieron la Salvación como la liberación de la esclavitud del demonio. Nosotros podemos entender la Salvación como la liberación de todo aquello que nos esclaviza y nos impide madurar como personas. ¿Por qué tenemos que seguir encadenados a unas concepciones que no tienen nada que ver con nuestra mentalidad?

 

Los hombres y mujeres de hoy no esperan ser salvados del poder del demonio. No creen real­mente en el demonio, aunque pueda dar la impre­sión de que cada vez creen en más poderes extra­ños, como los espíritus, el horóscopo, las brujas, la magia o los milagros. No, todo eso es el resultado transitorio de la época de confusión en la que vivi­mos. Durante muchos siglos fueron creencias acep­tadas por todos la existencia del Bien y del Mal, encarnados en Dios y el Demonio. La Iglesia trató de dejar claro que la única realidad absoluta era Dios, y que el Demonio, los demonios, eran simples criaturas; pero al mismo tiempo los presentó con tal poder, escenificó tan objetivamente la lucha mitológica, que en la práctica los creyentes vivie­ron, hemos vivido, un dualismo real. La Historia de la Salvación, expuesta de la forma tradicional, tenía entonces sentido.

 

Hoy en día los hombres creen y no creen. Las creencias milenarias dejaron un sedimento difícil de eliminar, pero ya no hay convencimiento. Se cree en esos poderes como se cree en los extrate­rrestres: es posible, no se sabe, por si acaso. Pero todo eso ya no tiene fuerza suficiente para consti­tuir una creencia que le dé sentido a la vida o que influya decisivamente en ella. Y pronto, de seguir así, en el próximo siglo, la Humanidad dejará de ser crédula y abandonará la fe en Dios, ya lo está haciendo, porque quienes tenemos el deber de renovar lo que entendemos por Redención y Sal­vación en Jesucristo, no hemos tenido el coraje necesario para hacerlo.

 

Yo pienso que la fe en Dios es totalmente com­patible con la maduración humana; incluso que la fe en el Dios de Jesucristo es una consecuencia lógica de la misma. Pienso que en la medida en que el hombre vaya viviendo más seguro de sí mismo, menos atemorizado por los poderes ocultos, descu­brirá con más claridad al Dios de Jesús y podrá vivir con sentido una vida humana profundamente cre­yente. Pero si continuamos haciendo que la salva­ción de Dios siga dependiendo irrenunciablemente de la creencia en el Demonio, estamos comprome­tiendo la posibilidad de que los hombres y mujeres del futuro vean en Jesucristo a su Salvador.

 

Piedras de tropiezo.

 

Claro que yo creo, y cada vez más, que Jesucristo es mi Redentor, mi Salvador, pero precisamente porque lo veo como el Camino, la Verdad~ y la Vida, o sea, el camino para la verdadera vida. El me indica cómo debo madurar para llegar a ser el ver­dadero hombre querido por Dios y me da fuerzas para lograrlo. Y hasta creo que una de las mayores esclavitudes de las que me salva, es la de sentirme esclavo de un poder religioso que, en su nombre, corre el peligro de querer obligarme a comulgar con ruedas de molino"[19].

 

La Resurrección

 

La vida de lesús, su actitud vital, sus palabras, sus obras, su libertad, su autoridad, su extraño acercamiento a los marginados, habían arrastrado tras él a un pequeño grupo de discípulos. No eran la muchedumbre que por algún que otro aconteci­miento sorprendente acudían para verlo al princi­pio de su vida pública: eran hombres y mujeres que se sintieron llamados y lo siguieron, comprome­tiendo con ello su vida. Seguramente no lo enten­dieron del todo, o incluso a veces lo malentendían, pero lo percibían como el Maestro.

 

Mas llegó el fracaso, lo que por otra parte tenía que llegar, dada la actitud poco prudente de Jesús, y todos se dispersaron. ¡Qué decepción debieron de experimentar en lo más hondo de su ser! Ellos no escucharon entonces, como nosotros hoy, la confe­sión del centurión que relata Marcos, ni vieron ras­garse el velo del Templo, ni apreciaron terremoto alguno. Las rasgaduras y el terremoto tuvieron lugar en su intimidad.

 

Pero pasó algún tiempo, no importa si tres días o un plazo diferente, y comenzaron a "ver". Refle­xionando sobre sus expectativas y sobre lo ocu­rrido, a la luz de las Escrituras, se les abrieron los o] . os acerca del verdadero significado de Jesús. El Espíritu Santo estaba soplando y lo hacía con fuerza. Experimentaron un cambio radical. De hombres asustados y decepcionados, pasaron a mostrarse como hombres llenos de coraje y entu­siasmo. ¿Qué había ocurrido? Yo no lo sé. Los evan­gelistas tratan de expresar con los relatos del sepulcro vacío y de las diversas apariciones una realidad de fe presente en los discípulos. Una realidad de fe, porque las diferentes y aun contradictorias formas de expresarla muestran a las claras que no se tra­taba de un hecho histórico, en el sentido objetivo, fácil de comprobar por cualquiera que no estuviese ciego. Sólo "vieron" los que creyeron.

 

Estaban seguros de que Jesús había sido ejecu­tado, de que lo habían sepultado. Pero, aunque de modo diferente, estaban también seguros de que estaba vivo, de que había resucitado. Estaban segu­ros de que el Padre lo había vuelto a la vida y esta­ban seguros de que estaba con ellos. Y eso fue sufi­ciente para que se lanzaran a proclamar la Buena Noticia: ¡Dios ha resucitado a Jesús! Y lo hicieron con tanto entusiasmo, que incluso dejaron un poco de lado la Buena Noticia que había anunciado Jesús, la de que el Reino de Dios había llegado. La Buena Noticia era ahora la Resurrección, porque en esa proclamación estaba implícito lo anunciado por Jesús. Si Dios lo resucitó, es que le daba la razón a cuanto él había dicho y hecho.

 

Yo pienso que este entusiasmo de los primeros cristianos, su interés en hacer ver a los demás lo que ellos habían "visto" fue el culpable de que con el tiempo los cristianos tomásemos al pie de la letra los relatos, y de que con ello el acontecimiento de la Resurrección quedara mutilado y empobrecido en su comprensión. La Resurrección acabó entendiéndose como una vuelta a la vida anterior, como un milagro demostrativo del poder de Dios y de la divinidad de Jesús. La piedad y la adoración, poco reflexivas, no permitieron caer en la cuenta del sugerente lenguaje de las propias narraciones: Jesús aparecía y desaparecía; lo veían, pero no lo reco­nocían; estaba, pero no estaba. Todo eso no impor­taba: La verdad ya evidente, materializada, era que muchos testigos lo vieron vivo.

 

Tampoco se caía en la cuenta de que tal forma de entender la Resurrección ya no era fe; era fe en los discípulos, que es distinto. Por otra parte, de ese modo se daba el hecho curioso de que, paradójica­mente, los únicos cristianos que no tenían necesi­dad de la fe en la Resurrección fueron los apósto­les, los que consideramos columnas de nuestra fe. Y digo que no tendrían necesidad de la fe, porque para ellos habría sido un hecho palpable, objetivo, demostrable. Pero está claro que eso no es fe, es una evidencia.

 

Todo lo anterior nos lleva a que es necesario desmontar la forma tradicional de entender la Resurrección y situarla en el campo de lo que siem­pre afirmamos: es una verdad de fe. Es una realidad, pero que no pertenece a la Historia empírica. Dios devolvió a la vida a Jesús; pero se trata de la vida definitiva, sobre cuyo modo de ser no podemos decir ni una palabra. San Pablo se esforzará por hacernos comprender cómo resucitaremos, y acaba diciendo paradojas incomprensibles, como lo de «cuerpos espirituale?. Así que yo me callo. Es un problema de Dios, no mío.

 

Pero decía que es necesario cambiar la forma tradicional de entender la Resurrección; y no por ningún capricho, sino porque, entusiasmados con el "milagro", perdemos de vista lo más importante: que Jesús vive y vive realmente, pero que tenemos que hacerlo presente a los demás con algo más que con ese anuncio de palabras. Los atenienses ya no creyeron a Pablo, cuando intentó convencerlos; pero otros muchos lo creyeron, cuando experimen­taron que Jesús estaba presente en Pablo y en los demás cristianos. Pasa aquí algo semejante a lo que nos ocurre con la Eucaristía: cuando cosificamos y materializamos lo que por otra parte decimos que es una realidad significativa, un signo, cuando nos detenemos tanto en el "cambio de sustancia", per­demos de vista el significado primordial de que la persona y la vida de Jesús son las que nos alimen­tan y son las que compartimos.

No debemos limitarnos a implorar con la frase esperanzada con que termina la Biblia: ¡Ven Señor, Jesús! Debemos tener conciencia de que la Resu­rrección de Jesús significa que vive con Dios, pero que también vive en nosotros, y que podemos hacérselo "ver" a los demás si vivimos como Él.

 

Me parece muy expresivo el final del evangelio de Marcos (sin contar con el apéndice canónico de Mc 16,9-20). El joven vestido de blanco que encuentran en el sepulcro, les dice a las mujeres que buscaban a Jesús: "Ha resucitado, no está aquí ( ... ). Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro que va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis, tal como os dijo".

 

En Galilea comenzó Jesús su actividad humaniza­dora. Todo el que quiera verlo resucitado tendrá que (¡verlo" reviviendo personalmente la vida de Jesús.

 

 

El Espíritu Santo y la Trinidad

 

¿Quién es el Espíritu Santo?

 

E1 dogma católico nos dice que el Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad.

Estamos acostumbrados a ver y entender el Evangelio (la Buena Noticia de Jesús) desde el fil­tro de los dogmas. Pero los dogmas son formulacio­nes siempre provisionales del único Evangelio. Si tales fórmulas no nos reconducen al Evangelio, son fórmulas vacías.

 

Yo expreso mi fe en fórmulas, pero no tengo fe en los dogmas, sino en el Dios que se manifiesta en el Evangelio. Parece por lo tanto imprescindible que cada cristiano no se conforme con repetir unas fórmulas dogmáticas, que, por muy correctas que sean, han sido formuladas en otras épocas y pueden ser hoy causa de confusiones.

Tenemos el derecho y el deber de entender nuestra fe como una relación viva con el Dios vivo. Mientras no tratemos de imponer nuestra visión como la verdad absoluta, no habrá herejía.

Me temo que con frecuencia, cuando hablamos del Espíritu Santo, nos imaginamos a un tercer ser que forma parte del único Dios. Decimos que Dios es misterio, pero lo encorsetamos en una definición precisa. Tres personas distintas en una sola natura­leza divina (lo mismo que dos naturalezas en la única persona de Jesucristo) será perfecta teología, pero un tanto orgullosa al pretender describir la intimidad de Dios.

 

Prefiero relacionarme humildemente con Dios tal como Él se nos manifiesta, con el Dios para nosotros: el único Dios que se manifiesta como Creador en la naturaleza y a quien llamamos Padre; el mismo y único Dios que se hace presente en el hombre Jesús y a quien llamamos Hijo; el mismo y único Dios que se manifiesta en la intimidad per­sonal de cada ser humano y a quien llamamos Espí­ritu Santo. Se parece, lo sé, a una vieja herejía de los primeros tiempos.

Será verdad que, si así se manifiesta, es porque así es en su esencia. Pero me parece que corremos el peligro, al intentar expresarlo de ese modo, de encorsetar el misterio de Dios, convirtiendo en objeto de fe lo que realmente son legítimas disquisiciones filosóficas. Mi relación con El me parece más humana y asequible, cuando la veo como una relación de hijo con su padre: Padre creador, Padre que se da a conocer en Jesús, Padre que me habla en la intimidad de mi ser, que me alienta, me for­talece y me ilumina para que pueda comprender todo lo que Jesús significa para nosotros.

Puedo confesar con la Iglesia que todo lo hago en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (mejor sería por el Hijo, en el Espíritu Santo), pero lo que realmente vivo es que el único Dios de Jesucristo está hoy conmigo, en Espíritu, y claro está que en Espíritu Santo, porque a Dios nadie lo ha visto y Jesucristo ya no está físicamente presente. Y creo, además, que así era como rezaba Jesús de Nazaret.

 

¿Cómo actúa el Espíritu Santo?

 

Decimos que Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. No es cierto, sin más. Lo que queremos decir es que Dios lo creó con posibilidades de que, en libertad, se hiciese a sí mismo y lograse alcanzar el modelo qye Él proyectó: el hombre que fuese amor como El mismo es amor.

 

Es evidente que nos desviamos a diario de su proyecto. Pero Dios no nos abandona a nuestra suerte. Aletea como la paloma sobre nosotros, tratando de penetrar en nuestro corazón; nos purifica como el fuego; nos reconforta como el calor; nos empuja como el viento, para que caigamos en la cuenta de cuál es nuestra tarea: ¡hacernos hombres!

 

El Espíritu Santo es la expresión del Dios amo­roso que permanentemente nos cuida. Es la expre­sión del mismo y único Dios que nos crea. Es la expresión del mismo y único Dios que se hace total­mente presente en el hombre Jesucristo. Es la expre­sión del mismo y único Dios que es el verdadero Ángel de la Guarda, el único que tiene el poder de hacernos caer en la cuenta de que nuestra felicidad consiste en hacernos hombres al estilo de Jesús.

 

Este Espíritu Santo, que únicamente se hace presente en la intimidad del hombre, tampoco actúa en la historia visible más que a través de los hombres. De una forma plena en nuestro hermano Jesús, porque Jesús respondió en absoluta obedien­cia. De forma menos clara a través de todos los hombres cuando nos dejamos mover por su fuerza, por su aliento de vida. Porque la única boca y las únicas manos del Espíritu de Dios son nuestra boca y nuestras manos, cuando nos dejamos poseer por el Espíritu Santo.

 

¿Dónde encontrar al Espíritu Santo?

 

-En el mundo. En cada gesto de bondad, en cada acción que tienda a humanizar a los seres humanos, haciéndolos más libres, más nobles, más generosos, más hermanos, ¡allí está el Espíritu Santo!

 

-En la Iglesia, como comunidad de los que siguen a Jesús.

 

-En el fondo más personal de cada hombre o mujer.

Se dice que la Biblia está inspirada por el Espí­ritu Santo. Se dice que los obispos son poseedores del Espíritu Santo. ¿Está el Espíritu Santo en la Biblia y en los obispos? No exactamente. Me explico: el Espíritu Santo no se deja encerrar en el papel de la Biblia ni en el aceite con el que se con­sagra a los obispos; lo que ocurre es que puede valerse de una forma especial de la Biblia y de los obispos, para hacernos caer en la cuenta de la única Verdad que está en Jesucristo.

Por eso, ni la Biblia ni los obispos pueden pre­tender una obediencia ciega de los hijos de Dios. Su papel es el de iluminar nuestra conciencia, como valiosa ayuda para escuchar la Palabra de Dios que nos habla personalmente y nos da fuerza para que nos hagamos hombres y mujeres nuevos.

En la Iglesia y en el mundo, serán signos de la presencia del Espíritu Santo todas las acciones que humanizan al hombre, a todos los hombres y muje­res, sobre todo a aquellos que sufren la opresión de los que no les dejan ser humanos.

 

       Unicamente ése debe ser el criterio último para discernir la presencia del Espíritu Santo.

 

La Eucaristía

                        

Unas páginas más atrás hablé de la llamada cuestión bíblica como ejemplo de la resisten­cia al cambio. Al iniciar ahora estas reflexiones sobre la Eucaristía me invade un cierto pesimismo; durante cerca de todo un milenio hemos celebrado el misterio central de nuestra fe, utilizando un idioma "sagrado" que nadie entendía. ¿Cómo puedo tener esperanzas de que en los próximos años se intenten cambiar conceptos con los que parece estar identificada la fe cristiana?

 

No entraré en valoraciones sobre la utilidad del latín. Pienso que tanto el latín como el griego debieran ser revalorizados, porque para nosotros, los occidentales, siguen siendo instrumentos de inmenso valor cultural. Lo que pretendo es refe­rirme a la incongruencia de que un idioma que desde hace muchos siglos era patrimonio casi exclusivo del cuerpo eclesiástico, continuase siendo el vehículo de expresión de las celebracio­nes de nuestra fe. Entre otros, también ese hecho contribuyó a que los sacramentos pasaran a ser recibidos en vez de ser celebrados. Cuando hoy decimos que vamos a celebrar la Eucaristía, aún le suena mal a bastantes personas, porque los creyen­tes estábamos acostumbrados a oír misa; la misa que celebraba exclusivamente el sacerdote.

 

Siempre hay razones de mayor o menor peso para no cambiar. Pero en el caso que tratamos, me parece evidente que funcionaba un mecanismo inconfesable, aunque disculpable, porque segura­mente era inconsciente: el uso del latín contribuía a sacralizar la figura del sacerdote, como interme­diario entre Dios y los hombres. Los pobres fieles, cuando se trataba de las expresiones más impor­tantes de nuestra fe, no teníamos otro remedio que venerar humildemente la grandeza de quienes hablaban directamente con Dios; y quedarles agra­decidos, porque se dignaban recoger nuestras súpli­cas para elevarlas al Señor y transferirnos después las bendiciones divinas. ¿No es esto espíritu cleri­cal? ¿Es espíritu de servicio o de dominio?

 

Había otra razón más confesada, pero no menos grave: el uso del latín permitía una mayor unifor­midad, que, con la disculpa de la unidad, hacía más efectivo el control central de la Iglesia Universal. Para los dirigentes está siendo un problema tanto idioma vernáculo; por lo pronto, ningún obispo tiene capacidad para aprobar expresiones litúrgicas sin la autorización expresa de la curia romana; tam­bién esto se dice que está al servicio de la unidad. Yo no soy psico-analista, y hasta pienso que es una ciencia aún en pañales, pero estoy convencido de que en la mente humana hay mecanismos comple­jos que funcionan sin que los percibamos clara­mente.

 

Pero tendremos paciencia, no resignación, y alimentamos la esperanza de que los necesarios cambios que proponemos serán pronto una gozosa realidad, lo mismo que ocurrió con el latín en la liturgia.

 

Puede parecer hasta una falta de respeto el haberme detenido en estas cuestiones marginales cuando se habla de la Eucaristía, sacramento tan rico en diversas dimensiones fundamentales para nuestra fe. Pero yo no pretendo hacer un tratado teológico sobre el tema, porque no estoy capaci­tado, porque no es el lugar, porque ya hay muchos y algunos son muy buenos.

 

Incluso para quienes somos tan críticos, nos lle­nan de alegría los cambios que podemos fácilmente comprobar en la celebración de la Eucaristía en los últimos años. Hasta no hace mucho tiempo, y desde hacía siglos, las únicas dimensiones que se realzaban eran la presencia real de Jesucristo, la comunión entendida como recibirlo, el consi­guiente culto eucarístico, y el valor de sacrificio incruento. Haré algunas reflexiones sobre esos sig­nificados, con el fin de que destaque mejor la ausencia casi total del significado que yo estimo como fundamental en el sacramento de la Eucaris­tía y que hoy está revalorizándose.

 

Decimos que la Eucaristía es un sacramento, un signo. Pero la comprensión literal de la fórmula de consagración fue transformando insensiblemente tal signo en una cosa objetiva. Lo fuimos cosifi­cando hasta tal punto que dejó de ser signo, sacra­mento, para convertirlo en algo material. El pan se transformaba objetivamente, realmente, en el cuerpo, en la carne de Cristo; y ya no digamos el vino en sangre, que tienen mayor parecido. Nunca se negaron otras dimensiones, pero, para los fieles, esta presencia real, realísima, constituía el centro de nuestra fe. Esta comprensión era tan firme, que muchos sentían preocupación, y hasta angustia, si tenían que masticar la sagrada forma.

 

Y no es grave realzar esta dimensión, incluso hasta extremos innecesarios; lo grave era que pre­cisamente con ello quedaba oculta la dimensión que había movido a Jesús para dejarnos este regalo. El quiso que en su cuerpo viésemos su persona y en su sangre su vida; no era su carne ni su sangre lo que deseaba dejarnos, eran su persona y su vida.

 

En plena Edad Media, no importan ahora los detalles históricos, la Iglesia explicó tal presencia mediante el término "transubstanciación", senci­llamente un cambio de substancia: lo que antes era pan, dejaba de ser pan para convertirse en el cuerpo de Cristo, a pesar de que los accidentes, las apariencias, no hubiesen cambiado. Aquí hay filo­sofía aristotélica, y no precisamente sencilla. Quizá no sea este el momento, ni yo la persona indicada, para explicarla. El hecho es que para la mentalidad de entonces ese término pudo ser correcto, pero los tiempos no se duermen y el significado de "subs­tancia" fue cambiando. Hoy entendemos por subs­tancia la composición físico-química de una cosa; el pan está formado por harina, por hidratos de car­bono. Y esa substancia no cambia con la consagra­ción.

 

Seguir utilizando un término inadecuado, que da lugar a una incorrecta comprensión, es una señal de que nos hemos dormido.

 

Negarse a cambiar ese término por otros pro­puestos, como el de transignificación, es poner una piedra de tropiezo, aunque sea con la laudable intención de querer evitar que con ello pueda per­derse algo de la irrenunciable confesión de que en la Eucaristía se hace realmente presente Jesucristo.

Comulgar significaba recibir a Jesús, comer su carne sacratísima. Esto hacía desaparecer de la comprensión del creyente todo significado de común-unión entre los miembros de la comunidad. Recibían a Jesús, pero lo recibían individualmente cada uno, hasta el extremo de que era habitual la comunión aislada de toda celebración comunita­ria. Terminó por dejar de ser un signo del pan com­partido, de Jesucristo compartido por los creyentes, de Jesucristo que hace a la Iglesia, para quedarse en un hecho místico de la piedad individual.

 

Tal forma de entender este sacramento, recon­fortaba mucho, pero dificultaba a los creyentes la vivencia del verdadero significado de la Eucaristía: compartir el mismo pan como signo de que nos comprometemos a compartir la vida, de que come­mos a Cristo porque queremos expresar con ello que queremos transformarnos en otros Cristos. Yo quiero ser un creyente, no un antropófago.

 

Consecuencia natural de esa materialización de Cristo fue el auge del culto eucarístico. Ya no es el culto a lo que la Eucaristía tiene de signo, de sacra­mento: es el culto, la adoración a la sagrada forma, sea colectiva o individualmente. Lo importante pasó a ser la convicción de que lo tenemos allí al alcance de nuestra mano, aunque con ello hayamos perdido la verdadera razón por la que Él quiere estar allí, que no es precisamente para que le ado­remos, sino para que nos vivifiquemos.

 

Todos los términos bíblicos con los que tratamos de comprender la Eucaristía, entendidos con la concepción propia del judaísmo, nos llevan a real­zar la dimensión de sacrificio como la más funda­mental. No importa que nuestro Dios nos haya advertido reiteradamente, a través de los Profetas y del propio Jesús, que lo que Él quiere no son sacri­ficios, sino nuestra vida entera. Nosotros somos más generosos y le ofrecemos ahora un sacrificio ante el que no podrá negarse: su propio Hijo, el Pri­mogénito. Y, claro está, nos aprovecharemos de ello para conseguir ablandarlo y obtener así bienes espirituales y aun materiales, como continúa diciendo el Catecismo. Por mil pesetas, poco más o menos, vale la pena intentarlo. Y los fieles más pia­dosos, los que conservan la verdadera fe, solicitan su intención de misa particularísima, mucho mejor si no es compartida (un sacrificio infinito dividido entre dos, debe ser medio infinito), para obtener un empleo, o el aprobado de un hijo, o la curación de un enfermo.

 

Los dirigentes hacen esfuerzos para purificar estas realidades, pero continúan aceptando el esti­pendio y promoviendo con ello esa concepción crédula e infantil del sacramento central de nues­tra fe.

 

Yo recibí la primera comunión en mi parroquia nativa, cuyo patrono es Santo Tomás. Durante los 30 años siguientes -no sé si desde que me bautiza­ron- yo fui un "buen católico". Entendía que cuando comulgaba recibía realmente el cuerpo, la carne de~ Jesucristo. Por supuesto que no entendía para nada que eso tuviese algo que ver con que me identificase, junto con los demás creyentes, con la vida de Jesús. Tampoco entendía que eso me com­prometiese a compartir mi vida como compartía­mos aquel pan del cielo. Con tal de creer que aque­llo era el Cuerpo de Cristo, haberme confesado previamente, y guardar el ayuno correspondiente, yo era un "buen católico". Cierto que también entendía que en la vida debía comportarme bien, pero la relación entre comunión y vida no era, ni mucho menos, lo más significativo.

No sé si el escéptico Tomás me habrá conta­giado. Pero el hecho es que a lo largo de los últimos casi 30 años fui dejando de ser tan "buen católico" y comprendiendo que, cuando comulgo, lo que recibo es pan. Pero un pan en el que misteriosa­mente se hace presente Jesucristo, para signifi­carme con esa presencia real que yo puedo ser ali­mentado con su persona y su vida, a fin de que mi persona y mi vida participen de la suya. Y esto lo hago junto con mis hermanos creyentes, partici­pando de una misma mesa en la que la comida compartida es el mismo Jesús.

 

Ya no recibo a Jesús; más bien trato de "comér­melo" -como se come a besos a la mujer, 0 al hijo, o al nieto- para que yo acabe transformándome en un hombre que viva con su actitud. Tampoco tengo muy presente la dimensión de sacrificio, por­que, aunque no la niego, nunca ofrecí misa alguna para convencer a Dios de que me conceda bienes espirituales o materiales. Ya los espero de Él sin canje alguno. Tampoco entendí nunca que Jesús tuviese que ser sacrificado, inmolado, para aplacar a su Padre, nuestro Padre, y así obtener el perdón.

Sospecho que el cambio experimentado por mí y que entiendo como maduración de la fe, puede ser valorado por muchos como pérdida de la verdadera fe. Sólo puedo decir que para mí significa una vida nueva.

 

Los ministerios

 

Hablaré de los curas, de los obispos, de los diri­gentes, del cuerpo eclesiástico con el que habitualmente se identifica a la Iglesia, pero que constituyen la parte menos importante de la misma. Esta afirmación no significa que yo infrava­lore su misión, por la que les estoy agradecido. Sig­nifica simplemente que la Iglesia somos todos los creyentes, entre los cuales se encuentran quienes se encargan de las tareas de dirección; pero son pocos entre muchos, por lo que digo que son la parte menos importante. Tampoco se trata de reivindi­car, sin más, el principio democrático según el cual los muchos tienen más peso que los pocos.

Se trata de que las tareas necesarias que realizan no transforman a los sujetos en seres distintos, ni superiores, ni de rango más elevado. En el cristia­nismo no hay grados; somos todos iguales, hombres o mujeres que encontramos en Jesucristo el sentido para nuestra vida. Y de entre ellos, algunos ofrecen su vida como ayuda para los demás, encargándose de unas tareas de dirección, de animación, de pro­moción, ciertamente importantes y necesarias, pero no en grado esencialmente distinto a las tareas del zapatero, o del marinero, o del médico.

 

Es importantísimo que el zapatero proteja los p ¡es de los caminantes; es importantísimo que el marinero, el pescador, alimente a los hambrientos; hasta es algo importante que el médico alivie el sufrimiento de los enfermos. Es cierto que los evan­gelios nos dicen que los pescadores galileos dejaron sus barcas y sus redes para seguir a Jesús. Pero tam­bién lo es que los mismos evangelios presentan a Jesús más tarde colaborando con ellos en las faenas de la pesca. ¿0 es que puede concebirse un Reino de Dios en el que todos estén con los pies ensan­grentados, los estómagos hambrientos y sin alivio para sus dolores?

 

Todos somos necesarios para que el Mindo, la sociedad en la que vivimos, se oriente hacia lo que Jesús nos propuso: una sociedad de hermanos movida por el amor, para que de algún modo pueda ser el comienzo del Reino de Dios. El pescador de peces tiene que ser al mismo tiempo pescador de hombres, porque esta tarea no es tan exclusiva de un grupo como para que los demás podamos desen­tendernos de ella.

 

Este preámbulo ya puede indicar un poco la linea que pretendo seguir. No voy a criticar a los curas, ni a los obispos, ni al cuerpo eclesiástico diri­gente en su conjunto. Estoy convencido de que entre ellos hay profundos creyentes y excelentes personas humanas, seguramente la mayoría. Lo que deseo es reflexionar sobre una realidad que disfrutamos y padecemos en la Iglesia, como resultado de una determinada orientación que fue decantán­dose a lo largo de casi veinte siglos, y que ha lle­gado a suplantar en la conciencia del mundo, cre­yentes o ateos, a la verdadera Iglesia, al conjunto de los creyentes.

 

Parece que lo que dice un cura, y mejor un obispo, lo dice la Iglesia; lo que dice un creyente que no es cura, lo dice un particular. No trato de negarle su papel representativo cuando sea necesario; lo que trato es de hacer ver que del mismo modo que los miembros del gobierno de España no son España, tampoco los dirigentes de la Iglesia son la Iglesia.

 

Y eso es justamente lo que ha ocurrido, lo que aún está ocurriendo. Hay que cambiar esa mentali­dad clerical, que lleva a la división de la Iglesia en dos clases de personas, que rompe la comunidad, aunque su finalidad era y debe seguir siendo el ser­vicio a la Iglesia.

 

Sospecho que para muchos lo que estoy diciendo puede tener resonancias protestantes. No importa; no soy protestante, aunque está bastante claro que soy protestón. Pero también es cierto que lo fundamental de lo que digo tiene resonancias conciliares y bíblicas. Para que nadie caiga en la tentación de encasillarme en una Iglesia de confe­sionalidad protestante, a las que respeto pero a las que no pertenezco, recordaré algunos textos bíbli­cos y conciliares que expresan claramente que cada cristiano es enseñado inmediatamente por el Espí­ritu, lo cual supone una indudable preferencia ante toda instrucción humana:

 

"En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis". "Y en cuanto a vosotros, la unción que de Él habéis recibido, per­manece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe" (1 Jn 2,20.27).

 

"Todos los cristianos son piedras vivas, para edi­ficar una casa espiritual" (I Pe 2,5).

Cuando sopla el viento, no todo está calmado; y parece que en las discusiones conciliares también hubo sus "tormentas". Parece que cierto sector minimizó notablemente la importancia de los carismas, esa gracia o llamamiento o don que Dios concede y dirige a todos y cada uno de los cristia­nos para que realicemos un determinado servicio a la comunidad. El Cardenal Suenens hizo entonces una defensa valiente de la dimensión carismática de la Iglesia: "Se ha dicho poco todavía sobre los carismas de los fieles, lo cual podría causar la impresión de que se trata simplemente de un fenó­meno periférico y accidental en la vida de la Igle­sia. Pero es preciso destacar más claramente -y por lo mismo más exactamente- la vital importancia de los carismas para la edificación del Cuerpo Mís­tico. En todo caso, se ha de evitar que la estructura jerárquica dé la impresión de un aparato adminis­trativo, sin relación interna con los dones carismá-

ticos del Espíritu Santo, que han sido derramados sobre toda la Iglesia". ¿Sería un protestante infil­trado en el Concilio el Cardenal Suenens?

 

Y el Concilio confirma: "El mismo Espíritu Santo no solamente santifica y dirige al pueblo de Dios por los sacramentos y los ministerios y lo enri­quece con las virtudes, sino que, distribuyéndolos a cada uno según quiere (1 Cor 12,1 l), reparte entre los fieles gracias de todo género, incluso especiales, con las que los dispone y prepara para realizar varie­dad de obras y oficios provechosos para la renova­ción y una más amplia edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: A cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más sencillos y comunes, por el hecho de que son muy conformes y útiles a las necesidades de la Iglesia, hay que recibirlos con agradecimiento y consuelo" (Lumen Gentium, 12).

 

Es posible que inconscientemente haya copiado estas largas citas para justificar mis ideas. Pero lo que realmente pretendo, y eso sí conscientemente, es defender una Iglesia de hermanos, en la que nin­guna razón de estructura nos pueda llevar a la divi­sión interna.

 

Ya en los primeros siglos se hizo la siguiente afir­mación: Allí donde está el obispo, allí está la Igle­sia. Se quería resaltar así la importancia del diri­gente como elemento unificador de la fe de la comunidad. Pero la hipertrofia de ese principio valioso puede llegar a extremos absurdos, precisa­mente por lo que tiene de reductor. Si un eventual cataclismo hiciese que un obispo o un sacerdote quedase aislado en una isla, él solo sería Iglesia y podría celebrar la Eucaristía. Pero si en otra isla que­dasen solos miles de seglares, ni serían Iglesia ni podrían celebrar la Eucaristía por muy creyentes que fuesen. Sencillamente anticristiano; pero la vigente normativa canónica, que yo sepa, no lo permitiría. Y a pesar de eso seguiría siendo anticristiano, "por­que donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" Nt 18,20).

 

Lo característico de los sacerdotes en todas las religiones, también en el judaísmo, era su papel de intermediarios entre el pueblo y la Divinidad. Al principio y al final del evangelio de Marcos hay dos escenas cuyo objeto es dejar claro que con Jesucristo ese papel se ha terminado: Después del bau­tismo de Jesús -¡que no era sacerdote!- "en cuanto salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu descender sobre Él en forma de paloma"; es que el Dios lejano se hace cercano con Jesús y con los hombres. En el momento de la muerte de Jesús, "el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo"; es que Dios, a quien sólo podía acercarse el Sumo Sacerdote, ya se comunica con todos.

 

Las primeras generaciones de cristianos así lo entendieron y no emplearon jamás el término de sacerdote para referirse a quienes desempeñaban la función de apóstoles o dirigentes. Lo eludieron conscientemente, no figurando ni una sola vez en el Nuevo Testamento con esa finalidad. Pero pronto, ya a partir de los siglos II y III la iglesia fue rejudaizándose, y entre las características de tal proceso degenerativo cabe destacar la vuelta al sacerdocio o ciericalización de los ministerios; y la vuelta a la ley, tratando de encorsetar el liberador mensaje cristiano mediante estructuras y concep­tos jurídicos.

 

Ya al final del primer milenio de cristianismo, y de forma especial en los primeros siglos del segundo, la evolución doctrinal sobre los sacra­mentos contribuyó a que quienes ya eran llamados sacerdotes terminasen por ser vistos como seres segregados del pueblo, para poder así expresar mejor que ejercían como representantes de Cristo, ',ipse Cristus", en la celebración o administración o suministro de los sacramentos, pues esa línea dege­nerativa siguieron los signos de nuestra fe.

 

Con todas estas reflexiones yo no pretendo cam­biar la actual organización de la Iglesia. Lo único que deseo es que los creyentes, sean obispos, sacer­dotes o seglares, recuperemos la primitiva e irre­nunciable concepción de que todos los dirigentes son nuestros hermanos. Si lo logramos, no habre­mos perdido nada; pero habremos ganado dos cosas importantes: que les amemos más, porque bien se lo merecen, y que no nos desentendamos de nues­tras responsabilidades para con la Iglesia.

 

Hay que devolver a la Iglesia su original sentido de comunidad de hermanos, en la que el único jefe es Jesucristo, y aun así un jefe que quiere ser visto como un hermano de los hombres y un h¡)o del mismo Santísimo Padre, el único Padre. Unica­mente de esa forma, sin necesidad de gastar ener­gías en defensa de una institución necesaria, será posible que la Iglesia aparezca ante el mundo como creíble y digna de ser tenida en cuenta.

 

Pienso que estas reflexiones sobre los dirigentes de la Iglesia no debieran ser tomadas como acusa­ciones o muestras de desafecto. Más bien deben ser tomadas como una humilde contribución al esfuerzo que ellos mismos están haciendo en los últimos años para erradicar de la mentalidad popu­lar una concepción que ha terminado por dividir a la Iglesia. Una Iglesia que, hay que reconocerlo, no aparece ante el mundo como una; ya no tanto por­que está dividida en múltiples confesiones cristia­nas, sino porque dentro de la propia Iglesia católica aparece claramente como formada por dos clases de personas. Y esto hasta tal punto que durante siglos la propia mayoría de los creyentes considera­ban y consideran Iglesia exclusivamente a sus diri­gentes; y todo lo más, a los religiosos.

 

Bien está el esfuerzo que se está haciendo para cambiar esta imagen, pero para ello me parece imprescindible y fundamental cambiar la imagen clerical del sacerdote. No basta con que la mayoría de ellos se sientan ya hermanos y no superiores. Es preciso que la concepción del sacerdocio se expli­que y se entienda de otra forma, aunque para eso se haga necesario suprimir algún elemento que conti­núa formando parte de su propia identidad. Posibi­lidades hay, sin que ello signifique disminuir para nada su admirable misión dentro de la comunidad y sin que los signos sacramentales sufran lo más mínimo en su riqueza expresiva. También los cre­yentes todos podemos comprender que hemos de ser cada uno otro Cristo ante los hombres y muje­res del mundo, sin necesidad de que lo andemos pregonando ante los demás. Yo tengo que ser la imagen de Cristo ante el mundo, pero si expresa­mente me presento como representante de Cristo, el mundo me rechazará como a un iluso.

 

Si es legítima la interpretación de ciertos textos de los evangelios para constituir un cuerpo de diri­gentes (aunque la historia ha terminado por demostrar que eso divide a la Iglesia), más legítimo será recordar otros muchos textos que tienen mayor peso y en los que se nos pide que todos sea­mos uno, iguales, hermanos.

No bastan las apelaciones al servicio ni las buenas intenciones. Es necesario que el sacerdocio se pre­sente y aparezca claramente como tal servicio, para desterrar la imagen de poder religioso -ya que el tem­poral es cosa pasada, aunque tenga sus pervivencias.

 

El propio Jesús resucitado que vive en nosotros y el don de la libertad que nos confiere su Espíritu, nos animan y nos fortalecen para que busquemos una solución a este problema real que sufre nuestra querida Iglesia.

 

¿Seré un hereje?

 

A1 releer todo lo que acabo de decir, yo mismo me hago de nuevo la pregunta que me hice muchas veces en los últimos años: ¿seré un hereje?

 

Y es que, según he tratado de explicar, necesito volver a convertir las piedras en panes que alimen­ten mi vida de fe.

 

La tradicional explicación, que comienza con una batalla mitológica cuyos paladines eran Lucifer y el Arcángel Miguel, me estorba más de lo que me aclara. Es una piedra de tropiezo para mi mentalidad.

La creación de una pareja perfecta, física, psico­lógica y moralmente, inmortal, que cediendo a la tentación del diablo en forma de serpiente, pierde sus dones preternaturales y arrastra a toda la Huma­nidad a heredar su culpa, es una piedra de tropiezo.

La Revelación entendida como una informa­ción que Dios comunica directamente, hablando, a determinados personajes, para que los demás obe­dezcamos lo que ellos nos dicen después, es para mí una piedra de tropiezo.

 

4          La Encarnación entendida como un descenso de I(una parte" de la Divinidad que se hace hombre virginalmente, es para mí un misterio, pero tam­bién una piedra de tropiezo si se intenta que en esa formulación explicativa centre mi fe.

 

La Redención entendida como un concepto jurí­dico mediante el cual soy salvado porque de alguna forma hubo un canje entre Jesucristo y Dios, o entre Jesucristo y el demonio, es para mi increíble, y por lo tanto una enorme piedra de tropiezo.

La Resurrección entendida como el regreso de Jesús para dar unas vueltas por Palestina durante cuarenta días, es para mí una piedra de tropiezo.

 

La explicación que pretende definir con precisión la esencia de Dios, es para mí una piedra de tropiezo.

La Eucaristía entendida como la transformación material del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo, es para mí una piedra de tropiezo.

Los ministerios entendidos como un poder que divide a la comunidad en dos clases de creyentes, los que mandan y los que obedecen, es para mí una piedra de tropiezo.

 

Da la impresión de que he convertido al Cate­cismo en un pedregal. En los meses siguientes a su publicación (ahora ya no es tema de conversa­ción), escuché con frecuencia algunas críticas sobre puntos que me parecen secundarios, pero no escuché a nadie que pareciese darle mucha importancia a la forma de expresar los anteriores con­ceptos. ¿Estaré algo "tocado", como explicación de que me parezcan tan importantes?

No pretendo acusar al Catecismo de que hace todas esas afirmaciones tal como acabo de exponer­las. Pero sí es cierto que algunos de esos conceptos los expone de esa forma; y los demás, aunque no sea de forma expresa, los da a entender por el lenguaje utilizado; y por lo pronto, no hace el mínimo esfuerzo para erradicarlos de la mentalidad popular, donde no han nacido por generación espontánea.

Cuando hablo con algunos amigos, especial­mente si no son creyentes o están alejados de la Iglesia, y les expongo estas ideas sobre mi particu­lar manera de entender la fe y de comprender a la Iglesia, todos me dicen que lo mío es una utopia, que ya les gustaría a ellos que fuese asi, pero que eso no tiene nada que ver con la Iglesia católica. Incluso me dicen que de ese modo yo no puedo seguir diciendo que pertenezco a la Iglesia católica. Siempre quedo preocupado.

Si les pido las razones por las que me excluyen de una institución a la que quiero seguir pertene­ciendo, la contestación resumida viene a decir que ser católico significa obedecer en todo a lo que mandan los jefes de la Iglesia.

Algunos de estos amigos no se preocupan para nada de lo que dice oficialmente la Iglesia, pero parecen tener una idea muy clara de lo que es ser católico. Ellos ya no se sienten verdaderamente católicos, pero al menos lo reconocen, y les extraña que yo quiera seguir siéndolo.

 

¿Será cierto que ser católico es dejar de pensar y limitarse a obedecer? ¿Habrá que quitarse también la cabeza cuando, al entrar en la Iglesia, se quita el sombrero?

 

A través de la ya larga historia de la Iglesia, las primitivas comunidades cristianas siempre han sido vistas como un modelo a seguir y una referen­cia indicativa para los creyentes críticos que ansia­ban renovar la situación concreta de la institución eclesial. En estos años post- conc i liares nuestra generación siente ese mismo impulso de vuelta a las fuentes originarias. Y precisamente al leer los testimonios de fe contenidos en los libros del Nuevo Testamento, sorprende el encontrarnos con disensiones, confrontaciones y aun herejes y anti­cristos, en unas comunidades que tenían tan cer­cana la presencia física de Jesús. Ya antes de los problemas que plantea la primera Carta de Juan hubo conflictos con los helenistas, y Pablo los tuvo con sus comunidades de Corinto y de Galacia, y hasta con el propio Pedro, con ocasión de las ten­dencias judaizantes.

 

Sorprende también cómo una misma fe en Jesucristo es formulada tan diversamente en las distin­tas tradiciones sinópticas, y más aún en el pauli­nismo o el joanismo.

Son datos que nos hacen reflexionar sobre la permanente tensión entre la tendencia uniforma­dora y monolítica de la Institución y la tendencia de algunos creyentes y comunidades a defender su derecho a comprender el Misterio de la fe de una forma más libre. Como resultado de tal tensión, se cae a veces en la herejía; pero también, con no menor frecuencia, en la opresión espiritual, que resulta aún más extraña que aquella a la Buena Nueva de Jesucristo.

 

Está visto que la fe también es una aventura, lo mismo que la vida entera, ya desde antes de nacer, hasta el momento de la muerte.

 

Reflexión particular:

 

-Yo creo en Dios, un Dios Creador que nos ama. Un Dios cercano, pero respetuoso con nuestra libertad. Un Dios que interviene en la Historia, pero exclusivamente a través de su soplo sobre la conciencia de los hombres.

 

-Yo creo en Jesucristo, el hombre Jesús, que fue totalmente fiel a las sugerencias de Dios, hasta el punto de morir como consecuencia de su actitud vital. Y que, a pesar de haber muerto, vive con Dios y con todos los hombres y mujeres que lo siguen.

 

-Yo creo en el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que me alienta y me impulsa a seguir la tarea de Jesús.

 

Y creer, lo que se dice creer, no creo nada más. Pero todo eso, 0 sólo eso, lo creo en la Iglesia, la comunidad de los creyentes en la que está presente Jesús y con quienes trato de vivir en comunión de fe, de vida y de esperanza. Y espero que el mismo Dios de Jesús hará posible que también yo traspase la muerte para vivir eternamente.

Ésta es mi fe. Poca cosa. Pero pienso que es lo único verdaderamente importante para darle sen­tido a mi vida. Y pienso también que esta pobre y particular forma de expresarla es comprensible para los hombres y mujeres de hoy. No niego otras ver­dades, ni otras formulaciones. Sencillamente, estoy convencido de que añadir muchos ropajes a este tesoro no sirve más que para crear confusión y ocultar lo esencial.

 

Deseo de todo corazón que esta fe mía se acer­que lo más posible a la fe de la Iglesia. Sólo podría hacer una cosa para estar absolutamente seguro de que nadie me encasille como hereje: hacer como que creo todo lo que me proponen. Yo no puedo hacer eso. Creo lo que creo y no puedo creer lo que no puedo creer.

 

Tendré que vivir en la duda y confiar en el vere­dicto de Dios, el único que conoce mi fe.

 

La Iglesia del Vaticano II

 

 

Entre los variados conceptos que utiliza el Con­cilio para definir a la Iglesia, me parecen espe­cialmente importantes la recuperación del término "Pueblo de Dios" y el de 1glesia como sacramento de salvación para el mundo".

 

Voy a detenerme en este último y en el signifi­cado de cada una de las palabras que forman parte de su enunciado. Probablemente me vea obligado a frecuentes repeticiones, pero valdrá la pena si con ello podemos reflexionar sobre cada una de las implicaciones de la afirmación. Al mismo tiempo que recordamos lo que se entiende por Iglesia, por sacramento, por salvación y por mundo, trataré de exponer los fundamentos de tal pretensión y los cambios posibles para llevar a cabo su cometido, sin olvidarnos de lo que eso puede significar para la propia Iglesia.

 

La Iglesia

 

La Iglesia está organizada por los hombres, pero podemos decir que fue fundada por Cristo, cuando envía al Espíritu sobre sus discípulos. Sólo de ese modo pueden comprender plenamente el profundo sentido de la vida y la muerte de Jesús. Y sólo a partir de entonces se sentirán vivificados e impulsados para cumplir la consigna "( ... ) y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8).

Decir lo que es la Iglesia, es a un tiempo fácil y difícil. Y eso precisamente porque la Iglesia es única, pero con una dimensión sociológica y otra espiritual.

 

-Por una parte es fácil. Se ve como una institu­ción, una sociedad formada por hombres y mujeres que, diciendo creer en Dios, manifiestan que Dios se reveló definitivamente en Jesucristo. Tal socie­dad tiene una estructura jerárquica, formada por hombres -no mujeres- con autoridad para definir lo que se debe creer, lo que se ha de practicar y cómo se debe vivir. Todo eso para obedecer a Dios, esperar su perdón, y conseguir una vida feliz des­pués de la muerte.

 

Ésta es la imagen que, en el mejor de los casos, reconociendo sus valores humanitarios, presentaría de la Iglesia un no creyente. Tristemente, pienso que tampoco tendría mucho mayor contenido la imagen que pudiera describir un buen número de cristianos. Si acaso, añadirían unas palabras para expresar sus conceptos de pecado, de penitencia, de sacrificio, de expiación; todos ellos relacionados con la necesidad de aplacar la merecida ira de Dios.

Por esto mismo, el cristianismo sería una reli­gión en la que hay obligación de creer ciertas ver­dades, aunque no nos expresen nada; en la que hay que practicar ciertos ritos, cuyo significado desco­nocemos; y en la que no se pueden hacer ciertas cosas, por la sencilla razón de que Dios lo prohíbe. ¿Dónde aparece aquí la salvación? Parece más bien una desgracia que nos hablasen de Jesucristo, por­que ¡qué libres y qué de otro modo podríamos vivir sin su moral limitadora, que prohíbe lo que más nos apetece! Pero, por si acaso, por si resulta cierto lo que dicen, es mejor cumplir. Claro, la consecuen­cía es nuestro aspecto de resignados y nuestra falta de la alegría de vivir.

 

Como consecuencia de ciertos comportamien­tos históricos, otra buena parte del mundo diría más cosas de la Iglesia. Diría que es una manipula­ción de los hombres y mujeres por parte de un grupo opresor, que juega con el temor y la ignoran­cia para someter a la mayoría. Diría que es opio del pueblo, para que, pensando en el más allá ilusorio, no desespere ante tanto sufrimiento humano.

 

Todo esto, incluso lo expresado en las primeras líneas como imagen de la institución humana de la Iglesia, no es nada. No es la Iglesia, si ésta, además, no es otra cosa.

 

-Por otra parte es difícil. La Iglesia es un miste­rio, en cuanto que Cristo forma parte esencial de la misma. Él está presente en la Iglesia, pero esa presencia, sólo perceptible desde la fe, no se deja ence­rrar en definiciones absolutas. Por eso mismo se necesita de imágenes, de símbolos que expresen de alguna forma sensible la realidad de la que habla­mos.

Su propio nombre, Iglesia, tiene un significado de asamblea, y concretamente de asamblea que glorifica a Dios, con claras raíces en el Antiguo Testamento. En la traducción griega de la Biblia es el término con el que se hacía referencia a la asam­blea de los israelitas dirigidos por Moisés en el Éxodo.

 

Las imágenes empleadas para describir ese mis­terio han sido muchas. Ha sido comparada con un redil, una red, una viña; ha sido llamada familia de Dios, templo de Dios, edificio, pueblo santo, pue­blo de la Nueva Alianza, el Nuevo Israel, la Nueva Jerusalén, esposa de Cristo, pleroma de Cristo, Cuerpo de Cristo, Pueblo de Dios. No es el momento de detenernos en el significado de cada uno de estos y otros muchos nombres. Sólo señalar que cada uno pone el acento en una de las muchas dimensiones del misterio. A San Pablo se deben ya muchos de esos títulos, y en sus Cartas profundiza con amplitud para explicarlos.

A lo largo de la historia, y durante mucho tiempo, se gastaron copiosas energías en presentar a la Iglesia como una sociedad perfecta. Ya en la primera mitad del siglo actual, aún sin olvidar tal valoración, se señaló más su dimensión espiritual, como pone de manifiesto la encíclica Mystici Cor­poris, publicada en 1943.

Todos los documentos del Concilio Vaticano 11 giran en torno a temas eclesiales. El título más aca­riciado para definir a la Iglesia es el de Pueblo de Dios. Esto permitió recuperar importantísimos aspectos que habían sido casi olvidados, constitu­yéndose en palanca de enormes dinamismos. Tan, tos que, a veces, ha habido tendencias proclives a

olvidar otras dimensiones también esenciales de la Iglesia. En el Sínodo extraordinario de 1985 se hace una especie de balance de los frutos del Concilio, y se confirma la afortunada recuperación del título Pueblo de Dios; pero se recuerda que eso no debe

hacer olvidar que la Iglesia sólo puede ser Pueblo de Dios cuando es el Cuerpo de Cristo. Se trata de que no olvidemos las primeras palabras de la Lumen Gentium, cuando dice que la Iglesia es un Misterio.

      Pienso que el Cardenal Ratzinger tiene mucha razón cuando afirma que la actual crisis de la Igle­sia se debe al desacuerdo sobre el concepto de la misma'[20]. Explica bien cómo de esa comprensión derivan consecuencias para la aceptación de los dogmas y de la moral propuesta. Eso no me impide decir que la crisis que él ve con pesimismo, otros muchos la veamos como crisis de rejuveneci­miento. Habrá que confiar en el Espíritu. Es cierto que hubo deslumbramientos, pero quizá nunca en la historia de los concilios se ha encendido y pro­yectado un haz de luz que se le pUeda comparar.

 

La Iglesia, sacramento

 

E1 Vaticano II define a la Iglesia como sacra­mento de salvación universal. Esto significa que deja de considerarse a sí misma como la socie­dad perfecta y se autodefine como comunidad, mis­terio y pueblo de Dios, que no se identifica con la salvación, sino que se considera sacramento, o sea, lugar donde la salvación se hace visible y simbólica.

 

La palabra sacramento tiene el significado de una acción que hace referencia a lo sagrado. Son ritos con un profundo contenido antropológico. Los signos sacramentales tienen una especial importancia, en cuanto el hombre no es sólo espí­ritu, sino que substancialmente es también cuerpo. Por ello, las realidades de fe adquieren su mayor plenitud vivencial cuando son expresadas y cele­bradas mediante unos signos visibles.

 

El hombre pasa a lo largo de su vida por momen­tos de especial intensidad, que en todas las culturas se celebran con los llamados ritos de paso. El cristianismo, como religión especialmente atenta a los valores del hombre, entiende que Dios puede hacerse especialmente presente en esos momentos de la vida, para ayudarle graciosamente. Por eso los siete sacramentos coinciden en la vida del hombre con su nacimiento, su adolescencia, su necesidad de perdón, su deseo de experimentar la presencia del Señor resucitado, su consagración especial al servicio de la comunidad, su realización como hombre y mujer para formar una comunidad de vidal y su necesidad de ayuda ante la enfermedad y la cercanía de la muerte.

 

Desde San Agustín, los sacramentos se definen como signos visibles de la gracia invisible. Tal defi­nición continúa siendo correcta, pero dio lugar a muchos equívocos. A fin de enlazar mejor el signo con la gracia significada, se afirmara a partir de la Edad Media que el sacramento es causa instrumen­tal. Con motivo de la polémica antiprotestante, el Concilio de Trento acentuará la dimensión de la eficacia sacramental, quedando más en penumbra el aspecto de signo. Desde entonces, cada vez se afirmará más claramente que los sacramentos son instrumentos eficaces de la gracia.

 

Teológicamente se matiza lo suficiente como para que el sentido de los sacramentos continúe siendo correcto, pero a nivel de comprensión popular tiene lugar una verdadera deformación. Los sacramentos pasan a ser canales de gracia que la Iglesia "suministra" y que la conceden de forma automática. Trento presuponía la fe, pero en la práctica terminamos por darles más importancia a los ritos que a la fe, la cual imprescindiblemente debía sustentarlos y darles sentido. Se identifica al buen católico como al que recibe regularmente los sacramentos, quedando en segundo lugar su com­promiso de vida con los demás. De ahí, a que fun­cionen como ritos mágicos, hay poco trecho. Y eso sería lo más anticristiano que pueda imaginarse. Ritos paganos con formulación cristiana.

 

El Vaticano 11 se hizo eco de una corriente teo­lógica que desde hacía varios decenios trataba de recuperar la primitiva idea de Iglesia, adaptándola a nuestra época. Y también en los sacramentos se insiste más en su significado de símbolo de la fe y celebración consciente de la misma. Continúan siendo signos eficaces de la gracia, pero con más clara articulación con la Iglesia, a la que se concibe como sacramento de salvación. Cristo es el autor de los sacramentos, pero ya no importa tanto el buscar, más o menos artificiosamente, el momento en que pudo haber instituido cada uno, como el comprender que es su autor en la medida en que lo es de la Iglesia. Cristo es el sacramento primordial y la Iglesia el protosacramento'[21].

 

Pero la tarea de ser signo, sacramento para el mundo, no la llevará a cabo centrándose priorita­riamente en los sacramentos, por muy bien que los celebremos. La Iglesia tiene que entender que ser sacramento de Cristo significa sobre todo preocu­parse de los pobres. Y no se trata sólo de ayudarlos con nuestras limosnas y nuestros esfuerzos por su promoción social. Eso es necesario, pero es aún más importante que nos hagamos pobres con los pobres. Lo cual no significa únicamente que renun­ciemos al dinero, sino que renunciemos también a los restos de poder. Tenemos que presentarnos ante el mundo con humildad, ofreciendo nuestra pro­puesta con convicción, como el camino que enten­demos como el más humano, pero sin que demos la impresión de pregonar la verdad absoluta.

 

Y tenemos que conseguir que el mundo se dé cuenta claramente de que nuestra preocupación por los pobres es mucho más importante que la per­misividad o la facilidad para nuestras manifestacio­nes religiosas. La Iglesia tiene que ser la voz de los sin voz, la defensora de los derechos humanos para todos antes que para ella misma.

 

Sólo así, despojándonos de la poca riqueza que nos queda, y renunciando al escaso poder que aún nos conceden, podremos recuperar el prestigio que hemos perdido. Ese prestigio, no buscado, será el signo real de que las preocupaciones de Jesucristo son también las nuestras.

 

 

          La Iglesia, sacramento de salvación

 

Decimos que la Iglesia es el sacramento de Cristo, y que Él es nuestro Salvador. ¿De qué, cómo y para qué nos salva?

 

¿De qué nos salva?

 

La primera condición para aceptar la necesidad de ser salvados es que nos sintamos en peligro. Los israelitas en Egipto se sentían esclavizados, oprimi­dos por un pueblo poderoso que no respetaba sus derechos. Cuando Yavé se compadece y decide ter­minar con esa situación (así lo entendieron), ellos aceptan la ayuda de su fuerte brazo, porque la libe­ración es algo que comprenden y que necesitan. Para que también hoy el mundo acepte una pro­puesta de salvación, debe tener conciencia de que está esclavizado.

 

¿Está el mundo esclavizado? No hace falta abrir mucho los ojos para comprobar los sufrimientos, las alienaciones y las angustias de los hombres que viven en el siglo XX. Los creyentes pensamos que si alguien nos liberara de la esclavitud del pecado colectivo y de los pecados individuales podría construirse otro mundo donde la paz y la justicia estuviesen presentes en todas las situaciones. Y pensamos que si alguien nos garantizase una vida feliz después de la muerte, no estaríamos tan angus­tiados.

 

¿Hay conciencia de esclavitud? A un mundo secularizado, donde la idea de Dios y del pecado son términos desligados de la vida diaria, decirle que Jesús vino a liberarnos del pecado es algo que no conmueve para nada. Incluso para muchos cris­tianos, la redención efectuada por Jesús se entiende como un sacrificio expiatorio exigido por el Dios ofendido. Se le está ciertamente agradecidos, por­que sufrió para que Dios nos perdone; pero a eso se le da un sentido de salvación para el más allá, sin una relación evidente con la vida de este mundo. A esta visión contribuyó en gran medida una pie­dad mal explicada y peor entendida.

 

Es necesario un inmenso esfuerzo pastoral y una formulación con lenguaje actual para que los conte­nidos de la Redención sean comprensibles para el hombre de hoy. Si decimos que Jesús es el hombre que nos muestra con su vida el modelo de hombre querido por Dios desde la Creación, el hombre que muestra que la voluntad del Padre es el amor a los hermanos, hasta el punto de dar la vida antes que claudicar de su misión, quizá sea más asequible com­prender que Jesucristo nos salva: del alejamiento de Dios, de una visión equivocada de Dios, de nuestro egoísmo, de la angustia causada por el sufrimiento y el temor a la muerte, y de la desesperación, porque le da sentido a la vida y a la misma muerte.

 

¿Cómo nos salva?

 

Jesucristo es el hombre que nos muestra la misericordia infinita de Dios. Él es el que conduce nuestra naturaleza hasta su perfecto desarrollo. El hombre tipo Adán desobedece a Dios y se pierde. El hombre tipo Cristo obedece a Dios y se salva, se hace verdadero hombre.

 

El hombre es un ser escindido. Ha sido creado para el amor, para la entrega a los demás. Sólo con esa entrega puede encontrarse a sí mismo: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 16,25). El egoísmo, como pecado original universal que afecta a todos los hombres, constituye un renunciar a la comunión con Dios, un alejarse del designio para el que Dios creó al hombre. Entonces el hombre se deja guiar por el afán de dinero, de poder y de prestigio, y olvida su misión de entrega a los demás. Quiere encontrarse a sí mismo, desobedeciendo a Dios, y se pierde, porque eso es el pecado: alejarse de la fuente de vida que es Dios.

 

Puesto que Cristo es el hombre perfecto que cumple en plenitud el designio divino para todos los hombres, se comprende que es nuestro Salvador, pues manifiesta plenamente el hombre al propio hombre. Su salvación sólo requiere ahora que sea aceptada libremente, porque Dios no se impone al hombre, se le ofrece. Se ofrece en Cristo de un modo humano para que podamos encontrarlo. De esta forma Cristo es el modelo, la norma y el criterio para todo hombre que quiera realizarse como tal. No sólo nos trae la salvación de Dios, sino que él mismo es nuestra salvación. Olvidándose de sí mismo, se identifica con la causa de Dios, que es la salvación, la felicidad de los hombres.

 

¿Para qué nos salva?

 

Para lo que habíamos sido creados. En Cristo se identifican la Creación y la Redención. Salvados para vivir, ya desde ahora y eternamente con Dios. La Humanidad había extraviado el rumbo; el egoísmo, el pecado, el alejamiento de Dios, nos conducían a la muerte, porque muerte es permanecer lejos de Dios. En Cristo se nos ha mostrado que el designio salvador de Dios es más fuerte que todo el mal.

 

La Iglesia, sacramento de salvación para el mundo

 

Mundo

 

L a palabra mundo tiene diversos significados. Todo el universo es mundo, y como tal todo está en relación con Dios y con los hombres. Pero, en cuanto objeto de las relaciones con la Iglesia, nos limitaremos a su referencia a los hombres y mujeres, a la Humanidad. Y aún así habrá que dis­tinguir entre el mundo como creación de Dios y el mundo como opuesto a sus designios. Habrá que distinguir también entre el mundo presente y el mundo venidero.

 

La Biblia muestra desde el principio al final esas tensiones. Presenta al mundo como obra salida de las manos de Dios, como su primer acto de salva­ción para los hombres. Se detiene muy pronto en poner de manifiesto cómo, desde el principio, el hombre se desvió de los designios divinos, y cómo Dios interviene constantemente para salvarlo. Todas las corrientes mesiánicas expresan el deseo de un mundo renovado. En el Nuevo Testamento se nos narra la intervención máxima y definitiva, que no la última, de Dios en Jesucristo, quien inau­gura ese mundo renovado, como nueva creación. Y se alienta la esperanza escatológica, afirmando que Él es el primogénito, pero que toda la Humanidad está llamada a formar parte de ese mundo inaugu­rado por Él.

 

La Iglesia en el mundo

 

Los aspectos negativos del mundo son presenta­dos especialmente en el Evangelio según San Juan, cuando recurre a sus típicas contraposiciones de vida-muerte, luz-tinieblas, etc.: "Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único" (3,16), pero Jesús no es del mundo (8,23; 17,14) ni tampoco su Reino (18,36). El mundo no tiene ningún poder sobre Él (14,30);,por eso el mundo le odia (15,18), a pesar de que El es su luz (9,5), le trae la vida (6,33) y viene a salvarlo (12,47).

 

Toda la existencia de las primeras generaciones de cristianos se nos presenta como contrapuesta al mundo. El ambiente apocalíptico contribuye no poco a esa visión. En la Carta de Santiago se nos dice que los cristianos deben guardarse de la con­taminación del mundo (1,27); incluso se afirma que la amistad con el mundo es enemistad con Dios (4,4). Los cristianos no deben amar al mundo, dice 1 Jn 2,15. "No queráis vivir conforme a este mundo", dice Pablo en Rm 12,2.

 

A lo largo de la historia de la Iglesia no se olvidó nunca la distinción entre el mundo de la iniquidad, al que no debe imitarse, y ese mismo mundo al que los cristianos deben llevar a Cristo, amándolo como Él lo hizo. Pero no siempre se puso el mismo acento sobre ambos aspectos. Por citar algunos momentos históricos, recordemos como típicos de la huida del mundo la aparición del monacato, la espiritualidad de la época de Tomás de Kempis y la lucha contra el Modernismo, que alcanzó hasta los primeros decenios del siglo XX. No es que tal huida del mundo significara despreocupación por él, como lo demuestra el esfuerzo misional de todas las épocas; es que predominaba la visión del mundo como lugar del pecado. Tal visión permitía aflorar ciertos rasgos de orgullo, con poca sensibilidad para cualquier valor que no estuviese contenido dentro de la institución eclesial.

 

Todavía queda un aspecto importante a consi­derar, antes de pasar a exponer cómo la Iglesia es sacramento para el mundo. Me refiero a la diferen­cia o igualdad entre mundo e Iglesia. Es evidente que la Iglesia está constituida por una parte del mundo, y en tal sentido no hay posible confusión. Pero, ¿debe terminar la Iglesia identificándose con el mundo, hasta el punto de que todos los hombres pertenezcan a ella?

 

¿Sigue siendo válida la antigua afirmación de que fuera de la Iglesia no hay salvación?

 

Detrás de tales preguntas está la consideración de que hay una relación entre el pueblo de Dios universal, que coincide con la Humanidad, y el pueblo de Dios creyente, que está formado por quienes reconocen a Cristo como el Salvador y forman así el Cuerpo del Señor, la Iglesia. Por no extenderme en otras consideraciones, como la de los llamados cristianos anónimos, me limitaré a decir lo siguiente:

 

-En relación con la primera pregunta, recorda­remos que "todos los hombres son llamados a formar parte del pueblo de Dios. Por lo cual este Pue­blo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempo? (Lumen Gentium, 13). Pero el mundo acabará identificándose con la Iglesia sólo al final de los tiempos, e incluso puede ser que no de una forma expresa. Y ello porque la libertad de los hombres, que es un don de Dios, hace que, aunque la salvación esté realizada para todos, no todos la acepten. Jesús ya fue claro a este respecto, invitando al seguimiento, sin impo­siciones. En algunas etapas de la historia de la iglesia, se llevó el celo más allá de esa norma vin­culante, tratando de formar una cristiandad con métodos coercitivos. De nuevo hoy nos damos cuenta de la radical importancia de aquella acti­tud de Jesús, y se ofrece el mensaje respetando la libertad humana.

 

-En relación con la segunda pregunta, el Espíritu de Cristo es muy libre de actuar, moviendo la conciencia de los otros creyentes y de los no cre­yentes, en el sentido de vivir según la voluntad de Dios, amando a los hermanos. En Mt 25,34-40 se ve cómo muchos elegidos, que no recuerdan haberse encontrado con Cristo, son llamados a dis­frutar del Reino, porque "cuanto hicisteis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hicisteis". Y el Concilio no sólo considera hermanas a las otras confesiones cristianas que no pertenecen a la Igle­sia católica, sino que resalta los valores de las demás religiones y aun reconoce que el Espíritu sopla también entre los no creyentes.

 

Desde los primeros siglos del cristianismo hasta hace bien pocos años, se hicieron múltiples refle­xiones, con frecuencia de tipo excluyente, sobre ese principio de que fuera de la Iglesia no hay sal­vación. Pero quizá la fuerza del mismo no radique en crear fronteras, sino en poner de manifiesto la mediación universal de la Iglesia de Cristo. Y eso no puede significar un "racionamiento" de la gracia de Dios.

 

La Iglesia para el mundo

 

Ya Israel constituyó como un sacramento entre las naciones, pues la elección de Abraham tiene un claro sentido universal, para que en él sean bende­cidas todas las naciones de la Tierra (Gri 12,3).

 

Dios quiere que todos los hombres se salven. La Iglesia se siente depositaria de la salvación reali­zada por Cristo, y se ve a sí misma como instru­mento en beneficio de todos los hombres. El Con­cilio Vaticano 11 lo expresa muy bien, y de él entre­sacamos algunos textos:

 

"La Iglesia se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia". "Es la persona humana la que hay que salvar". "Es la sociedad humana la que hay que renovar". "La razón de ser de la Iglesia es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dio?. "Para cumplir su misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la Época e interpretarlos a la luz del Evangelio".

 

Yo asumo estas afirmaciones del Concilio. Le quedo agradecido a los dirigentes que las han expresado. Amo a una Iglesia que se siente instru­mento de Dios. Sí, después de haber hecho tantas y tan graves observaciones a la presentación ofi­cial de nuestra fe en casi todas las páginas de este librillo, yo sigo amando a la Iglesia, es que debo de ser un hereje muy extraño. Pero, como buen hereje, soy contumaz y persisto en mis adverten­cias, para que todos cuantos formamos la Iglesia no nos creamos que esas afirmaciones ya son reali­dad y hagamos el esfuerzo necesario para que lle­guen a serlo.

 

Condiciones para que la Iglesia sea sacramento de salvación para el mundo

 

Si lo peculiar del sacramento es que sea un signo visible que expresa otra realidad invisible, y si real­mente la Iglesia quiere cumplir su misión, hemos de esforzarnos para que el mundo pueda ver en ella lo que decimos ser: el Cuerpo de Cristo. Puesto que ya contamos con la fuerza del Espíritu, tendremos que procurar por nuestra parte que resalten aque­llas características o notas que la definen:

 

-Debe ser Una. Para que la Iglesia sea signo de unidad, todos los que nos confesamos cristianos debemos avanzar en el espíritu ecuménico, fijándo­nos más en lo que nos une que en lo que nos separa: "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4,4). "Que todos sean una misma cosa, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos estén en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" & 17,21).

 

Una sola es la Iglesia de Jesucristo. Muchas son, sin embargo, las comunidades cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la ver­dadera Iglesia de Jesucristo. Esta división es un escándalo para el mundo. Y yo pienso que conside­rar como insalvables las diferencias que tenemos, es una muestra de orgullo "imperdonable". En la propia Iglesia católica se ha de procurar no con­fundir la unidad con la uniformidad. El pluralismo en las expresiones es enriquecedor.

 

-Debe ser Santa. Los cristianos, con frecuencia, velamos más bien que revelamos el genuino rostro de Dios. El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno le los más graves errores de nuestra época.

 

Las energías que la Iglesia puede comunicar a la actual sociedad humana radican en su fe y en su caridad aplicadas a la vida práctica. Los cristianos están llamados por Dios para que contribuyan a la santificación del mundo, y de este modo descu­bran a Cristo a los demás, brillando, ante todo, con el testimonio de su vida, en la fe, esperanza y caridad. Todos los discípulos de Cristo han de ofrecerse a sí mismos, han de dar testimonio de Cristo en todo lugar, y, a quien se lo pidiere, han de dar también razón de la esperanza que tienen en la vida eterna.

 

No entrecomillo estas frases, porque las siento como mías.

 

-Debe ser Católica. La Iglesia se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo.

 

La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe actuar en el mundo con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a las concretas condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió.

 

Esto significa, a mi entender, que ser católica no quiere decir únicamente que se extienda por el mundo entero. Quiere decir también que se preo­cupe especialmente de aquellos por quienes se preocupó Jesús en primer lugar: los pobres, los marginados, los que permanecen en la miseria, de cual­quier tipo que ésta sea.

 

Y quiere decir también, que para ser católica es necesario que tenga en cuenta las circunstancias de

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la Epoca en la que vivimos. Si nos empeñamos en seguir hablando un lenguaje que para nuestra cul­tura resulta extraño, la encarnación de la Iglesia en el mundo tendrá ya poco que ver con la de Jesús.

 

-Debe ser Apostólica. Es la fe la que ha de ser apostólica. Pero una fe apostólica no consiste en un depósito de verdades eternas, ni en que sea transmitida por una cadena ininterrumpida de per­sonas ungidas. Será apostólica, si mantiene viva en los creyentes la actitud que Jesús nos propuso con sus palabras, sus obras, su muerte y su resurrección.

 

El Concilio, o sea, la Iglesia reunida, dice que intenta proponer la genuina doctrina acerca de la Revelación y su transmisión, a fin de que el mundo entero, oyendo el pregón de la salud eterna, crea, creyendo espere, y esperando ame.

 

No caigamos en el error de pensar que ya está todo hecho, y continuemos la hermosa tarea que nos propuso el Concilio. Durante cuatrocientos años, la Iglesia ha tratado de vivir su fe según las directrices del Concilio de Trento. Yo no dudo de que ese concilio haya sido muy importante, pero me parece que se ha utilizado durante demasiado tiempo para sujetar las alas del Espíritu.

 

El Concilio Vaticano 11 ha significado una aper­tura a las realidades del mundo y a los valores de la Modernidad. Pero me parece observar en los últi­mos años una clara tendencia a entender sus con­clusiones como definitivas. Pienso que ni debe tomarse como un principio ni como un final. La Iglesia vive desde hace dos mil años, pero es nece­sario que su vitalidad se exprese permanentemente, conducida por orientaciones, pero no encadenada por las conclusiones del último concilio.

 

 

 

 

La Nueva Evangelización

 

La necesidad de una Nueva Evangelización

 

            Resulta extraño que después de dos mil años necesitemos hablar de Nueva Evangelización, lo que realmente significa, sobre todo, reevangeli­zación. Hace mucho tiempo que se oían voces diversas advirtiendo que la Cristiandad no se muestra tan cristiana como su nombre quiere indi­car.

Y ha sido un verdadero don del Espíritu el que la Iglesia haya tomado conciencia de que necesita renovarse constantemente, para permanecer fiel a su misión de anunciar al mundo la Buena Noticia de Jesús. Si, como algunos pensamos, la Iglesia está dormida, parece que al menos entreabre de cuando en vez los ojos. Confiemos en que sea un indicio esperanzador.

Pero, a mi juicio, existe un grave peligro de que la Nueva Evangelización quede desvirtuada por dos posibles malentendidos: Por una parte, pudiera entenderse con ese término el redoblar los esfuer­zos para atraer a la Iglesia a quienes aún no perte­necen a ella. Por otra parte, pudiera entenderse que se trata de recuperar a quienes, en este tiempo de secularización, se han ido alejando de la prác­tica religiosa. Por supuesto que ambas cosas son tarea de la Iglesia, pero, precisamente para que pueda realizarlas, es necesario que antes se evange­lice a sí misma, es decir, que reflexione sobre su fidelidad o infidelidad a Jesucristo.

 

Puesto que es Jesucristo el objeto de nuestra fe, y es a Jesucristo al que tenemos que ofrecer humil­demente a los demás, la Iglesia debe hacer un alto en el camino, sacudirse el polvo de la historia, escrutar los signos de los tiempos y obedecer a la llamada del Espíritu, para acercarnos más al Jesús de la Historia y poder así mostrar más claramente al Jesucristo de la fe. Hasta tal punto, que quienes quieran escuchar y quienes quieran ver, tengan la posibilidad de comprobar que el cristianismo es realmente una Buena Noticia para la Humanidad, y que verdaderamente la Iglesia es lo que debe ser: el comienzo del Reino de Dios, porque en ella vive el Señor resucitado.

 

Debemos hacer un alto en el camino

 

De alguna forma la Iglesia hizo un alto en el camino con el Concilio Vaticano 11. El hecho mismo de que estemos hablando de nueva evange­lización, es fruto de ese acontecimiento. Pero hemos de ser sinceros, y reconocer que el Concilio

 

no ha sido para la inmensa mayoría de los cristia­nos más que un acontecimiento, y esa palabra es excesiva, cuyos únicos signos son apenas algo más que unos cuantos cambios litúrgicos. Por otra parte, la etapa post-conciliar deja ver claramente cómo el horizonte se presenta problemático.

 

Algunos entienden que es grave el peligro de la disgregación, y que para mantener la unidad hay que volver a la uniformidad, a la sacralización; en definitiva, a la obediencia. Están en su derecho, puesto que admitimos que lo hacen con buena intención. Pero otros pensamos que ese tipo de añoranzas son esterilizadoras, y que se debe promo­ver la diversidad, la encarnación en el mundo y la responsabilidad personal; en definitiva, la libertad. Y puesto que también lo hacemos con buena intención, esperamos que se nos respete y se nos escuche.

 

Debemos sacudirnos el polvo de la Historia

 

La Iglesia ha de ser el sacramento de Cristo. Cada cristiano ha de ser un signo de Cristo. Permí­tanme describir irónicamente, pero con pretensio­nes de expresar así la realidad, cómo un cristiano medio entiende a Jesús y a sí mismo, y cómo el mundo de los no creyentes ve al cristiano y, a tra­vés de él, a Jesús. Tres hechos modelaron la imagen que el cristiano medio tiene hoy de Jesucristo y de sí mismo: La lectura de la Biblia como un conjunto de anécdotas sagradas, la sacralización de los minis­terios, y la cosificación de los sacramentos. Vea­mos:

 

Dios estaba enfadado con la Humanidad, como consecuencia del pecado de Adán. En su infinita bondad, envía a su Hijo para que misteriosamente se haga hombre en el vientre de María. Nace en la pobreza, pero rodeado de impresionantes signos celestiales. Jesús pasa por la vida realizando fantás­ticos milalros en compañía de doce apóstoles esco­gidos por El, y muere en la cruz después de soportar una horrible pasión, reconciliando de esa forma a Dios Padre con la Humanidad. Resucita, o sea, revive al tercer día. Pasa cuarenta días aparecién­dose esporádica y fantasmalmente a sus apóstoles; y un buen día asciende al cielo, se supone que lenta­mente al principio y raudo como un OVNI des­pués, para vivir desde entonces en el cielo y en el Santísimo Sacramento del Altar.

 

Desde entonces, todo el que se entere de esa his­toria tiene la obligación, so pena de condenarse eternamente, de bautizarse, creer las verdades con­tenidas en esa historia, y algunas más, cumplir escrupulosamente los mandamientos que Dios había dado a Moisés, y algunos más, y recibir los sacramentos puntualmente. Ah, y no olvidar que el representante de Jesús es el Papa, quien a través de los obispos y sacerdotes nos instruye sobre lo que hay que creer, y nos advierte sobre cómo debemos comportarnos. Y reconocer que, entre todos ellos, nos obtienen favores de Dios mediante las corres­pondientes ofrendas, en especial mediante el sacri­ficio de la Misa, y que nos santifican administrán­donos los sacramentos. Esperamos así evitar la con­denación eterna e ir al cielo. Aunque esto último es opinable, por supuesto, porque de allí nadie vol­vió.

 

¿Les parece una broma7 Yo estoy casi llorando, pero puedo asegurarles que durante muchos años ésa fue, poco más o menos, la forma que tenía de entender lo que era ser un buen católico. ¿Sería yo el único?

 

¿Y cómo verá el no creyente a ese tipo de cris­tiano? Pues como un crédulo que admite acrítica­mente una historia mitológica, elaborada alrededor de un buen hombre que vivió en Palestina hace dos mil años. Le concede el derecho de creer en lo que quiera, como a cualquier otro que pertenezca a cualquier religión, pero no encuentra ninguna rela­ción entre esa creencia y la vida real.

 

En el supuesto de que continúe habiendo cris­tianos que piensen de esa forma -y yo estoy con­vencido de que así piensan la mayoría de los mejores-, ¿siguen creyendo que mi preocupación por cambiar la manera de expresar y explicar lo fundamental de nuestra fe, es un simple capricho de un protestón descarriado? ¡Pues ya es hora de   tomar medidas, de una santa o endemoniada vez! Disculpen, pero es que, además de llorar, siento rabia.

 

Debemos escuchar los signos de los tiempos

 

Es evidente que la Humanidad está en crisis. Crisis de crecimiento, pero no sólo demográfico. Está cambiando a nivel planetario la cosmovisión y la autocomprensión que el hombre tiene de sí mismo. Se va extendiendo la conciencia de que la dignidad del hombre exige que sean reconocidos sus derechos a la autonomía, a la libertad. Y esto incluso, o sobre todo, en lo sagrado. Hay un pro­ceso de desacralización, de secularización. Es cierto que en esta crisis existe el peligro de abandonar a Dios. Pero es una crisis necesaria, como necesaria es la crisis de la pubertad en el niño. Dios creó al hombre para que sea adulto, para que se haga adulto a sí mismo. ¡Bendita secularización, si la entendemos como un don de Dios!

 

Y ese cristiano medio que describíamos, ¿es un hombre adulto? Ciertamente que no. Pero lo grave es que tampoco es un niño. Es un ser que no merece crédito. Yo no me atrevo, pero San Pablo, más valiente, no dudaría en llamarle estúpido. No es de extrañar que tantos abandonen esa fe, ese Cristo y ese Dios. ¡Y yo me alegro!

 

 

El valor del Nuevo Testamento para la Iglesia de hoy

 

 

            E1 conjunto de los libros del Nuevo Testamento está formado por las primeras predicaciones que son vinculantes para la Iglesia. Pero tales predicacio­nes están elaboradas con el lenguaje de entonces, y pretenden hacer presente a Jesús en las circunstan­cias concretas de ese tiempo. Es cierto que nosotros no podemos conocer a Jesús, si no lo escuchamos a través de esos testimonios, pero vincularnos literal­mente a cada uno de sus textos es cerrar las puertas al Espíritu. La absoluta sacralización del Nuevo Tes­tamento significa despreciar al Espíritu Santo.

 

Pablo no conoció los evangelios, pero conocía el Evangelio y se atreve a contradecir aparentemente a Jesús, permitiendo la ruptura de algunos matri­monios. El llamado "privilegio paulino" es un ejem­plo de que donde está el Espíritu está la libertad. Y la libertad del cristiano exige que se rompan todas las cadenas, no permitiendo que algunos textos del Nuevo Testamento nos amordacen, como ha ocu­rrido más de una vez en la historia de la Iglesia.

 

Estas fuertes palabras vienen a cuento, porque pienso que hay dos graves malentendidos en la comprensión de Jesucristo por parte de los propios cristianos. Y estimo que son debidos a un excesivo respeto al lenguaje usado en los textos bíblicos.

 

La "excesiva" valoración de Cristo sobre Jesús

 

Cuando se escribieron los evangelios, los cristia­nos confesaban ya a Jesús como Cristo y Señor. Parece probable que entre las intenciones de los evangelistas estuviese presente el recordar a los cris­tianos que ese Cristo y Señor era el mismo Jesús de Nazaret, el que había vivido y muerto como viven y mueren los hombres. Solamente gracias al Espí­ritu pudieron llegar a comprender que en el Jesús terreno se manifestaba Dios. Y si tuvieron acceso a Cristo, fue exclusivamente a través de Jesús.

 

El proceso de nuestra fe sigue el camino inverso. Se nos dice primero que Jesús es Dios, y a partir de ahí es sumamente difícil el que Jesús le dé sentido a nuestra vida. Lo convertimos en un ídolo, a quien es fácil adorar; pero no lo vemos como al Hombre al que hay que seguir. Incluso a veces el intento se toma como presunciones, puesto que Él era Dios, y nosotros, simples hombres. Pensamos que la fe consiste en admitir que Jesús era Dios. Cuando decimos que Él es el Camino, la Verdad y la Vida, no caemos fácilmente en la cuenta de que lo que se quiere afirmar ahí es que el camino, la actitud de Jesús durante su vida, es el modelo que se ha de seguir p~ra la verdadera vida del hombre. Y es así, porque El realiza a la perfección el proyecto que Dios tiene desde siempre para todos los hombres.

 

Si de verdad queremos anunciar al mundo el Evangelio, es necesario que obedezcamos a la lla, mada del Espíritu para acercarnos al Jesús de la Historia. También a nosotros, como ocurrió con los discípulos, nos llevará después a la comprensión de que ese Jesús es Cristo, el Señor, Dios.

 

La "excesiva" valoración de la Pasión y Muerte de Jesús

 

La muerte de un hombre puede ser la máxima confirmación de su vida. Y ciertamente ése fue el caso de Jesús. Por eso tenemos derecho a prestar adoración a la cruz, aunque, pensándolo bien, debiéramos odiarla. Pero Jesús no murió por casua­lidad, ni fundamentalmente por la perversidad de quienes lo mataron. Murió como consecuencia de su vida. Fue ejecutado porque, con su manera de hablar y de obrar, estorbaba a los poderes políticos y especialmente a los poderes religiosos. Y no olvi­demos que esos poderes religiosos representaban al Pueblo de Dios, el mismo Pueblo de Dios al que pertenecía Jesús como creyente.

 

El Nuevo Testamento afirma que Jesús va a la muerte por su voluntad, obedeciendo a su Padre. Tal afirmación, correcta para los teólogos, es tre­mendamente equívoca para el simple oyente. Cen­trar nuestra salvación en la muerte de Jesús, como querida por Dios, si olvidamos la causa de su muerte, es convertir al cristianismo en una religión muy piadosa y cultual, promotora de beatería; pero ésa ya no es la religión portadora de Buena Nueva para los hombres.

 

Dios no resucitó a Jesús por haber muerto des­pués de muchos sufrimientos. Lo resucitó para con­firmar su manera de vivir, aquella manera de vivir que fue la causa de su muerte. Con este acto sobe­rano nos está diciendo a todos: Matasteis a Jesús en mi nombre, pero os equivocasteis. Yo lo resucito para demostraros así que vivió como yo quiero que vivan todos los hombres.

 

Jesús, el Maestro que nos dice en que consiste el Evangelio

 

Jesús anuncia el Reino de Dios. El Reino que anuncia es único, pero tiene dos partes: la tierra y el cielo, la vida presente y la vida eterna. Jesús nos muestra cómo su preocupación se centra en la vida presente, en la construcción del Reino ya desde ahora. El Reino de Dios es la Nueva Huma­nidad que Él comienza, donde todos han de sen­tirse hermanos, porque son hijos del mismo Padre. Una sociedad de amor y de justicia, donde se atienda en primer lugar a los más necesitados y marginados. Para una Htimanidad- Nueva hacen falta Hombres Nuevos con valores nuevos. Jesús, con su actitud ante los problemas de su tiempo, hace ya presente el comienzo de esa sociedad.

 

Hoy no quedan ya muchos leprosos, y los que todavía quedan no son vistos como pecadores. Pero sigue habiendo mucho "leproso" en el Tercer Mundo y en las cunetas del primero; eso que ya se conoce como el Cuarto Mundo. Y Jesús nos dice que los valores, los criterios, las actitudes del hom­bre que harán posible el Reino, la sociedad querida por Dios, son las Bienaventuranzas.

 

El pobre de las Bienaventuranzas es el verdade­ramente rico, el verdaderamente libre, el verdade­ramente feliz. Es rico, porque cuenta con el amor sin límites del mismo Dios, quien se lo ofrece a tra­vés de los demás hombres. Es libre, porque no se siente dependiente de nada ni de nadie. Es feliz, porque encuentra un sentido para su vida siendo útil para los demás.

 

Ya no hay lugar para el miedo, ni para la opre­sión, ni para la angustia. Se acabó el miedo a Dios, porque se siente hijo del Padre, que ama sin condi­ciones. Se acabó la opresión de todo poder, porque se siente libre frente al poder de las pasiones, al poder económico, al poder religioso. Se acabó la angustia ante las dificultades de la vida y ante la propia muerte, porque sabe que Dios no lo abando­nará.

 

¿No es todo esto una Buena Noticia? ¿No es todo esto humanizador? El hombre quiere autono­mía, quiere libertad, quiere un sentido para su vida. El hombre Jesús muestra todo eso realizado en su persona. Su actitud ante la vida y la muerte, y su resurrección, son la confirmación de que tenemos en nuestras manos la posibilidad de realizarnos como personas según el proyecto de Dios. ¡Esto es el Evangelio!

 

Jesús, el Maestro que nos enseña cómo evangelizar

 

Tomemos ejemplo del Maestro. Durante sus treinta años de vida en Nazaret, debió de hacer algo más que bancos en el taller de carpin­tero. Crecía en edad y sabiduría, es decir, se hizo adulto. Reflexionando sobre el mundo que le ro­deaba, tomó conciencia de que aquella sociedad no era precisamente el Reino de su Padre. Allí estaban presentes la miseria, la,injusticia, el odio, el miedo, la angustia. Tales sufrimientos le hacían sufrir de la misma manera que hacían sufrir a su Padre. Otros muchos veían la situación, pero Jesús propone como única solución la conversión personal, el cambio de valores. Como Jesús, también nosotros tendremos que ofrecer la misma propuesta. Y ten­qremos que ofrecerla del mismo modo que lo hizo El: con la palabra y con la vida.

 

También nosotros, seguidores de Jesús, debemos tomar conciencia de la realidad de nuestro tiempo. Yo encuentro muchas semejanzas entre la historia de Israel y la historia de la Iglesia, entre el tiempo de Jesús y nuestro tiempo. Israel sucumbió ante la tentación de una falsa seguridad, a pesar de las advertencias de los profetas. Creía disponer de Yavé, pero Yavé terminó por marcharse del Tem­plo. Más tarde, Israel centra su fe en la Ley y el Templo, pero Jesús le da la razón a los profetas, afir­mando con su autoridad que el verdadero templo de Dios es el hombre, y que la verdadera ley la escribe el Espíritu en el corazón del hombre.

 

También la Iglesia sucumbió a la tentación de creerse administradora de Cristo, y me temo que Cristo se haya marchado de muchos sagrarios. También la Iglesia fue paulatinamente convir­tiendo al cristianismo en una religión centrada en lo sagrado, sacralizando el templo, los ministerios, la propia Biblia. Pero Jesús continúa afirmando que lo que a Él le preocupa es el hombre y los proble­mas del hombre.

 

Para una nueva evangelización, necesitamos tener capacidad crítica para enjuiciar nuestro modo de vivir y el modo de vivir de la actual sociedad cristiana. Pero deberemos fijarnos especialmente en la comprensión que esta sociedad tiene del cristia­nismo y de Jesucristo. Pienso que nos equivocamos, cuando, en nombre de la prudencia y de las dificultades para enjuiciar la fe, continuamos promo­viendo una religiosidad que utiliza nombres y ritos cristianos, pero que tiene poco que ver con el ver­dadero mensaje de Jesús. Y que no se diga, como se sigue diciendo a veces, que ese mensaje sólo está al alcance de los "listos". Tal afirmación es una ofensa para Jesús, porque fueron precisamente los "menos listos" los que mejor lo comprendieron.

 

Jesús nos muestra cómo son justamente los malentendidos religiosos los que más esclavizan al hombre. Sin negar las circunstancias concretas de la época en la que fueron redactados los evangelios, parece evidente que Jesús fustiga duramente a los fariseos, no por poco religiosos, sino porque con su religión oprimían al hombre. Cuando las multitu­des le seguían, no cayó en la tentación de conser­varlas a su lado actuando con prudencia. Continuó planteando su mensaje radical, con independencia del número de seguidores. Lo menos que podían decir de Él los más piadosos, era que se trataba de un imprudente, un contestatario, un escandaloso, un hereje, hasta de un blasfemo.

 

Como en tantas otras cosas, en la Iglesia quere­mos hacer la evangelización mejor que el Maestro. Ya presumimos de ser 900 millones de católicos, 1.500 millones de cristianos. ¡No los escandalice­mos haciéndoles ver que, en la mayoría de los casos, tal cristianismo no tiene nada que ver con el seguimiento de Jesús!i

 

El anuncio de los primeros cristianos estaba cen­trado en la Resurrección de Jesús. Para los habi­tantes de Israel y para los judíos de la diáspora, tal anuncio hacía posible admitir que Jesús era el enviado de Dios, el esperado Mesías, el Salvador. Incluso para los paganos, conscientes de que nece­sitaban ser liberados del poder de los seres malig­nos, ese anuncio tenía posibilidades de ser visto como la solución a sus temores.

 

También para nosotros la Resurrección conti­núa siendo el centro de nuestra fe, porque ese acontecimiento significa que si vivimos con Cristo y morimos con Cristo, también resucitaremos con Él. Pero hay que admitir que para la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de hoy, deso­rientados en la vida, pero sin los temores ancestra­les, el anuncio de que Jesús resucitó no les dice nada en relación con su vida. Para estos hombres y muj . eres, celosos de su libertad, quizá el anuncio de la Buena Noticia debiera centrarse en proclamar que Jesús es el que realizó el proyecto del verdadero hombre, el hombre libre verdaderamente solidario y humano. ¡Ése es el hombre querido por Dios!

 

No puede negarse que la Humanidad hace esfuerzos por encontrar soluciones humanizadoras a los tremendos problemas de nuestro tiempo. Eso significa que muchos, creyentes o ateos, están bus­cando el Evangelio, incluso cuando luchan contra tantas falsas imágenes de Dios. Nuestra propuesta de que es Jesús el que nos muestra cómo es el ver­dadero Dios y cómo debe ser el verdadero hombre, puede hacerles caer en la cuenta de que era a Jesús a quien buscaban.

 

Los hombres y mujeres de hoy se rebelan contra la idea de ser esclavos de Dios, aunque con ello ter­minen por ser esclavos de múltiples ídolos. Pienso que la Biblia nos autoriza a presentarles al Dios de Jesús como lo que realmente es: el liberador de toda esclavitud.

 

El hombre cristiano, la comunidad cristiana, en tanto viva libre de sus pasiones, libre del egoísmo, libre del consumismo, libre de todo poder econó­mico, político o religioso, será un signo de Cristo y estará realizando así la Nueva Evangelización, como lo hizo el mismo Jesús.

 

¿Jesús es el Mesías, el Redentor, el Hijo de Dios? iMúsica celestial! Para los hombres de hoy, Jesús será visto como todo eso solamente después de que vean que Jesús es el Hombre Libre.

 

 

Epilogo

 

Puede parecer pretencioso que un libro de tan pocas páginas termine con un epílogo. Pero tengo la imprecisa sensación de que quienes hayan tenido la paciencia de leerme pueden sacar una conclusión equivocada. Y eso, precisamente, por­que mis limitaciones literarias quizá no han permi­tido que exprese en su justa medida mis ideas acerca de la fe y de la iglesia, tal como las percibo y tal como trato de vivirlas.

 

Incluso este libro puede parecer un libelo. Y ciertamente que lo es, si con ese término se entiende un pequeño libro. También lo es, si lo entendemos como un alegato, una reivindicación. Pero rechazo la palabra, si se entiende como una difamación, una acusación que busca el despresti­gio de la Iglesia. Nada más lejos de mis intencio­nes.

 

Unas escasas páginas más, para resumir lo que pretendía, apenas aumentarán el cansancio del lec­tor y, en todo caso, pueden ser útiles, si con ellas consigo centrarlo en lo que constituyen mis preo­cupaciones en lo referente a la vida de fe.

 

He dicho vida de fe, pero no es exactamente lo que quiero decir. (Supongo que a un verdadero escritor no le pasan estas cosas; dice lo que quiere decir y no necesita embarullarse con explicacio­nes). Y no es exacto, porque pudiera entenderse que tengo una vida como creyente y otra como ser humano. Cuando la realidad es que se trata de la misma vida, la única que tengo, la vida de un ser humano creyente. Si acaso, el aspecto religioso puede ser una dimensión, pero incluso ese término no precisa bien lo que me ocurre, puesto que mi humanismo está modelado substancialmente por mi fe. La comprensión de mi manera de realizarme como hombre está radical e inseparablemente unida a mi manera de entender las relaciones de Dios con el mundo y con los hombres.

 

En mi existencia como hombre que quiere vivir como cristiano, tengo tres preocupaciones:

 

La coherencia entre la fe sentida y expresada y la fe vivida

 

Es la fundamental. Pero de esto no hablaré. Me limito a decirles que al comienzo de la Euca­ristía pido perdón con mis hermanos creyentes. Y lo hago de corazón porque lo necesito. ¿Les basta? Pues los detalles me los guardo. ¡Faltaría más, que mi sinceridad llegase a confesar aquí lo que me duele! Mi familia, mis amigos, mis pacientes, y todos cuantos me han tratado por una u otra razón,

 

ya saben demasiado de mis defectos. Espero que los olviden, como estoy seguro de que Dios los olvida.

 

Las otras dos preocupaciones han estado presen­tes a lo largo de las páginas precedentes, como hilo conductor de las mismas, y han sido el motivo de que este libro fuese escrito. Se trata, pues, de que las resuma brevemente, con la esperanza de que ayuden a comprender mejor las muchas expresio­nes francas y atrevidas -espero que nunca ofensi­vas-, sobre todo aquellas de tipo irónico, que fui dejando caer para resaltar así los defectos de nues­tra Iglesia. Y esto último con la sincera pretensión de que sirva de advertencia sobre lo que considero una situación grave, pero no irremediable. La Igle­sia puede estar enferma, pero no está agónica.

 

Todos los hombres y mujeres debemos hacernos personas

 

¿Es que no lo somos todos por el hecho de ~Eexistir? No exactamente. Somos todos seres Humanos, personas en potencia, pero para llegar a serlo realmente debemos construirnos a nosotros mismos. Como se ha dicho tantas veces, somos como un bloque de granito, en el que ya hay una escultura, pero que no será realidad hasta que el escultor la haga visible con su trabajo. Cuando al final de la vida sólo sigue existiendo el bloque de granito, hemos desperdiciado la vida: nos hemos perdido, por mucha riqueza que hayamos acumu­lado o mucho poder y prestigio que tengamos.

Y ese trabajo de modelarnos a nosotros mismos, de realizarnos como personas, es exclusivamente nuestro. Otros podrán ayudarnos, pero la tarea per­tenece a cada uno. El tiempo también, pero nadie se hace persona con el paso de los años simple­mente. Es una ocupación para toda la vida. Aquí no hay desempleo. Si hay parados en este sentido, será por falta de voluntad. Al final, en la medida en que lo hayamos logrado, incluso en la medida en que lo hayamos intentado, nos habremos salvado.

 

He ahí la hermosa tarea de todo hombre y toda mujer.

 

Jesús es para los creyentes el prototipo de per­sona, el hombre proyectado por Dios cuando nos creó, dotándonos de las cualidades específicas y necesarias para conseguirlo: conciencia, libertad y responsabilidad, elementos indispensables para poder vivir el amor, como hermanos, como hijos del mismo Padre. En la medida en que ejerzamos esas cualidades, día a día, estaremos realizándonos como personas.

 

Pero el hacerse persona es tan prioritario, que incluso puede afirmarse que antecede en importan­cia a ser cristiano. Hay personas que no son cristia­nas. No puede haber cristianos que no traten de ser personas.

 

0 mucho me equivoco o ésta no es precisamente la comprensión que el mundo y la mayoría de los propios cristianos tienen de nuestra fe. Y ésa es la razón de mi descontento y de mis advertencias.

 

La misión de la Iglesia es la de promover la maduraclón, como persona al estilo de Jesús, de cada hombre y cada mujer

 

La tradicional forma de expresar la fe no facilita precisamente que los hombres y mujeres de hoy puedan relacionar a Jesucristo con su realiza­ción como personas. El lenguaje y los conceptos de culturas pasadas con los que seguimos expresando nuestra fe, hacen imposible para la mayoría el caer en la cuenta de que la religión cristiana es funda­mentalmente humanizadora. Parece una dimen­sión añadida, en relación exclusiva con la vida futura más que con la vida presente. Es vista como una religiosidad, que incluso a veces exige el des­precio de la vida real. Y yo creo que el Dios de Jesús quiere que vivamos ya desde ahora su vida eterna.

 

Y porque creo que Dios desea nuestra felicidad, siendo verdaderamente humanos, es por lo que he sido tan atrevido y punzante a la hora de reclamar con insistencia que en la Iglesia se exponga nuestra fe con palabras y conceptos que hagan com­prensible, para los hombres y muj . eres de hoy, el maravilloso Evangelio de Jesús.

 

¿Simple humanismo? Ya no sería poco, puesto que en esa dimensión podríamos coincidir todos los seres humanos, incluso los no creyentes. Pero en nuestro caso, como cristianos, se trata de un humanismo singular: el humanismo de Jesús, con el fundamento y la esperanza puestos en Dios. Sin­gular, pero no esencialmente distinto, puesto que lo que busca el creyente es lo mismo que, en defi­nitiva, buscan todos los demás: la felicidad de todos los hombres y mujeres. Y ésa es, ni más ni menos, la voluntad de Dios.

 

Los abnegados lectores ya pueden respirar, por­que termino. Aceptaré -no voy a decir que gusto­samente- que quienes discrepen de mis ideas lo expresen como tengan a bien. Y confío en que aquellos que se identifiquen de alguna forma con el hilo conductor de estas páginas -y sé que algunos hay, sean simples creyentes, teólogos o dirigentes­se esforzarán por proseguir la tarea. Seguro que lo harán con más capacidad y de forma más amena y convincente.

 

 

Indice

 

PRóLOGO ..................................................................

 

INTRODUCCIóN

       Motivaciones .

       El escándalo ...

                                  

La salud y los achaques de la Iglesia .....................

Agradecimientos ..................................................

 

LA ENFERMEDAD DE LA IGLESA

       Los síntomas ....

       El diagnóstico ...

       Las causas .........

           La desidia ....

           El orgullo ....

           El miedo .....

       El tratamiento

       El pronóstico .........................................................

 

LOS PANES CONVERTIDOS EN PIEDRAS ..........

Introducción ......................

 La Revelación .................

La Creación, el Mal y el Pecado Original ............

La Creación .....................................................

El Mal ....................................................

El Pecado Original ...............................

La Encarnación .. La Redención .....

La Resurrección .

El Espíritu Santo y la Trinidad ........

¿Quién es el Espíritu Santo? ... .....

¿Cómo actúa el Espíritu Santo?

La eucaristía

   Los ministerios ...............................................

   ¿Seré un         hereje?..............................................

¿Dónde encontrar al Espíritu Santo? ..............

La Eucaristía .........................................................

 

   ¿Para qué nos salva? .................................

La Iglesia, sacramento de salvación para el mundo      

                                                                         

LA IGLESIA DEL VATICANO 11

       La Iglesia ........................................................

       La Iglesia, sacramento ..................................

       La Iglesia, sacramento de salvación ................

            ¿De qué nos salva? .....................................

            :Có o nos salva? .............................................

 

Mundo ............................................

La Iglesia en el mundo ............

La Iglesia para el mundo

Condiciones para que la Iglesia sea sacramen­to de salvación para el mundo ..

 

LA NUEVA EVANGELIZACIóN .............................

La necesidad de una Nueva Evangelización ........

Debemos hacer un alto en el camino .............

Debemos sacudirnos el polvo de la Historia ...

Debemos escuchar los signos de los tiempos ..

El valor del Nuevo Testamento para la Iglesia de hoy

La "excesiva" valoración de Cristo sobre Jesús

La "excesiva" valoración de la Pasión y Muer­te de Jesús .....................

Jesús, el Maestro que nos dice en qué consiste el

Evangelio .........................................................

Jesús, el Maestro que nos enseña cómo evangelizar

 

EPíLOGO .....................................................................

La coherencia entre la fe sentida y expresada y la

fe vivida ...........................................................

   Todos los hombres y mujeres debemos hacernos

   personas ........................................................        

   La misión de la Iglesia es la de promover la maduración, como persona al estilo de Jesús, de

   cada hombre y cada mujer

 

 

 

 


[1] 'Voy a usar de forma habitual este término de "dirigentes". Me parece el más adecuado para referirme a quienes dirigen la Iglesia.

 

[2] 'Lumen Gentium, 37.

 

[3] Carta Pastoral del Arzobispo de Santiago, "Confiados na Pala­bra do Señor", 58.

[4] 1 Mt 18; Le 19; Me 9.

 

[5] ' Gaudium et Spes, 19.

[6] 'Meditación de un cristiano del siglo XX, Ed. Sígueme, 1989.

 

[7] 1 Recupera-la Creación, Ed. Sept., 1996.

 

[8] ' Veritatis Splendor, 117: "cuando los hombres presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia, cuando los fieles se diri­Igen a los obispos y a los pastores, en su respuesta está la voz de Jesucristo".

 

[9] ' Providen tissimus Deus, Spíritu Divino Aflante 1 De¡ Verburn.

 

[10] 5 J.M. Castillo, La alternatita cristiana, Ed. Sígueme, 1980.

 

[11] Decreto Unitatis redintegratio, 11: "existe un orden o jerarquía de verdades de la doctrina católica, ya que es diverso el enlace de

tales verdades con el fundamento de la fe cristiana". El Catecismo de la Iglesia católica, 90, recuerda y confirma ese texto.

El hecho de que yo descalifique tan radicalmente al Catecismo, no significa que no esté de acuerdo con la mayoría de sus 2.865 puntos. Lo que ocurre es que el disenso con la forma de presentar algunos de los fundamentales, que me atrevo a llamar panes con­vertidos en piedras, me lleva a ese juicio de calificarlo como forma inadecuada de presentación de la fe para nuestro tiempo.

 

[12] - Durante mi vida profesional he visto a muchos recién nacidos portadores de dos bolsitas colgadas al cuello o sujetas con imperdi­bles en su ropa interior. Una contenía ajos; la otra era lo que se llama un "detente", conteniendo algún tipo de reliquia, general mente un mínimo trozo de la supuesta vestidura de un santo. A la primera se la califica como superstición; la segunda es tenida por cristiana, y generalmente adquirida en un convento de monjas ¿Cuál es la diferencia?

 

[13] ' La interpretación de la Biblia en la Iglesia, 1994.

 

 

[14] 'De¡ Verbum, 24.

 

[15] ' Todo lo que voy a decir sobre la manera de entender este con­cepto es responsabilidad propia. Pero las ideas fundamentales se fueron clarificando en mi mente gracias a la labor de "partera" que mayéuticamente llevó a cabo el libro A Revelación de Deus na real¡­Zación do horne, de A. Torres Queiruga, Ed. Galaxia, 1985. Que yo sepa, aunque es cierto que sé poco de eso, no hay nada en la litera­tura teológica, incluida la especializada en temas bíblicos, que encierre tanto potencial renovador. Para quien no esté dispuesto a digerir las densas 400 páginas del libro, el propio autor ofrece en el Epílogo un clarísimo resumen de 14 páginas que es por sí solo sufi­ciente. Estoy convencido de que, en un futuro no lejano, la Iglesia entera reconocerá ese libro como un instrumento pionero en la ardua tarea de hacer posible el repensar todo el edificio teológico sin traumas ni estridencias.

 

 

[16] 1 Esta afirmación puede parecerse a la de aquellos médicos que, sobre todo en el siglo pasado, decían no haber encontrado el alma por ninguna parte. Lo que pretendo es expresar que me parece inconcebible que una criaturita así pueda estar en pecado.

 

[17] ~ José Pérez Calvo, El drama del Paraíso, Edicabi, 1963.

 

[18] ' En 1966 se publicó el Nuevo Catecismo para adultos, conocido como Catecismo holandés, elaborado por el Instituto Superior de Catequética de Nimega, por encargo del Episcopado holandés y con el imprimátur del Cardenal Alfrink, arzobispo de Utrech. En el prólogo, firmado por los obispos de Holanda, se afirma que "el Catecismo se esfuerza por anunciar la fe imperecedera de una forma moderna". Este libro no es, pues, la obra de ningún aficionado ni tampoco la de cualquier teólogo más o menos contestatario. Es la obra del Episcopado holandés, que pone en juego su autoridad apostólica.

Yo lo leí en la edición española, Ed. Herder, 1969. Y traía ya un Suplemento impuesto por la curia romana, con 28 enmiendas y adiciones referentes a algunos puntos importantes de la doctrina cristiana, y acerca de los cuales el entonces presidente de la Con­ferencia Episcopal Española advierte que "de acuerdo con las ins­trucciones de la Santa Sede, la exposición de la fe católica conte­nida en la obra de referencia debe ser interpretada, cuando así se indica, con el sentido que se le da en el presente Suplemento".

Ya por entonces me causó una honda impresión este hecho. Después de eso, ¿cómo puede seguir afirmándose que los obispos no son unos simples delegados del poder central, sino que tienen una autoridad propia como sucesores de los apóstoles? Me parece que ante tal situación los obispos holandeses debieran negarse a tales correcciones, lo cual seguramente no hubiera sido prudente porque daría lugar a un cisma, o bien dimitir de sus cargos, que parece lo más coherente. No lo hicieron, pero ¿con qué autoridad pudieron seguir considerándose en lo sucesivo como maestros de la fe?

 

[19]  ' Para no hacerme reiterativo, remito al capítulo "La Iglesia del Vaticano IV, donde con más detenimiento expongo mi manera de entender los términos "de qué nos salva Jesús", "cómo nos salva" y 11 para qué nos salva".

[20] 'Cardenal Ratzinger, en el libro Informe sobre la fe, B.A.G,

 

[21] 1 Si algún teólogo lee estas páginas se dará cuenta de que aquí no todo es cosecha propia. Hay muchos frutos recolectados en cam­pos ajenos, especialmente en las obras de Schillebeeckx.

 

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